—Nos han visto —dijo Jack.
Tenía ahora al oficial de guardia de la fragata en el objetivo del telescopio y el oficial le miraba a él por su telescopio.
Entonces surgió la duda de si debían tirar a Raikes por la borda o no. Parecía más conveniente tirarle, pues daba mala suerte tener un cadáver a bordo y tal vez la
Java
ajustaría el velacho para tomar el viento y se alejaría. Además, se había hinchado mucho y, aunque ninguno decía nada, alguien se había comido un pedazo del muslo izquierdo, seguramente porque los calamares no habían bastado para mitigar la espantosa hambre que tenían. Pero sus compañeros de
La Flèche
dijeron que no, que ya que le habían dejado en el cúter hasta entonces debería bendecirlo un pastor. Había que sepultarle como era debido, con un coy y dos balas de cañón, y después de bendecirle.
—Está bien —dijo Jack—, pero cúbranle para que tenga un aspecto digno. Ya ti, doctor, quisiera pedirte que te pusieras la bata.
Cuando recorrían las últimas mil yardas y ya podían ver a los hombres que les miraban desde el costado de la
Java
, se sintieron avergonzados de repente y enseguida se colocaron en parejas y se trenzaron el pelo unos a otros y los oficiales se pusieron cuanta ropa poseían y se arreglaron la barba con los dedos.
Más cerca, cada vez más cerca. Y por fin se oyó el grito:
—¿Quiénes son ustedes?
Entonces la tensión desapareció y Jack sintió tanta alegría que pensó en dar una respuesta graciosa como «La reina de mayo»
[12]
, o «Los defensores de la cristiandad», pero le pareció que no sería apropiado, sobre todo porque llevaban un cadáver a bordo, así que gritó:
—¡Náufragos!
Y enseguida soltó las escotas y abordó el cúter con la
Java.
Esta vez no bajaron grumetes por el costado ni el contramaestre anunció la llegada del capitán Aubrey, pero el oficial de guardia, al ver en qué condiciones se encontraba la tripulación del cúter, mandó descender hasta él a dos hombres corpulentos con gruesos cabos. Uno de ellos, dirigiéndose a Jack, dijo:
—¿Puedes subir por el costado, compañero?
—Creo que sí, gracias —respondió Jack, saltando hasta los tojinos.
Cuando estaba erguido, la cabeza le daba vueltas, pero tenía amor propio y quería subir a bordo correctamente a toda costa. Por suerte, la
Java
tenía recogimiento de costados, es decir, desde la línea de flotación los costados se inclinaban hacia dentro, y con un poco de impulso y la ayuda del balanceo provocado por las olas, llegó al abarrotado alcázar. Se enderezó, aunque, como reacción al esfuerzo, las piernas le temblaban, y se llevó la mano al sombrero sin mirar a ningún hombre en particular sino de un lado a otro del vasto alcázar. Luego miró hacia el oficial que se acercaba y dijo:
—Buenos días, señor. Soy el capitán Aubrey, capitán del
Leopard
hasta hace poco, y le agradecería que se lo comunicara a su capitán.
En el rostro del joven se reflejó una mezcla de sorpresa e incredulidad, pero antes de que pudiera hablar, un hombre bajo y rechoncho se separó del grupo de figuras que estaba detrás de él y dijo:
—¿Aubrey? ¡Sí, es cierto! ¡Oh, Dios mío! ¡No le había reconocido! Pero usted se había perdido desde hacía mucho tiempo. ¿Cómo ha llegado aquí?
Entonces se volvió hacia un hombre alto vestido de blanco que estaba justo detrás de él y dijo:
—Su Excelencia, permítame presentarle al capitán Aubrey, de la Armada real. Aubrey, éste es el general Hislop, gobernador de Bombay.
A Jack le daba vueltas la cabeza, pero consiguió hacer una inclinación en señal de respeto, decir la frase «Servidor de usted, señor» y sonreír cuando el gobernador le dijo que conocía a su padre y que estaba muy contento de tener la oportunidad de conocerle a él. Después, sin poder recordar el nombre del hombre que tenía delante, aunque su cara le era familiar, dijo:
—Capitán, quisiera que mis hombres recibieran ayuda. Están en muy malas condiciones. Y mi cirujano necesita un guindaste. Además, tenemos un cadáver en el cúter. Dígame, por favor, ¿tiene alguna noticia de los botes de
La Flèche
?
