Stanach se estremeció. No conseguía siquiera imaginarlo. Azuzó de nuevo el fuego y se dejó absorber por la contemplación de las emanaciones luminosas, semejantes a luciérnagas que flotaran en el aire nocturno. Las llamas se reflejaban en el puño de oro de Vulcania, coloreaban la cazoleta argéntea en tonalidades anaranjadas y danzaban sobre los azules zafiros.
Se atusó la barba. Sí, el guerrero significaba mucho para la muchacha.
—¿Hace tiempo que conoces a ese tal Hauk?
—No, sólo cruzamos unas palabras el día en que me dio la espada. Es una historia disparatada —admitió la muchacha con una fugaz sonrisa. Sus ojos adquirieron una expresión triste—. Ha muerto, ¿no es así? Oí cómo se lo insinuabas a Tyorl.
El enano estuvo en un tris de corroborar que, en efecto, Hauk debía de estar muerto. ¿Cómo podría seguir vivo? Se mordió los labios, no obstante, al razonar que, si Kelida creía que el cautivo no había fallecido y que, heroico y caballeroso, rehusaba confesar a Realgar dónde se ocultaba la tizona para protegerla a ella, la joven no vacilaría en entregársela a él, a Stanach, a condición de crearle vagas ilusiones de que así quizá salvaría a su amado. No le costaría mucho disuadirla de ofrecérsela al mismo Realgar, arguyendo que en cuanto éste se adueñara del arma asesinaría a Hauk.
El theiwar no consentiría que el humano pregonara entre sus adversarios su proyecto de entronizarse en Thorbardin.
Sí, le entregaría la espada. Eran mínimas las posibilidades de que rescatara a Hauk de la muerte por tal procedimiento, pero Stanach estaba seguro de que la joven afrontaría ese peligro. Había arrastrado a Vulcania hasta el bosque, dormía abrazada a ella. Pertenecía a Hauk y no permitiría que nadie se quedara con ella... a menos que de ese modo pudiera salvarle la vida.
La miró con detenimiento. Se había quedado dormida sentada, con las manos enlazadas en torno a sus encogidas rodillas y la cabeza descansando sobre éstas. «Pobre muchacha —pensó—, enamorada de un bandolero idealista, aunque ella aún no lo sepa.»
Zarandeó su hombro suavemente para despertarla y, cuando ella esbozó una sonrisa, murmuró:
—Ponte cómoda, Kelida, no tardará en amanecer.
La muchacha se tendió en su improvisada cama, junto a la espada, mientras Stanach ultimaba los pormenores de su plan y hacía caso omiso de los escrúpulos de su conciencia.
Piper le había dicho que hiciera cuanto fuera preciso.
Se preguntó qué le habría sucedido a su amigo. ¿Estaría a salvo? ¿Lo aguardaría al lado de la pila de rocas que semejaban un túmulo funerario? Eran cuatro contra uno, cierto, pero ese uno era un mago. La balanza no estaba, en fin de cuentas, tan desequilibrada.
«Haz cuanto sea preciso», le había dicho Piper.
«Sí, Piper, lo haré», pensó Stanach.
Qualinost
Lavim regresó al campamento al iluminar el cielo los albores de un nuevo y lluvioso día. Yerto y tembloroso, el kender se lamentó más que nunca por no haber encontrado en Long Ridge ni una gota del aguardiente que los enanos elaboraban. Su odre rebotaba en un sordo golpeteo sobre la cadera. La «Hecatombe Blanca», llamaban algunos al embriagador brebaje, pero Lavim siempre lo había considerado el mejor reconstituyente después de un fuego acogedor.
«A veces incluso más agradable», pensó sepultando las manos en los bolsillos de su deshilachado capote y resguardándose como podía de la helada llovizna. No había descubierto fantasmas, espectros ni espíritus, decapitados o no. Para ser un bosque aureolado de terroríficas asociaciones, Qualinesti lo había decepcionado por su tediosa monotonía. El lugar donde estaban acampados sus amigos, en contrapartida, se le antojó más prometedor.
