Espada de reyes (11 page)

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Authors: Nancy V. Berberick

Tags: #Fantástico

BOOK: Espada de reyes
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—Acertaste.

—¿Has confeccionado muchas espadas? ¿Cuántos días se tarda en completarlas? También habrás elaborado dagas e innumerables armas. ¿Has forjado alguna vez una pala de hacha? Todo el mundo dice que las que fraguan los enanos son las mejores y...

Una risotada de Stanach atajó la parrafada del kender; era un acceso de hilaridad franco, sonoro. Acertaban quienes le habían advertido que, si permitía a alguien de aquella raza hacerle una pregunta, no viviría lo suficiente para satisfacer todas las que seguirían a continuación.

—Respira, Lavim Springtoe, y deja que intercale algunas palabras. Sí, he realizado numerosas espadas, mas a ésta le profeso un especial cariño porque me estrené con ella en el oficio. La hoja es fina, el templado del filo no tanto. Y sí, soy un experto en toda suerte de armas, incluidas las hachas.

Lavim volvió a escrutar las manos del artesano, dobladas ahora en torno a la jarra. Junto a las heridas secadas con los lustros, disimuladas bajo un halo de plata, había otras más recientes; sobre todo una muy ostensible quemadura que recorría el pulgar y estaba todavía tierna. Ninguna fogata de campaña podía causar aquel daño.

«De no ser porque Thorbardin está a centenares de kilómetros —reflexionó Levim—, a muchas jornadas de viaje, afirmaría que abandonó su fragua ayer mismo. Probablemente es del clan de los hylar, la facción dominante en su metrópoli. O me han mentido, o los de su grupo hallan tanto placer en dejar sus montañas como los peces en salir del agua.»

Long Ridge yacía bajo el yugo de Verminaard. Ember, su Dragón Rojo, pasaba revista cada veinticuatro horas a la ciudad y a sus pobladores. Aquellos que no habían fenecido en el asedio, apenas sobrevivían en la ficticia paz. ¿Quién, aparte del propio Lavim, podía sentir deseos de visitar Long Ridge? La curiosidad del kender era una chispa entre la leña.

¿Qué había arrastrado a un enano desde la seguridad de Thorbardin hasta aquel paraje malhadado?

El kender no tuvo ocasión de interrogar al enano. El estallido de una conmoción en el exterior y un rugido iracundo silenciaron a los parroquianos.

—¡Givrak! —gritó Stanach, dando un tirón del brazo de su vecino que lo puso de pie—. Baja de tus ensoñaciones, Lavim; si ese draconiano ha vuelto, no hay que ser muy imaginativo para inferir a quién persigue.

—Quizá. —El kender, con un malicioso centelleo en las pupilas, se sentó de nuevo—. Conocí una vez a un reptil semejante a ése, que nunca se acordaba de sus misiones. Le irritaba sobremanera llegar a un sitio y no ser capaz de discernir qué hacía allí, de forma que se sonrojaba hasta la raíz del pelo... Claro que quizá no era estrictamente un draconiano.

—Si no te vas ahora mismo, toda la cerveza que has ingerido escapará por tu epidermis como si fueras un colador. Debe de haber una salida privada detrás de la barra. Úsala, y sin demora.

—Pero...

—¡Huye! —ordenó el enano a su acompañante, empujándolo hacia la supuesta puerta.

Lavim tropezó, se enderezó y lanzó una mirada por encima del hombro a aquel desconcertante individuo. «¿Quién entiende a los enanos? —despotricó para sus adentros—. Huraños en un momento determinado, al siguiente cordiales y luego, sin ningún motivo, más avasalladores que el trueno y el relámpago.»

Existía, efectivamente, una puerta trasera. El kender se encaminó hacia ella, no porque estuviera amedrentado —carecía de tal capacidad— sino porque el enano parecía concederle mucha importancia a su fuga.

«Los enanos —continuó razonando— tienen tendencia a disgustarse por nada, son un poco quisquillosos. Claro que a cualquiera le pasaría lo mismo si viviera enclaustrado en las entrañas de unos riscos durante centurias.»

Obsequió a la moza con una de sus muecas entre pícaras y joviales. Aún no se había desvanecido ésta de sus labios cuando un elfo de imponente estatura, animados sus ojos por una burla amable, aferró su manga y lo empujó hacia el cuarto trasero.

—Esfúmate, kender —le susurró—, y no ceses de correr hasta alejarte de la ciudad.

«No voy a correr hacia ninguna parte —se dijo Lavim—. Me deslizaré hasta el pasaje, ya que todo el mundo parece estar obsesionado en que lo haga, pero ese tal Stanach no se desembarazará de mí.»

Y fue así como el vivaracho kender apellidado Springtoe, tras introducir en su bolsillo un sacacorchos, una redoma de vino y otros cachivaches no menos fascinadores, se escabulló por la puerta trasera de la taberna. Apenas había ajustado la hoja cuando Givrak penetró en la posada por la entrada principal e inquirió acerca de las idas y venidas del «maldito, embustero kender» que había vivido demasiado, un error al que ansiaba poner remedio cuanto antes.

