—Hay otra mujer que se ha mantenido firme, ¿no?
—Vaya, veo que se sabe todo. Sí, y además esa otra mujer es viuda. Debería haber sido hostil al reo, porque impugnó las amonestaciones de la boda de Eleno con María del Caño alegando que antes le había prometido matrimonio a ella. Y, sin embargo, ha certificado a Céspedes como hombre, hasta el punto de no encontrar diferencia entre el modo en que la penetraba y cómo lo hacía su difunto marido.
—¿De todo eso tratan los señores inquisidores en sus interrogatorios? No debéis aburriros. ¿Cuál es, entonces, el núcleo de la acusación?
—A mi entender, y de cara al procedimiento, el matrimonio entre dos mujeres.
—Eso conduce al crimen nefando de sodomía.
—Si estuviéramos en Aragón. Pero en Castilla la Inquisición no entiende de ese delito, se inhibe en favor de la justicia ordinaria. En Ocaña, donde el tribunal era civil, sí que podían condenarla a la hoguera con esos cargos. Nosotros, no. Tenemos que juzgarla por lo que corresponde a nuestro derecho, que es el abuso de un sacramento. Además, la acusada alega que tuvo miembro de varón. ¿Es eso posible?
—Pudo crecerle lo que llaman
nymphe
o
pudendum
, que les nace a algunas mujeres en la matriz, a manera de verga de hombre.
—Eso han dicho algunos informes médicos. Y añaden que la transformación que pretende el acusado es plausible. Aunque sostienen que no parece ser su caso. Antes bien, creen que todos los actos que se atribuye la reo como varón los hizo con artificios, como otras burladoras han hecho con baldreses. Y que así engañó a las mujeres.
—Entonces, a lo que entiendo, volvemos a la cuestión inicial. Todo dependerá de que esta reo pudiera ser en algún momento hombre y mujer a la vez. Es decir, hermafrodita o andrógino. Y de que en vuestra jurisprudencia se admita el supuesto.
Lope de Mendoza así lo concedió:
—Las autoridades de los libros que la acusada cita en su defensa le dan la razón sobre el hermafroditismo. Entre ellos Plinio, quien dice que la Naturaleza, en sus caprichos, puede producir casi cualquier ser imaginable. Y relaciona esas alteraciones con el calor propio de África.
—¿Qué tiene que ver eso con la acusada?
—Su madre era una esclava negra africana, y de ahí su color mulato. Por eso necesito que me digáis si existen o no los hermafroditas. No judicialmente, que constan varios casos. Sino en cuestión de medicina, con lo que hoy se va sabiendo de anatomía.
—Existen, don Lope, mal que os pese.
—Supongo que os dais cuenta de lo que eso significa.
—Un gran desafío. Los hermafroditas obligan a plantearse dónde está la verdadera diferencia de los sexos.
—Y a partir de ahí la familia, los oficios y todo el orden social, que es lo que a mí me compete —añadió Mendoza.
—Pues ya veis lo que se os viene encima. Es la sociedad quien nos constriñe a ser hombres o mujeres. No la Naturaleza, más pródiga y liberal que nosotros. No es algo contra natura.
—El sexo es un misterio.
—Un abismo insondable. ¿No habéis reparado en las gatas en celo? Cuando están encerradas y no tienen gato a mano, se arriman al macho de la casa, aunque no sea de su mismo orden natural, sino hombre. El sexo supera la barrera de la especie. Tan poderoso es.
Llegó en ese momento Petra para preguntar si podía traer los postres.
Eran unos deliciosos membrillos cocidos con vino y especias. Los probó Salinas, y propuso a Mendoza:
—Están un poco amargos. Quizá se les haya apoderado el sabor del clavo y la nuez moscada. ¿Queréis espolvorearlos con azúcar y canela?
—Eso sería perfecto.
Tocó el médico una campanilla de plata y volvió la criada, a quien ordenó:
—Petra, tráenos por favor azúcar y canela. Y el aguardiente que puse a enfriar.
Así lo hizo ella. Mendoza tomó en su mano el caneco de barro y olió el orujo, mientras preguntaba al doctor:
—¿Es del vuestro?
—Destilado en mi propio alambique —confirmó Salinas—. Este aguardiente os desatascará las piedras del riñón, se os arrimará luego al corazón y os alumbrará el cerebro.
—Buena falta me hace.
—Eso me pareció —rio el médico—. Salgamos a la terraza del mediodía.
Cuando estuvieron sentados al sol se desperezaron un momento, admirando la ciudad al fondo, tendida como un lagarto sobre su piedra. Mendoza se sentía bien allí, abandonado a aquella euforia que le procuraban el alcohol, la amistad y el libre juego de las ideas, encaramadas las unas sobre las otras sin tener que embridar las palabras.
Salinas rompió el silencio para pedirle:
—Y ahora os toca a vos, señor inquisidor. ¿Qué dice al respecto el derecho canónico? ¿Prevén vuecencias el hermafroditismo, incluso de cara al matrimonio?
—Así es.