El capitán Lambert, pues ese era su apellido, no tenía ninguna noticia, por desgracia. Y después de dar algunas órdenes, invitó a Jack a bajar con él.
—Vamos, apóyese en mi brazo. Una copa de coñac…
—Quisiera esperar hasta que mis hombres suban a bordo.
Hubiera dado cualquier cosa por sentarse en la base de la carronada que estaba justo a su lado, pero permaneció allí de pie hasta que los tripulantes del
Leopard
y de
La Flèche
llegaron a la cubierta. Entonces presentó a sus oficiales y al mismo tiempo notó que los tripulantes de la
Java
subían torpemente el cúter. Por fin bajó a la cabina, y cuando el capitán Lambert ordenaba «una copa de brandy y bizcochos de fruta, pero de los pequeños», tuvo que ir al jardín
[13]
. Se abrió paso hasta allí casi sin ver y al llegar se dejó caer. «Por poco la caída destruye mi dignidad», pensó mientras estaba allí muy tranquilo, cómodamente reclinado (no había espacio suficiente para que se pudiera tumbar porque era muy alto). Y mucho después pensó: «¿Por qué pediría bizcochos de fruta? Se llama Harry Lambert. Estaba al mando de la
Active
en 1802. Capturó al
Scipion
. Está casado con la hermana de Maitland. Bizcochos de fruta… ¡Claro, dentro de uno o dos días será Navidad!».
Así era, y a pesar del ardiente sol, de la cocina de la
Java
salieron grandes cantidades de pudín y bizcochos, suficientes para más de cuatrocientos hombres con buen apetito y doce con un apetito voraz que casi no parecía humano. La fragata era una embarcación excelente. Era estanca, rápida, navegaba bien de bolina y tenía mucho espacio entre las cubiertas. Se habría podido calificar de espaciosa, según el criterio aplicado en la Armada, si sólo hubiera llevado la tripulación que requería una fragata de treinta y ocho cañones, pero llevaba a bordo al gobernador de Bombay —adonde se dirigía ahora— con su numeroso séquito y, por si eso fuera poco, a marineros reclutados a la fuerza que estaban destinados al
Cornwallis
, el
Chameleon
y el
Icarus
, así que en el espacio donde trescientos hombres hubieran podido moverse, comer y respirar sin dificultad, había cuatrocientos que hacían todo eso con dificultad (los días en que se aplicaban los castigos apenas había espacio para mover el látigo). Además, ahora debían alojarse en ella otros doce hombres y eso iba a ser difícil, pero difícil por causa del espacio, no de la comida, ya que
la. Java
tenía gran cantidad de provisiones. En sus bodegas había muchísimos corderos, cerdos y aves, además de las provisiones corrientes, y aunque el capitán, como era sabido por todos, era pobre, sus oficiales eran bastante ricos, y el oficial que administraba las provisiones mandó hacer una matanza de gansos, patos y cochinillos.
Pero, a pesar de que la Navidad estaba próxima y se sentían los buenos olores que acompañan a esa festividad, en la fragata no había espíritu navideño. Desde el primer momento, a Stephen le pareció que aquel era el más triste de todos los barcos en que había navegado. Sus tripulantes eran amables, extremadamente amables, y tuvieron la generosidad de darles ropa a sus huéspedes. El teniente más alto le dio ropa al capitán Aubrey y el capitán Lambert los esplendorosos galones que correspondían a su rango. El cirujano de la
Java
le dio su mejor chaqueta y sus mejores calzones a Stephen y éste, además, encontró gran cantidad de ropa interior en su cabina. Pero no había alegría en el barco. Y cuando Stephen, después de dormir plácidamente durante toda la noche, afeitarse, examinar los peores casos de insolación en la enfermería y dar una vuelta por la cubierta, conoció a los oficiales en el desayuno, le parecieron muy extraños porque no sonreían ni hacían juegos de palabras ni decían ocurrencias, como solían hacer los marinos, ni conocidos chistes ni máximas ni refranes, nada de aquello a lo que estaba acostumbrado y que ahora, curiosamente, echaba tanto de menos. Eso no se debía a que hablaran poco, pues realmente conversaban mucho, pero siempre lo hacían con tono malhumorado, indignado, declamatorio o apesadumbrado, y siempre sobre cuestiones relacionadas con su profesión. A Stephen le parecía que había cambiado el aburrimiento de
La Flèche
por un aburrimiento aún mayor, pues aquí también el tema principal de la conversación era la Armada de Estados Unidos y aquí había el doble de oficiales que allí.