7

Alianzas forzosas

Givrak, el draconiano, había sido abrumado con el suficiente grado de inteligencia para acatar órdenes y, en ocasiones muy especiales, organizar una estrategia sencilla. Habiendo recibido escasas encomiendas aquel día, volcó una considerable porción de su escuálido intelecto en el problema que vengarse del kender que la noche anterior le había costado una venenosa reprimenda de Carvath por perturbar su sueño.

En su opinión, la piel de su enemigo serviría, una vez desollada, para adornar la puerta de una cuadra.

El draconiano tenía dos escuadrones de soldados bajo su mando. Éstos se habían levantado al amanecer con instrucciones suyas de montar barricadas en las tres calzadas que conducían a la ciudad y luego acompañarlo en un registro exhaustivo de Long Ridge. Givrak estaba convencido de que encontraría al kender antes de la anochecida.

Mientras transitaba por las calles de la ciudad, su ira se transformó en malsana anticipación. No tardaría en pasar un rato divertido. Conocía una docena de métodos para matar a un kender e, incluso cuando aplicaba el sistema de tortura más rápido, los gimoteos y alaridos no se prolongaban menos de cuarenta y ocho horas.

* * *

El viento fresco de la mañana, que se elevaba desde el valle, no logró purificar la corrompida atmósfera de Long Ridge. Tanta era su carga de hollín que Kelida, al salir de la población, se dijo que aquella cortina agrisada no volvería a ser nunca diferente, transparente. Dio un traspié, tiró de la espada que golpeteaba su pierna y trató de acomodarse la correa de la vaina al talle, sin excesivo éxito. Emitió un bufido de impaciencia, preguntándose cómo podía nadie ceñirse algo tan engorroso e ingeniárselas para caminar.

Había intentado transportarla en las manos, pero fue aún peor. A cada zancada el acero se deslizaba de su funda o se clavaba dolorosamente en sus brazos, lo que lo hacía inmanejable. «¡Estúpido objeto! —bramó en su fuero interno—. No veo el instante de deshacerme de él.» Se detuvo en el primer recodo de la ancha senda y, de nuevo, se ajustó el cinturón, con tan mala fortuna que la blusa, tras pellizcarse en la hebilla, se desgarró.

¡Maldita espada! Crecieron sus insultos, mientras recapacitaba que no la quería y no la conservaría ni por todo el oro del mundo. Lo único que le había dado eran quebraderos de cabeza, magulladuras en la carne y jirones en la ropa. Tyorl se ocuparía de guardar la tizona hasta que apareciera su amigo. No habían tenido noticias de aquel demente de Hauk desde que le hiciera tan fastidioso regalo. Dondequiera que estuviese era obvio que no le interesaba su arma.

«Ni tampoco yo le intereso —se lamentó la moza—. No debí hacerme ilusiones. Nunca insinuó que yo le gustara y, además, me la obsequió en estado de embriaguez.»

De pronto pensó que, bebido como estaba, era más que probable que, al salir de la taberna, hubiera deambulado sin rumbo y tropezado de bruces con esbirros de Verminaard. ¡Cuánto debía haber añorado su arma si había sucedido así!

La muchacha se estremeció, en parte debido al frío y también porque le horrorizaba la idea de que Hauk hubiera caído inerme en una emboscada. Inspeccionó los alrededores: después de trazar una curva, el camino bajaba por una pendiente larga y pronunciada y se zambullía en el valle. Desde donde estaba, Kelida no divisaba la llanura. Tampoco veía el puesto de control establecido por los soldados de Carvath, aunque sabía de su existencia y que, al igual que los de los otros accesos a Long Ridge, había sido montado poco después del alba. Sin aclaraciones, un pregón había comunicado a los habitantes de la urbe que estaba prohibido abandonarla bajo ningún concepto. Algún desdichado había merecido la implacable atención de los invasores.

La mujer no deseaba visitar la granja donde había vivido durante una época, y mucho menos a las hordas que habían asolado la región.

«Ahora mi único objetivo es Tyorl», se dijo.

El elfo había dejado a Tenny el mensaje de que necesitaba hablarle. Partía de la ciudad y debía entrevistarse con ella antes de hacerlo. A Kelida le entristeció su marcha, ya que significaba que el viajero había perdido la esperanza de localizar a su amigo en Long Ridge. Ella habría estado encantada de tener la oportunidad de vengarse del joven lanzador de cuchillos porque eso le habría permitido escuchar una vez más su gruñido de oso.

Se desabrochó la tira de cuero que sostenía la espada, y ésta cayó en el ceniciento polvo. Una ráfaga trajo a la moza los ecos de una blasfemia y una gangosa risa desde la invisible empalizada, prueba de que el adversario estaba muy cerca. Resuelta a no dar un paso más, tomó asiento en la cima plana de un peñasco, encogió las rodillas, descansó la cabeza en los antebrazos y contempló los agostados cultivos que se desplegaban ante sus ojos.

