Read Esas mujeres rubias Online
Authors: Ana García-Siñeriz
—Toma —me dijo alargándome algo metálico.
Al principio no supe muy bien qué era lo que me daba, pero al abrir la mano en seguida las reconocí: eran las medallas que llevaba mi abuela colgando de una cadena de oro. Seis.
—Me las dio para ti. Para que las tengas...
Cuando éramos niños y pasábamos en su casa temporadas más largas me dejaba jugar con las medallas antes de acostarme. Repasábamos en voz alta los nombres y las fechas que llevaban grabados por detrás. «Alfonso, Alfonsito, María Francisca, Ramón, María de las Mercedes y Joaquín. Mamá es la única que no tiene», le decía examinando los ángeles del anverso, «A Dios gracias», respondía la abuela, besándolas y volviéndoselas a colocar.
—¿Quieres guardarlas tú, mamá? —le pregunté, mirándola a los ojos. Seguían enrojecidos pero el cansancio empezaba a suavizar las facciones y a imponerse al dolor.
—No hija, a mí esa historia de mis hermanos muertos siempre me dio mucho miedo; además, quería que las tuvieras tú. A mí... también me dio algo anoche... —cortó con un gesto de súbita energía—. ¡Anda, ve a tumbarte un rato que todavía nos queda mucho que pasar!
—Al final, no vamos a Mallorca —constató Fernando con fastidio en el coche, en el camino de vuelta hacia Madrid. Nos habíamos quedado más de la cuenta para ayudar a mis padres a cerrar la casa; sobre todo a mi madre, que, inesperadamente, llevaba muy mal la muerte de mi abuela.
Alma iba dormida, sentada en su silla en la parte de atrás.
—Nos queda poca gasolina. Avísame para que no se me pase la siguiente, porque nos quedamos tirados... —dijo calculando los veinte kilómetros que faltaban para llegar a la próxima área de servicio.
Llevábamos veinticinco kilómetros y ni rastro de gasolineras. Casi sin darnos cuenta pasamos una diez kilómetros después.
—¡Te había dicho que me avisaras! —exclamó Fernando, disgustado.
—Perdona, creí que habías dicho veinte —me defendí.
—Sí, pero también había que fijarse después... —rezongó.
Volví a concentrarme en los paneles de la autopista, mirando por mi ventanilla.
—Mi abuela se quedó hablando conmigo por la noche, antes de que saliéramos a cenar —le dije, rompiendo el silencio—. No te conté nada porque entonces no le di importancia... igual no la tiene, pero igual sí.
Nos habíamos quedado un momento en el porche, sentadas a la fresca protegidas por el silencio y la oscuridad. Era la hora a la que regaba las plantas «Ellas lo agradecen ahora, cuando se marcha el sol». No le dije que me había preguntado por él, y por cómo era conmigo; «Un chico muy majo», algo que yo sabía que no significaba más que «Qué hace él contigo» o «Qué haces tú con él».
—¿Y qué fue lo que te contó tu abuela?, ¿predijo su propia muerte? —conjeturó Fernando con algo de guasa—, ¡venga ya!
—No. Lo digo en serio —afirmé mientras metía la mano en el bolso palpando en el fondo de tela—. Algo de la niña. Algo de Alma.
—¿De Alma?
—Sí.
—¿Y qué te dijo?
—Sabes que se le caía la baba con ella, y que no la soltaba de los brazos. Me dijo que la niña era muy rica... pero que... que si ella fuera yo, la llevaría al médico.
—¡Qué bobada!
—¡Espera! —le pedí—. Ella tenía una especie de don y, además —me interrumpí—, tenía experiencia... dijo que está muy pálida. Eso me dijo. Que llevaba ya diez días dándole el aire y que tenía el mismo color que cuando llegó. Y que dormía mucho, «demasiado», recalcó.
—¿Que la niña está muy blanca?, ¿que duerme muy bien?; pero no le des importancia, por favor... y justo el último día...; a tu abuela se le fue la cabeza, antes de irse al otro barrio. Perdona —se disculpó—... se le vino encima todo lo que pasó y... además, a las mujeres mayores les encanta hablar de maldiciones, y misterios, y tu abuela, la pobre, con todo lo que pasó en su vida, era una mujer muy buena pero no es que fuera madame Curie...
—¡Qué tendrá que ver lo académico con la intuición! —protesté—. No se le fue la cabeza. Tú la viste. Estaba en plenas facultades. Pocas veces he visto a alguien con tanta lucidez... Lo dijo porque ella lo creía, y tú sabes que tenía un don; se le acercaban hasta los pájaros... Yo la creo —terminé, vehemente.