«¡Ah, desearía que hubiera mujeres a bordo para que les hicieran olvidarse de las malditas jaretas y los condenados genoles y les inyectaran un poco de civilización, aunque eso les indujera a hacer cosas indebidas, aunque hubiera el riesgo de que tuvieran un comportamiento inmoral!», pensó.
Fue el primero de los tripulantes del
Leopard
enllegar. Le brindaron café, té, chuletas de cordero, beicon, huevos, arenques ahumados, pastel de carne, jamón, mantequilla, tostadas y mermelada y procuraron que estuviera cómodo, pero pocos hablaron con él. Estaba demacrado por haber pasado por aquella difícil situación y muchos pensaban que era sordo. Además, el cirujano les había dicho que no debía excitarse porque su lividez parecía estar asociada a una afección del corazón.
Pero el oficial de derrota le preguntó qué le parecía la fragata
President
y él respondió.
—No sé, pero el presidente es débil y fácil de atacar por todos lados.
—¿Ah, sí? —gritó el oficial de derrota, llamando la atención de varios oficiales.
—Es un hebraísta bastante bueno, tiene finos modales y una hermosa esposa y está lleno de virtudes, pero tiene una desmesurada ambición de poder y demasiado apego al cargo.
—Sí, pero, ¿qué opina usted de la fragata
President
, señor?
—No tengo suficientes elementos de juicio para dar mi opinión sobre ella.
El oficial de derrota se volvió hacia el hombre que estaba a su lado, quien hablaba de los baos que utilizaban en Estados Unidos, y como Babbington y Byron no habían llegado todavía, Stephen decidió huir de la Armada norteamericana. Se comió el desayuno en unos cuantos bocados, a pesar de que su colega le había recomendado que masticara cada bocado cuarenta veces, cogió dos pellizcos de rapé para reanimarse, regresó a la cubierta y preguntó por el capitán Aubrey. Le dijeron que el capitán Aubrey estaba durmiendo todavía, pero se lo dijeron con delicadeza, en voz muy baja, aunque había mucho jaleo en la fragata.
Stephen paseó un rato más bajo el brillante sol de la mañana con una sensación de bienestar porque al menos tenía puesta ropa interior, y ropa interior limpia. Los otros hombres que estaban en el alcázar le miraban con curiosidad, aunque discretamente, y él miraba a los marineros trabajar. A pesar de que sus ojos no podían distinguir las cosas como los de un marino profesional, le pareció que eran torpes. Además, notó que se daban más órdenes de lo normal y se empujaba a los marineros a sus puestos más de lo normal. Sus pensamientos fueron interrumpidos por Forshaw, un Forshaw muy cambiado y con aspecto extraño, no sólo por la ropa que llevaba, que era demasiado grande para él, sino porque no sonreía y parecía que había estado llorando. Le dijo a Stephen en voz baja que el capitán deseaba hablar con él cuando tuviera tiempo.
«Espero que ese muchacho no haya recibido malas noticias», se dijo Stephen mientras se dirigía a la cabina. «Tal vez había aquí alguna carta que le anunciaba la muerte de un familiar. Después de lo que él ha pasado, una mala noticia podría tener un efecto muy perjudicial. Le daré la mitad de una píldora azul.