El fuego de Ember había sido caprichoso en las inmediaciones de Long Ridge. Al este de la calzada reinaba una letal devastación y, sin embargo, en la orilla occidental, resguardada por la amplia franja del camino, dorada y polvorienta, aún había signos de vida. La hilera de argénteos abedules que coronaban la repisa de roca estaba casi intacta. Las juncias, con su emplumado copete del color amarillo herrumbroso del otoño, dibujaban junto a los lindes su elegante languidez. Unos matojos urticantes esparcían sus floraciones blancas, en diminutos pétalos, en torno a sus raíces, como un presagio de las nieves invernales. Incluso alguna que otra linaria osaba exhibirse entre la vegetación.

—Yo he acudido puntual a la cita —susurró la joven al acero que yacía a sus pies—. ¿Dónde se ha metido él?

Las pieles de cazador del elfo se mimetizaban con las sombras y los abedules, de modo que Kelida ahogó una exclamación de susto cuando aquél se materializó frente a ella, brotado de la nada.

—Presente y a tu servicio, mi buena amiga —saludó Tyorl. Sonriendo, estiró el índice hacia la tizona e inquirió—: ¿Qué hace esto aquí?

La muchacha, que había retenido el aliento por el susto, recuperó su ritmo normal de respiración.

—¿Qué puedo hacer con ella? Es un auténtico estorbo, así que, si has decidido irte, será mejor que te la lleves.

—Te la entregó a ti.

«¡Cuan exasperante resulta a veces este elfo!», rezongó la moza para sus adentros.

—No estoy dispuesta a quedármela, nunca quise tenerla. ¿Qué uso le daría a ese trasto inútil? —insistió—. No puedo venderlo, enarbolarlo ni cargarlo. Te pido como un favor particular que la recojas, emprendas viaje hacia tu destino y me dejes tranquila.

Su interlocutor, con la mirada ladeada en dirección de las barricadas, la exhortó a guardar silencio.

—No te excites, Kelida, o se nos echará encima toda esa caterva de monstruos. Me voy, sí, pero antes hay algo que debo comentarte. Sígueme —invitó a la sorprendida mujer, indicando con un gesto los abedules—, no es mi intención permitir que se entere de esto la mitad del ejército de los Dragones.

Ella titubeó, pero decidió casi de inmediato obedecer al elfo. La sonrisa se le había desvanecido de los ojos y su tono de voz delataba nerviosismo. La joven recogió la espada y dejó que la guiara hasta la umbría arboleda.

—Atiende, y hazlo con toda tu alma —murmuró Tyorl, imperioso pese a no sobrepasar el murmullo—. Ignoro dónde anda Hauk, aunque estoy seguro de que no se esconde en la ciudad. Una chica lista como tú habrá adivinado que somos guerreros.

Kelida asintió.

—Pues bien, nuestro cabecilla es un hombre llamado Finn. Él y nuestra cuadrilla, la Compañía de Vengadores, aguardan nuestro regreso. No puedo permanecer en estas latitudes ni un minuto más.

—¿Y tu amigo? ¿Acaso lo has olvidado ya?

La ira centelleó en las pupilas del elfo. Demasiado tarde, la posadera comprendió que sus palabras habían sido una verdadera afrenta.

—No —contestó Tyorl dominando su ira—, y no cesaré de rastrearlo. Hay mucho terreno entre este punto y las estribaciones de las montañas; te garantizo que no me pasarán inadvertidas, de haberlas, las huellas de Hauk. Mas he de volver junto a Finn. Te suplico que la pongas a buen recaudo —añadió, señalando la espada—; quizá mi compañero venga en busca de ella y de mí. ¿Le informarás de mis movimientos?

—Pero...

No concluyó la moza su objeción porque su oponente cerró los dedos sobre su muñeca y la apretó con fuerza, apremiante.

—Kelida, cualquier demora podría ser fatal. Hauk y yo conseguimos persuadir a cuantos sospechaban de nuestras actividades de que éramos cazadores furtivos, y si dilato mi estancia en Long Ridge alguien se dará cuenta de que no practico tales aficiones. De ahí a suponer que formamos una tropa clandestina, hay un corto trecho. Lo estropearía todo, entiéndelo.

Un escalofrío de miedo recorrió la espalda de Kelida. Antes de tener tiempo de pensar lo peligroso que sería conocer la respuesta, preguntó:

—¿Dónde estarás?

—En la frontera meridional de Qualinesti, pues nuestro jefe nos ha encargado un trabajo en esa zona. Siento que hayas acarreado la espada hasta las afueras de la ciudad. Me ofrecería a llevarla yo a la taberna, pero, como te he dicho, no puedo retrasar mi partida.

—¿Cómo sortearás a los centinelas de la barrera?

—No me será difícil. Finn me despellejaría si no fuera capaz de eludir a esa escoria; además de necios, los draconianos son unos empedernidos borrachines. —Tyorl, tras emitir tan severo juicio, tomó el acero de manos de la joven y acarició con su palma el perímetro de la raída vaina. La luz solar se reflejó en los zafiros, haciéndolos refulgir como el hielo en las regiones polares—. La ganó en una apuesta, jugando a los cuchillos.

—No me extraña, tiene una puntería excelente —afirmó Kelida con acento irónico.

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