—Olvídate del tema. Estáis todos muy sensibles. Es normal, ¡la muerte de los otros nos pone delante de la nuestra! ¡Y también de la de los que más queremos! Evitamos pensar en ello, pero hay veces que no podemos girar la cabeza. —Torció hacia la vía de servicio y entramos en la gasolinera—. Mírala cómo duerme —dijo, señalando con los ojos a Alma—. Esta niña está más sana que yo.
Era el domingo de la tercera semana de agosto. Cuando llegáramos a Madrid estarían cerradas hasta las calles. Saqué el móvil, las llaves, pañuelos, un puñado de monedas que se habían salido del monedero y rebusqué hasta encontrar lo que quería. Se había colado por un agujero del forro del bolso. Sonaban, por tanto, estaban ahí. En un saquito de tela, las medallas de mi abuela. Lo abrí y las saqué. Pesaban y olían a metal gastado pero parecían guardar el calor de su pecho. «Alfonso, Alfonsito...», cantaba mentalmente, así hasta la última, «Joaquín». En cuanto llegara septiembre llevaría a la niña al médico. Fernando no siempre tenía que tener razón.
Seis horas de coche desde que salimos de Santoña, ya impacientes por llegar a casa, a casi ciento sesenta por hora. Tan sólo una parada para llenar el depósito de gasolina nada más salir a la autopista. Alma estaba incómoda, lo manifestaba emitiendo sonidos de protesta. Estábamos muy cerca pero Fernando no quería parar.
—En unos kilómetros hay un área de servicio, saco a la niña y tú te tomas un café o una Coca-Cola... —intenté tentarle.
—Pfff... si estamos a nada. Que aguante un poco y llegamos a casa. Si paramos, entre una cosa y otra, tenemos para otra hora más...
Fernando siguió conduciendo sin desviar la vista de la carretera. Alma arrancó a lloriquear débilmente. Y yo a ponerme nerviosa, dividida entre las necesidades de la niña y el conflicto que sabía que podía generar.
—No tenemos prisa; no nos espera nadie. ¿Por qué no paramos un momento? —insistí algo irritada.
La niña seguía revolviéndose en la silla. Fernando cedió.
—De acuerdo. Cinco minutos en la próxima gasolinera. Compras unas bebidas y nos largamos. Nada de baño, ¿eh?
Al abrir la puerta, una bofetada de calor me golpeó como un puño invisible. Abrí la parte trasera y quité las correas que sujetaban a nuestra hija a su sillita de viaje. A pesar del aire acondicionado, estaba empapada. La cogí en mis brazos; una plumita con la ropa adherida a la piel. Al año y medio, no había llegado a la talla que los pediatras consideraban «normal». «En las estadísticas lo mismo están los niños obesos que los que no comen. Esto es como lo del medio pollo al que tocamos. Unos tienen un filete de solomillo, y otros, salchichas. Las tablas son una falacia», me aseguraba mi padre. La verdad es que no me llegó a preocupar.
Alma estaba más pálida que nunca. Entré con ella a paso ligero, para evitar el pasillo de bochorno entre el aparcamiento y la puerta del bar. Ya en la cafetería me dispuse a acercarme a la barra a pedir las bebidas. Con la niña en brazos, no podría con todo. Sentada a una mesa estaba una familia uniformada en chándal del Atlético de Madrid. Le pregunté a la madre si no le importaba echar un ojo a la niña mientras me servían las bebidas. Ella, encantada de prestarme ese pequeño servicio, accedió. Dejé a Alma con la mujer. La niña, algo gruñona, pero se quedó. Volví volando, cargada con dos botellines de agua y una lata «bien fría» de Coca-Cola para Fernando, que esperaba, me había advertido, con el coche en marcha. Los chicos se peleaban por el diminuto regalo que había dentro de las bolsas de patatas. El padre ponía paz. Alma estaba sentada en las rodillas de la madre.
—Esta niña está muy blanca —me dijo al devolvérmela.
—Ya, es que es muy blanquita —le respondí como haría con un niño que hace una pregunta tonta—. Siempre lo ha sido. Y ahora, está cansada de tanto calor.
—No, no es eso. Yo la veo demasiado blanca. Perdone, ¿eh?, pero esta niña no está bien...
Era cierto que maullaba como un gato pero era porque estaba agotada. Yo también. Me despedí atropelladamente y, con Alma a la cadera como una gitana, olvidándome de las bebidas, salí.