Tyorl miraba a Stanach con aire amenazador. Kelida, con las mandíbulas apretadas y sus verdes ojos centelleantes, hacía caso omiso de ambos.
«Algo la ha disgustado», infirió Lavim mientras, cuidando de no lastimar sus músculos agarrotados por el frío, se dejaba caer delante del fuego. Estiró las manos tan cerca de los rescoldos como pudo e interrogó a Stanach:
—¿Qué ha pasado aquí?
—Un ataque de terquedad —rezongó el enano—. De estrechez mental, de maldita testarudez elfa. —Arrojó una corteza a las ya declinantes brasas y, fijando en Tyorl una mirada entre socarrona e iracunda, lo increpó—: Decídete, sabiondo, ¿vas a arriesgarte a actuar como si Hauk no hubiera sido capturado por Realgar? ¿Lo abandonas a cambio de su espada? Supongo que vivirás en la opulencia si la vendes.
Tyorl clavó sus helados ojos en el enano.
—Puedo decirte qué es lo que no haré: no te entregaré la espada de mi amigo en base a un relato que parece sacado de un cuento infantil. Allí donde vaya el arma, yo la seguiré.
—¿Cuál será nuestro destino? —intervino el kender, irguiendo las orejas.
Nadie respondió.
—De acuerdo —accedió Stanach—, viajemos juntos. De todas formas, elfo, y a pesar de tu ironía, sé que me crees. Además, Piper confirmará cuanto te he contado y disipará tus dudas. —Lanzó una amarga risotada, y añadió—: Tu obtusa mente acertará, espero, a comprender que si yo te engaño él no podrá urdir los mismos embustes sin habernos confabulado antes. Vamos, acompáñame e interrógalo antes de que yo despegue los labios. En el caso de que aceptes mi invitación, sin embargo, hazlo enseguida. Mi amigo no estará apostado eternamente en el sitio donde nos citamos; pronto me dará por muerto y partirá. Luego, lo veamos o no, me encaminaré a Thorbardin. O mucho me equivoco, o tú también vendrás.
—¿Quién es Piper? —se entremetió de nuevo Springtoe, fruncido su semblante en una trama de arrugas hijas del desconcierto—. ¿Por qué ha de asumir que estás muerto? ¿De verdad iremos a Thorbardin? Nunca visité ese reino, Stanach, y me seduce la idea ya que al fin podré conseguir el aguardiente de los enanos. Y Kelida, ¿vendrá con nosotros? —preguntó al elfo.
—No —contestó éste secamente.
La muchacha, hasta entonces muda, intervino con voz calmada:
—Si, iré.
Tyorl hizo ademán de protestar, pero ella se impuso.
—Al igual que tú, yo también estoy resuelta a no separarme de la espada. No podría retroceder hasta Long Ridge porque me extraviaría, y he de defender lo que es mío. —La joven hizo una pausa, con un brillo en los ojos que denotaba furia—. La tizona es mía, como tú mismo afirmaste. Si Hauk aún conserva la vida, el calvario que sufre en estos momentos se debe a su afán de protegerme. Cuando te convino, me convenciste de que el arma era mía porque suponías que él iría a la posada a reclamarla y que yo te prestaría el servicio de informarle de tu paradero. Bien, ahora estoy convencida de que la espada es mía y que sólo yo tengo derecho a decidir su destino.
—¿Hauk? —Lavim, cada vez más confundido por lo que oía, se lamentó de no haber permanecido en el campamento—. ¿A qué espada te refieres, a esa que está en el regazo de Kelida?
Stanach apoyó su mano, surcada de las cicatrices de su oficio, en el hombro del kender.
—Ten paciencia, amigo mío, ya habrá ocasión de ponerte en antecedentes. ¿Asi que te unes a nosotros? —dijo, volviéndose hacia Kelida.
—Sí.
—¿Has pensado bien en el riesgo que correrás? —insistió el elfo, deseoso de atemorizarla.