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Pero la pena no estaba reflejaba solamente en el rostro de Forshaw, también lo estaba en el de Jack, y parecía aún más profunda, parecía la infelicidad absoluta. El capitán Lambert, que ya se había apretado anteriormente para hacer sitio, le había dado la cabina de trabajo del oficial de derrota al huésped recién llegado, y Jack estaba allí, sentado junto a una taquilla en la que había una cafetera, entre un cañón de dieciocho libras y la mesa sobre la cual estaba la carta marina. Le dio los buenos días a Stephen y en su rostro apareció una tímida sonrisa. Luego le preguntó cómo se encontraba y le invitó a tomar café.
—Primero enséñame la lengua y déjame que te tome el pulso —dijo Stephen.
Y unos momentos después preguntó:
—¿Has tenido malas noticias, amigo mío?
—¡Por supuesto que sí! —respondió Jack con vehemencia—. ¿No te has enterado?
—No.
—Te lo contaré en pocas palabras porque no merece la pena mencionar los detalles —dijo Jack, dejando a un lado la taza intacta—. Tom Dacres, que iba al mando de la
Guerrière
, una fragata de treinta y ocho cañones, se encontró con la fragata norteamericana
Constitution
, de cuarenta y cuatro cañones y entabló un combate con ella, naturalmente, y fue vencido. Al navío le derribaron los mástiles y fue apresado y finalmente quemado. Luego la corbeta norteamericana
Wasp
, de dieciocho cañones, atacó nuestro bergantín
Frolic
, casi con el mismo número de cañones, y también lo capturó. Además, la fragata
United States
, de cuarenta y cuatro cañones, y nuestra fragata
Macedonian
, de treinta y ocho cañones, lucharon en las inmediaciones de las islas Azores y la
Macedonian
se rindió a los norteamericanos. Dos fragatas y un bergantín nuestros se han rendido a los norteamericanos, mientras que ninguno de sus barcos se nos ha rendido a nosotros.
Esa noche Stephen escribió en su diario:
Nunca he visto a Jack tan apenado. Si hubiera recibido la noticia de la muerte de Sophie, habría sentido una pena mucho más profunda, sin duda, pero ese sería un asunto personal. En cambio, ahora está apenado por un asunto que no es personal salvo por el hecho de que él está completamente identificado con la Armada real y la Armada real es su vida. Es bastante sorprendente que haya una serie de derrotas y ausencia de victorias en los primeros meses de una guerra, sobre todo porque la fragata es el tipo de embarcación más adecuado para un combate, pero eso no tiene mucha importancia. La guerra con Estados Unidos, y a fortiori las derrotas que apenas afectan a la poderosa Armada británica, son irrelevantes. Además, las derrotas tienen una sencilla explicación (y no dudo que el ministerio le estará dando esa explicación en estos momentos a un público asombrado e indignado). Los norteamericanos han mandado a combatir fragatas más grandes y con cañones más potentes que las nuestras; su tripulación está compuesta por voluntarios, según tengo entendido, y no por hombres reclutados a la fuerza, entregados por los condados y sacados de las prisiones. Pero esto no servirá de consuelo a los marinos británicos. Puede aceptarse que el Ejército británico sea derrotado una y otra vez, pero la Armada siempre tiene que vencer. Ha vencido siempre durante los últimos veinte años y no ha sufrido derrotas importantes desde la guerra con Holanda. La Armada ha vencido siempre y debe vencer siempre, dignamente, sean cuales sean las posibilidades de ganar. Recuerdo al infortunado almirante Calder, quien, al mando de quince barcos de línea, entabló un combate con monsieur de Villeneuve, que estaba al mando de veinte, y fue humillado por haber capturado sólo dos. Veinte años de triunfos y algunas virtudes inherentes deben compensar el uso de cañones más potentes y barcos más grandes y la presencia de un mayor número de hombres. Y aunque hasta ahora sólo he considerado la Armada como un organismo en el cual trabajo, aunque no me parece que el cielo se ha hundido ni que los cimientos del mundo se han resquebrajado, debo confesar que no he permanecido impasible. No siento rencor hacia los norteamericanos, salvo porque sus acciones pueden ayudar a Bonaparte hasta cierto punto, y sin embargo, se llenaría de gozo mi corazón (así le llamo yo a la parte no pensante de mi ser, que a veces tiene una gran extensión), sí, se llenaría de gozo mi corazón si consiguiéramos alguna victoria compensatoria.