Entramos en Madrid, a las siete y media de la tarde, y no le di opción. Gruñendo y quejándose de mis exageraciones, sin pasar por casa, fuimos directamente a urgencias al hospital de Santa Catalina. Una enfermera nos hizo pasar a Alma, a Fernando y a mí a la sala donde otros padres esperaban, pacientes, a que les llegara el turno. Caras largas y aburridas. A nadie le apetecía estar ahí.
—Todos, todos los que estamos aquí venimos por lo mismo. Hace un calor que tumba. Nos van a decir que la niña tiene que beber para no deshidratarse y nos van a mandar a casa. Y encima, tú te dejas el agua dentro del bar... —me reprochó—, a veces, eres tan...
Le miré y se calló. Tenía el bolso a mi lado y, cada vez que lo movía, las medallas de Anselma tintineaban como un recordatorio. Notaba que algo fallaba. Esta vez lo sabía. Y no quería tener razón.
Pasé la mano por encima de la cabeza de Alma y acaricié su pelo, tan distinto al nuestro, tan fino y hermoso como el de mi abuela. Esperamos a que nos llegara el turno sin hablarnos. Ojalá aquello no fuera más que eso, un golpe de calor.
Cuando se fueron con Alma, Fernando aprovechó para ir un momento a casa, «A descargar el coche». «¿Y esta manita?», preguntó la doctora. «Es de nacimiento», le expliqué tal y como me había acostumbrado a contestar. Se la llevó jugando con sus otros cuatro deditos, haciéndole carantoñas para que aceptara separarse de mí. «Ahora mismo te la traigo; vamos a examinarla un momento, y en seguida ya puedes pasar.»
Una vez dentro, a solas con ellos, otro médico me preguntó si en mi familia había habido más casos «como el suyo». No supe qué responder. Les dije que mi madre era también «muy rubia y muy blanca». Me dio la impresión de que no era a eso a lo que se referían, «¿Lo de la mano?, es de nacimiento», repetí, como si eso lo justificara todo. Para mí entonces así era, pero no sabía por qué empezaba a cobrar otro significado la ausencia del pulgar. No veía el momento de que volviera Fernando, ¿qué demonios estaría haciendo para tardar tanto? Con la falta que me hacía... Él lo habría explicado todo mucho mejor.
Después de ese pequeño interrogatorio me pidieron que volviera a la sala de espera. Eran casi las nueve pero seguía abarrotada. Iba a tener razón Fernando, los efectos aplastantes del calor. Me desplomé en una de las sillas de plástico que bordeaban la pared. Un niño pequeño con un pijama de superhéroe jugaba en el centro. Todos los ojos le seguían. Poca animación. La madre le hizo un gesto desde su silla para que diera la vuelta al cubo y pudiera encajarlo en el otro. El niño lo levantó irritado. Las miradas se desviaron buscando algo más relajante. En ese momento entró Fernando. Se sentó a mi lado, fresco y con una camisa limpia.
—¿Por qué has tardado tanto? —pregunté en voz baja.
—¡Pero si me he dado prisa! —respondió—, he dejado las maletas, me he dado una ducha a toda velocidad y he venido corriendo... —contestó mirando al niño del pijama.
—¿Te has duchado? —pregunté incrédula.
Fernando procuró que bajara el tono, todos podían escucharnos. Me miró con cara de incomprendido y yo, culpable, me callé.
Nos tocó quedarnos los últimos. Se fueron marchando todos, desde el niño del pijama de Superman a todos los que habían llegado después. Sólo quedábamos nosotros. No quería ponerme más nerviosa, pero cada vez estaba más segura de que algo no iba bien.
—Cuatro gramos de hemoglobina por litro de sangre. Lo normal son, como mínimo, doce —nos anunció el médico de guardia.
Fernando se rindió. «¿Cómo íbamos a darnos cuenta de algo así?», se justificó, confundido.
Estábamos en una pequeña habitación separada por una mampara de tela con un lavabo y una camilla en el centro por todo mobiliario.
Fernando tenía a la niña abrazada y la besaba con ternura... Por primera vez desde que le conocía le vi a punto de llorar.
Nos pidieron autorización para hacerle una transfusión de sangre urgente. Nos propusieron pasar por casa para recoger nuestras cosas por si uno de los dos quería quedarse por la noche con ella. No tuve ninguna duda. Ni se lo pregunté. Me quedaría yo.
Al entrar en casa se me hizo raro el olor a cerrado y el eco de nuestras voces. Abrí las ventanas para intentar refrescar el aire pero no entraba más que calor. Las maletas estaban tiradas de cualquier manera en el descansillo. La ropa de Fernando, al pie de la ducha. La cocina, con rastros de migas y cortezas de queso. Se había preparado un bocadillo antes de irse al hospital.