—¿Existen experiencias peores que las que ya me ha tocado vivir?
No había réplica a una manifestación tan contundente, aunque tampoco importaba demasiado. La víspera, Tyorl no había hablado de Finn, y ahora se alegraba de su reserva. Los hombres de Finn estaban en el linde opuesto de Qualinesti, y lo más probable era que detectaran su rastro y los alcanzaran antes de que el enano diera con Piper, el hechicero. Como subordinado fiel que era, el elfo confiaría a su jefe la tizona, la historia del enano y la noticia de que Verminaard había establecido un puesto de abastecimiento en la falda de las Montañas Kharolis. Finn sabría a qué atenerse.
—Muy bien, Kelida; en ese caso necesitarás ropa de abrigo —dijo al fin y, viendo que Stanach se disponía a hablar, lo detuvo con un gesto—. Conozco un lugar donde te conseguiremos algo adecuado. No habremos de desviarnos de la ruta.
—¿Dónde? —preguntó el enano, echando otra corteza al fuego.
—¿Dónde? —coreó el desconcertado kender.
—En Qualinost.
* * *
Rompió el sol la barrera baja, pizarrosa, de las nubes, y sus tibias columnas de luz se esparcieron sobre la ciudad. Cuatro agujas estilizadas de purísima piedra blanca se alzaban en las cuatro esquinas de Qualinost, cual hitos exactos de los puntos cardinales. Unas venas plateadas serpenteaban en diseños figurativos por las níveas losas de las torres. Partiendo de la torre septentrional, muy por encima de la urbe, un arco de aparente fragilidad comunicaba esta mole con la del sur. Un puente similar enlazaba las otras, de tal modo que el recinto quedaba perfectamente delimitado.
En el centro geográfico de la capital elfa, radiante en una luminosidad más deslumbradora aún que la del astro rey, se erguía la espectacular Torre del Sol. Laminada en oro toda su superficie, el edificio había sido desde tiempo inmemorial la morada del Orador de los Soles hasta que éste y su pueblo, sus vástagos, hubieron de recluirse en el exilio.
La metrópoli había sido construida por los enanos, tras diseñarla los elfos, en una época en que un sentimiento de amistad —no la actual antipatía, hosca y empecinada— inspiraba los intercambios entre ambas razas. Tyorl entró en la ciudad que lo vio nacer con el corazón dividido, rebosante a la par de júbilo y aflicción.
Era feliz porque ya no abrigaba la esperanza de volver a recorrerla, y desdichado porque encontraba ese lugar, otrora tan hermoso, convertido en una calavera con las cuencas vacías.
El viento otoñal, heraldo ya de los primeros rigores del invierno, gemía al atravesar las calles desiertas, sollozaba al rodear los aleros de unos edificios antes repletos de vida. En las postreras hojas doradas de los álamos que flanqueaban las ramblas, las ráfagas de una brisa, otrora poblada de risas, resonaban como una triste endecha.
Tyorl creyó reconocer en el susurro del viento las voces del recuerdo: la moderada risa de su padre, las tonadas juveniles de su hermana... ¿Dónde estaban ahora sus seres queridos? Perdidos en el destierro, como el resto de sus congéneres. ¿Volvería a verlos algún día? Meneó la cabeza para expulsar remembranzas y preguntas.
Las casas, comercios y centros oficiales de Qualinost estaban hechos de un cuarzo con un color no muy dispar de los matices del amanecer en el horizonte. Ahora vacíos, oscuros sus ventanales y poblados sus umbrales de sombras difusas, sólo en la memoria de Tyorl resonaban los ecos de antaño. Unas anchas calzadas de lustrosa grava marcaban las avenidas y paseos principales. A lo largo de sus trazados había círculos negros de fuego y montículos de cenizas, como si alguien hubiera impresionado la huella de un sucio pulgar en tan prístina hermosura.
Kelida, aterida y callada junto a Stanach, se apoyó en el tronco añejo y grisáceo de un álamo. La ciudad no estaba arrasada, sólo vacía, pero la invadió la misma sensación de desolación que al contemplar los calcinados restos de su propio hogar.