—¿Les dejáis casarse? ¡Cuánta liberalidad!
—Si un hermafrodita pretende matrimoniar debe ser examinado, determinar el sexo que en él prevalece y hacerlo con otra persona del opuesto. Eso sí, con la renuncia formal a cualquier uso del sexo no prevaleciente. En tal caso, incurriría en delito de sodomía.
—¿Contáis con antecedentes?
—Antonio de Torquemada, en su
Jardín de flores curiosas
, al hablar de los fenómenos de la Naturaleza refiere dos casos de hermafroditismo, uno en Sevilla y otro en Burgos.
—¿Cómo acabaron?
—El de Sevilla fue absuelto. El de Burgos, en la hoguera.
—Eso se llama criterio. ¿Y por qué semejante diferencia?
—Porque, como antes dije, en estos casos el hermafrodita debe elegir uno de los dos sexos, el que le prevalece, y atenerse a él estrictamente, sin hacer uso del otro. Así fue en el caso del sevillano. Pero el burgalés, tras adoptar la condición femenina, seguía recurriendo a su sexo masculino secretamente.
—Yo entiendo que el caso de Céspedes es muy distinto —aseguró Salinas—. Por lo que sé, no se trata sólo de sexo. Creo que la suya es, ante todo, una historia de amor.
—¿De amor? ¿Qué queréis decir?
—Que alguien que ha pasado por lo de Céspedes no se arriesga ni por conveniencia ni por dinero ni por posición social, aunque todo eso haya pesado en su vida anterior. Sólo por amor.
—¿Cómo estáis tan seguro?
—Céspedes ya habría podido zafarse de la inculpación en Ocaña. Si no lo hizo fue para que dejasen libre a su esposa.
Quedó en suspenso Mendoza, con los ojillos un poco idos por el alcohol. Salinas examinó el caneco de aguardiente, lo agitó para comprobar si aún quedaba algo y lo apuró sirviendo otro golpe a su invitado. Luego, le dio una palmada en el hombro, diciéndole:
—Pero ¿a qué le hablo yo de amores a un misántropo como vos?
Suspiró el inquisidor, echó un largo trago y le replicó:
—No todos vamos por ahí asaltando alcobas, como algunos disolutos. He visto muchos casos en mi vida y me precio de saber distinguir a quienes son simples falsarios de los que mantienen sus convicciones. Céspedes ha sido capaz de cumplir como varón en trances tan comprometidos como un campo de batalla o una cama de casada. Y aun de viuda… Por no hablar de su oficio de cirujano, donde ha dejado atrás a los más expertos.
—Pues si como varón cumple, ¿quién se atrevería a negarle esa condición? —alegó Salinas—. Éste no es sólo un caso de hermafroditismo. La duda que plantea es si disponemos del cuerpo que se nos ha otorgado, si somos dueños de nuestro propio destino.
—¿Y dónde quedan los linajes, las honras y los estatutos de limpieza de sangre?
—Hoy en día no se mira sólo hacia atrás, como antaño, sino también hacia delante.
—Bellas palabras, sí señor. Nadie esperaría menos del doctor Salinas. Pero es a mí a quien ha caído encima este nublado. ¿Entendéis por qué ando tan en suspenso?
—«La vida es corta; el arte, largo; la ocasión, súbita; la experiencia, engañosa, y el juicio, difícil».
—No dejó Hipócrates un aforismo mejor.
—Entonces, a lo que me temo —concluyó el doctor—, esto queda enteramente en manos de esa comisión.
—Así es. No resultará nada fácil armar una sentencia bien argumentada jurídicamente. Tampoco podemos pasar por ignorantes.
—Ni ser embaucados por una mujer que, para colmo, es mulata, ha sido esclava, quizá morisca o Dios sabe qué. Y menos aún tras dos procesos y todo ese papeleo.
—Aunque algún doctorcillo suficiente lo ponga en duda, somos la Inquisición de Toledo, no unos palurdos. Remitir el caso a la Suprema supondría reconocer nuestra incompetencia.
C
uando la reo fue llevada ante el tribunal en pleno, para que le fuera leído el fallo, su abogado defensor le susurró al oído:
—La sentencia que tiene el inquisidor en sus manos no llega a la docena de folios.
—¿Es mucho o poco?
—Más bien breve.
—¿Y eso es bueno o malo?
—Depende. Puede ser buena señal o muy mala. Rezad para que en el preámbulo en que se resume y razona el caso no aparezcan palabras como «sodomía», «brujería» o «herejía». Lo más probable es que no salieseis de ésta con vida.