Volví al salón y marqué el número de mi padre a sabiendas de que iban a asustarse.
—Diamond-Blackfan, anemia de Diamond-Blackfan. ¿Tú habías oído hablar alguna vez de esta enfermedad? —Mi padre se quedó en silencio al otro lado del teléfono—. Es lo que dicen que puede tener Alma, pero no saben. Mañana la verán los especialistas y sabremos algo más.
Mi padre se mostró precavido, «Es pronto para sacar conclusiones. Dejadles, que ellos sabrán lo que hacen —argumentaba frente a mis quejas de falta de información—. No hace falta que preguntéis —insistía—, cuando lo sepan, ya se explicarán».
Antes de preparar mis cosas para pasar la noche, fui hasta la librería del salón. Saqué el primero de los dos tomos de la enciclopedia médica que habíamos comprado entre risas a poco de casarnos, «Por si nos salen forúnculos, o pústulas, o hemorroides, o todo a la vez», había bromeado Fernando con cara de horror ante las fotos de las enfermedades de la piel. Busqué «Diamond-Blackfan» pero nada. La D terminaba con «Deshidratación».
Fernando estaba sentado en su despacho, con la agenda de teléfonos abierta delante de él. Hablaba con alguno de sus conocidos, al que repetía el nombre de aquellos dos médicos. Tan sonoro. Tan aterrador. A continuación hizo una pequeña pausa y anotó con su estilográfica una dirección que repitió en voz alta. «Bruselas», terminó.
Me hizo seña de que ya no cenáramos. Era tardísimo y teníamos el estómago revuelto de tanto café y ansiedad. Entonces fui yo la que tomó una ducha frente a la mirada recriminatoria de Fernando. Recogí la ropa de ambos y me preparé para salir.
—¿Vas, entonces? —me preguntó doblando la hoja donde había escrito.
—Claro. Al hospital...
—Pero si no sabemos ni si hay otra cama —contestó.
—No importa. Aquí no puedo quedarme sin hacer nada.
—Allí sí que no vas a hacer nada. Estará frita, y a ver dónde vas a dormir tú. Aquí descansarías y mañana a primera hora, en cuanto se despierte, te vas para allá... —insistió, persiguiéndome mientras yo recogía mis cosas y, de pasada por la habitación de Alma, me llevaba un conejo de trapo nuevo con el que le gustaba dormir.
—No, no, ¿y si me busca?, no entiende lo que le está pasando... es tan pequeña... me voy —dije colgándome el bolso—. Mañana te llamo y me cuentas qué es lo que te han dicho.
—Está bien. Dale un beso de mi parte —me pidió, incapaz de hacerme cambiar de opinión—. Llámame en cuanto te despiertes.
Pasaba de la una de la madrugada cuando salí de casa. La gente andaba por la calle, feliz, de vuelta del restaurante o de una última copa con la que combatir el insomnio que dejaba el calor. Oí voces altas, risas, mientras trataba de parar un taxi que me llevara hasta el hospital.
Cuando llegué, Alma dormía en una cuna muy alta de barrotes, con una vía en la muñeca sujeta con un cajetín de plástico envuelto en esparadrapo. Rocé el artilugio con mi dedo y me produjo dolor.
Me senté en una butaca. Se quejaba cada vez que quería darse la vuelta. Me levantaba a mirarla, le desenredaba el tubo de plástico, pero más no se podía hacer. Las piernas se me dormían por la mala postura y el aire acondicionado era imposible de regular. Me estaba quedando helada; sólo la cama de Alma tenía manta y, en pleno verano, no se me había ocurrido traerme una chaqueta o un chal. Lo único que me consolaba era escuchar el silbido de su respiración regular.
En ese preciso instante echaba de menos a Fernando. ¿Pensaría en mí en nuestra cama igual que lo hacía yo?, ¿daría vueltas, preocupado, con el estómago inquieto y el sueño esquivo, con Diamond, Blackfan, Diamond, Blackfan repiqueteando en su cabeza? Lo imaginé dormido igual que nuestra hija. Intenté acomodarme en la butaca y vi una pequeña sombra en el resquicio que dejaba la puerta. Una línea de color negro. Una cucaracha se deslizó por debajo y cruzó toda la habitación. Me sacudió un escalofrío tan seco como el chorro de aire que me había helado la carne. No pude moverme ni siquiera para matarla. La seguí hasta que se perdió debajo del zócalo. Impotente. Como una señal.
Escuché voces en el pasillo. Eran las enfermeras que llegaban para el turno de mañana. No había dormido ni un segundo, pero me levanté.