El enano, que valoraba su montaña como una de las mayores riquezas de su vida, se identificó con el pesar de Tyorl. Miró al elfo, sin patria, y a Kelida, sin familia, y se estremeció de compasión.
Fue Lavim quien rompió el silencio, con una vivacidad en su acento que en nada reflejaba el dolor del elfo ni la piedad de Stanach.
—Tyorl, ¿qué es eso? —preguntó, señalando uno de los cenicientos montones—. Parecen residuos de hogueras de vigilancia, pero hay demasiados.
—No tendríamos bastantes centinelas para encenderlas —bromeó el guerrero—. No, mi pequeño amigo, aunque yo no estaba aquí sé que las gentes de Qualinost quemaron todo lo que no podían transportar en su éxodo. En cierto sentido son vestigios de piras funerarias, de las exequias celebradas en conmemoración de un estilo de vida.
—¡Qué vergüenza! —se escandalizó Springtoe, a la vez que ocultaba sus manos amoratadas en las bocamangas—. No concibo que nadie pueda destruir así sus pertenencias. Yo habría escondido esos objetos, los habría guardado en mis saquillos o vendido a un buhonero gnomo. Cualquier cosa menos incurrir en semejante despilfarro. Ahora tendréis que volver a empezar.
—Ya nunca será lo mismo. Nuestro mundo ha cambiado —respondió el elfo, evitando decir «ha desaparecido» o «ha muerto».
—Todo aquello que vive se transforma —dijo con suavidad Stanach—. Incluso, al parecer, los elfos.
Los ojos azules de Tyorl, dulcificados segundos antes por la añoranza, se congelaron en su habitual dureza.
—No, enano. Mi pueblo ha preservado inamovibles sus tradiciones durante siglos. La única forma de evolución que conoce es la muerte.
Stanach emitió un irritado resoplido, arrepentido de su esfuerzo por consolar a aquella criatura.
—Según esa teoría, como tú ya has perecido estás malgastando un aire que podrían respirar otros y sacarle mejor partido. Tus orígenes, tu existencia se han desvanecido, así que quizá deberíamos considerarte no como a un elfo sino como a un fantasma.
Tyorl respiró profundamente antes de responder y, con los ojos fijos en la deshabitada metrópoli, se limitó a decir:
—Quizá.
Mientras se alejaban, Lavim contempló a la pareja formada por Tyorl y Kelida. Sus rasgados ojos se entrecerraron mientras enroscaba distraídamente la punta de la trenza en derredor del dedo.
—Stanach —comentó—, si los enseres de los elfos fueron pasto de las llamas, ¿cómo va a proporcionarle Tyorl ropas a Kelida?
—Es un enigma, con toda certeza —convino el joven Hammerfell—. Desde que arribamos a los aledaños de este malhadado paraje se ha comportado como un auténtico espectro, así que tal vez recurra a la magia de ultratumba para ataviarla. Vámonos de aquí, Lavim —urgió al kender, echando a andar—. Cuanto antes nos alejemos de aquí mejor me sentiré.
Lavim obedeció. Aún no comprendía todo lo que sucedía. No encajaban las piezas del rompecabezas por mucho que las manipulara: la espada de la posadera, el guerrero desaparecido y un par de
thanes
enfrentados entre sí. Y por último, ¿quién era Piper?
Un ciervo de madera, inmortalizado su grácil salto por el arte del tallador, estaba sepultado en un revuelto nido de collares de plata y zarcillos de oro. Era el juguete de un niño entre las alhajas de su madre. Stanach asió la estatuilla de roble y la liberó con tanta delicadeza como si aún viviera. La examinó atentamente, sonriendo al discernir en su vientre, grabado en tan hábiles trazos que apenas destacaba de la pelusa habitual en los venados, un emblema inconfundible: el de un yunque estilizado al que se yuxtaponía el dibujo de una «F». Un enano había sido el artífice de la miniatura.