El secretario se puso en pie y se dispuso a leer el veredicto:
—«En la audiencia de la tarde de esta Inquisición, a diez y nueve días del mes de noviembre de mil quinientos ochenta y siete años, estando en consulta los señores inquisidores don Rodrigo de Mendoza y don Lope de Mendoza, y por ordinario el licenciado Andrés Hernández, vicario general de este arzobispado; el licenciado Pardo, alcalde mayor de Toledo, el licenciado Bautista Velázquez, el licenciado Serrano; los canónigos don Pedro de Carvajal, Navarro, Caldera y Juan de Obregón, del Consejo del ilustrísimo cardenal arzobispo; fray Pedro de Bilbao, ministro del convento de la Santísima Trinidad de esta ciudad; fray Juan de Ovando, de la Orden de San Francisco; todos ellos consultores juntos y congregados para determinar causas de este Santo Oficio, examinaron este proceso contra Elena de Céspedes, alias Eleno de Céspedes, y conformes dijeron:
»Nos los inquisidores contra la herética pravedad y apostasía en la ciudad y reino de Toledo, juntamente con el ordinario, visto un proceso criminal que ante nos ha pendido y pende entre partes: de la una el licenciado Sotocameño, promotor fiscal de este Santo Oficio, y de la otra, la reo acusada Elena de Céspedes, natural de la ciudad de Alhama, que hace oficio de cirujano.
»La cual, estando presa en la cárcel de la gobernación de Ocaña por diversos delitos, porque el conocimiento de algunos de ellos pertenecía a este Santo Oficio, mandamos se nos remitiese. Y, siéndonos remitida en hábito de hombre juntamente con el proceso, en la primera audiencia que con ella tuvimos, amonestada bajo juramento para que dijese verdad y descargase enteramente su conciencia, dijo y declaró…».
Céspedes asistió por enésima vez al sucinto relato de su vida, tal como ella había tratado de resumirlo. Mientras lo escuchaba sintió ese vértigo que, según se decía, experimentaban los situados ya al borde del abismo, a punto de ser abrazados por la muerte. Y veían desfilar toda su existencia como en un retablo o procesión de sombras.
Fue así pasando su niñez de esclava en Alhama, el inicuo herraje en la cara a la que la sometieran, su matrimonio con el albañil que la preñó y abandonó, el hijo que ella diera en adopción, la muerte de su madre, su marcha a Granada y el aprendizaje del oficio de sastre.
Luego, aquel fantasmal desfile se aceleraba en su memoria: don Alonso del Castillo, el cañero Ibrahim, el esplendoroso cuerpo de la hermosa Ana de Albánchez, que aún seguía brillando con luz propia a pesar de los años transcurridos y la traición sufrida, pues tanto puede el deseo, iluminando toda una vida y aun dotándola de sentido; el rufián Heredia a quien apuñalara en Jerez y cuyas amenazas la obligaron a vestirse de hombre.
Y, después, el horror de la guerra de las Alpujarras, su marcha a Madrid, el providencial encuentro con el cirujano León, las pruebas de su nuevo sexo con la viuda Isabel Ortiz. Hasta aquella aparición de María de Caño en su vida, cambiándola para siempre.
¿Dónde estaba María? Fue al oír su nombre cuando volvió a prestar atención al resumen de su vida en boca del secretario:
—«Contrajo matrimonio con María del Caño en faz de la Santa Iglesia, por mano del teniente cura de Yepes, sin que ella supiera nunca ni sospechara que se casaba con otra mujer. Porque Elena de Céspedes se le llevó su virginidad. Y así la esposa no podía entender que se casaba sino con hombre, pues la dicha Elena hacía obras de tal».
Se tranquilizó al ver cómo se recogía la exculpación de su mujer, respetando todo el sentido de sus palabras.
Seguían los testimonios de los médicos y las acusaciones formuladas por el fiscal, que hacían temer lo peor al imputarla de tratos con el demonio.
Tras lo cual se especificaba la sentencia propiamente dicha. Céspedes contuvo la respiración en espera de aquel dictamen:
—«Visto todo y consultado con personas de letras y rectas conciencias,
Christi nomine invocato
, fallamos, por lo que del presente proceso resulta, contra la dicha Elena de Céspedes:
»Que si hubiéramos de seguir el rigor del derecho y quisiéramos, la podríamos condenar gravemente. Pero tendremos con ella equidad y misericordia por algunas justas causas que nos mueven.
»Y para que sirva de castigo a ella, y a otros de ejemplo para no cometer semejantes embustes y engaños, mandamos que en pena de sus crímenes:
«Salga al auto de fe en forma de penitente, con coroza e insignias que manifiesten su delito, donde se lea esta sentencia y abjure
de levi
.
»Y otro día se le den cien azotes por las calles públicas de esta ciudad y otros ciento por las de la villa de Ciempozuelos en la forma acostumbrada, donde también se torne a leer esta sentencia en la iglesia parroquial de la dicha villa un día de domingo o fiesta.
»Y esté reclusa por diez años en el hospital que por nos le será señalado, para que sirva sin sueldo en las enfermerías de él.
»Lo cual haga y cumpla o será castigada con todo rigor. Y por esta nuestra sentencia definitiva así lo pronunciamos y mandamos en estos escritos, y por ellos
pro tribunali sedendo
».
El abogado defensor acompañó a Céspedes a su salida de la sala para decirle:
—Estáis de suerte. La abjuración
de levi
es la fórmula de reconciliación por delitos menores, la pena más baja y suave que suele imponer la Inquisición. Cien azotes tampoco son muchos.