Episodios de una guerra (11 page)

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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Histórico

BOOK: Episodios de una guerra
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—Decía que éstos son días dorados, doctor —dijo el oficial de derrota en voz más alta, sonriéndole.

—Sí que lo son —dijo Stephen, saliendo de un sueño donde estaba con Diana Villiers, y se dio la vuelta—. Esta luz la habría pintado Claude si hubiera navegado por el mar alguna vez. Pero seguramente habla usted en sentido figurado, refiriéndose a que los vientos son favorables, el mar está en calma y el barco avanza con rapidez.

—Sí. No he tocado ni una escota ni una braza desde la guardia de media y los marineros han trabajado muy poco, a excepción de los serviolas y el timonel. Nunca había navegado tan rápido. El barco recorre por lo menos doscientas millas desde un mediodía al mediodía del día siguiente. Días dorados… Pero para él probablemente hoy sea un día espantoso.

Las últimas palabras las dijo señalando con la cabeza a Forshaw, que se acercaba a la escotilla de proa lentamente, caminando de forma muy extraña y con la barbilla temblorosa, mientras sus compañeros le susurraban que resistiera y no dejara que los c… cadetes de
La Flèche
le vieran así, ya que había un grupo en el pasamano de babor sonriendo burlonamente.

—Siempre encontramos en las desgracias de los demás aspectos que no nos desagradan —dijo Stephen—. Mire la sonrisa maliciosa que tienen esos irrespetuosos guardiamarinas. ¡Pobre muchacho! Le pondré una cataplasma de linaza molida y le daré un analgésico.

Hizo una pausa y luego continuó:

—Sí, éstos son días dorados, como bien dice usted, oficial de derrota. Y ahora que lo pienso, no recuerdo haber pasado días tan agradables en la mar. Si no fuera por la salud de los marsupiales, me gustaría que nada cambiara.

—¿Echan de menos el bosque, señor?

—Echan de menos la suciedad, es decir, la suciedad que ellos mismos crean. Limpian la cabina donde están encerrados dos veces al día y tengo razones para creer que también de noche en algunas ocasiones. Sé que un barco de guerra no es un lugar adecuado para una manada de uombats y que en él no se tolera la suciedad, pero lamento que sea así y me sentiré aliviado cuando lleguemos a El Cabo. En Simonstown tengo un gran amigo que mantiene a varios cerdos hormigueros, por decirlo así, en cautividad, y voy a confiarle los marsupiales. Pero no es mi intención criticar
La Flèche
, que me parece una embarcación muy…

Iba a decir «confortable», pero al ver en la estrecha cubierta a más de cien tripulantes que transportaban gran cantidad de toneles vacíos, dijo «bien gobernada».

—No tardaremos mucho, doctor. Puedo asegurarle que el viento no amainará, aunque en el oeste se vea esa mancha rojiza… ¡Incluso la cubierta está roja ahora…! Si mis cálculos no fallan, mañana avistaremos tierra.

* * *

Los cálculos del oficial de derrota eran exactos. Divisaron la costa sin dificultad y al amanecer del siguiente día, cuando cambiaba la marea,
La Flèche
entraba en False Bay con las gavias desplegadas para dirigirse al fondeadero tan bien conocido. Ahora avanzaban en silencio, después de haber navegado durante semanas escuchando el silbido del viento en la jarcia y el murmullo del agua en los costados del navío. Silencio… La costa estaba cada vez más cerca… Tanto silencio que les parecía estar en un sueño… Y el silencio se quebró por fin con la salva de
La Flèche
. Luego siguieron la estruendosa respuesta y el ruido del ancla al caer al agua.

Desde ese momento se acabó la paz. A un barco encargado de llevar despachos se le exigía ir a su destino y volver mucho más rápido que a los demás barcos de guerra, por ese motivo los tripulantes de
La Flèche
se pusieron a cargar el agua como si su vida dependiera de que zarparan cuando cambiara de nuevo la marea y enseguida llegaron a bordo la madera, las provisiones y los pertrechos… y algunos de éstos salieron de él secretamente. Una y otra vez Stephen oyó la frase «No hay ni un minuto que perder» y una y otra vez, con enorme cansancio, recorrió el camino polvoriento que iba a Ciudad de El Cabo en un coche desvencijado donde llevaba un grupo de inquietos marsupiales rodeados por una red, hasta que por fin encontró un lugar adecuado donde dejarlos, ya que su amigo Van der Poel se había mudado, con cerdos hormigueros y todo. Estuvo tan ocupado en tierra que se enteró de que Estados Unidos había declarado la guerra poco después que
La Flèche
zarpara, mientras cenaba con el capitán.

En
La Flèche
la noticia despertó muy variados sentimientos. Algunos oficiales, aún resentidos por la derrota en la Guerra de Independencia norteamericana, sentían alegría; otros, que tenían amigos norteamericanos o creían que lo ocurrido era consecuencia de la torpeza de los
Tories
y el Ejército y consideraban el deseo de independencia algo natural, sentían pena; otros, que pensaban que había que dejarle la política a los políticos y que luchar contra los norteamericanos, lo mismo que luchar contra Bonaparte y sus aliados, formaba parte de su profesión, tenían esperanzas de conseguir botines. La época de los magníficos galeones españoles había pasado y era muy difícil encontrar presas francesas porque eran escasas, pero los mercantes norteamericanos, que habían empezado a desempeñar un importante papel en el comercio internacional, se podían encontrar en cualquier lugar. Bonden le dijo a Stephen que, en general, los marineros no estaban contentos. Aunque algunos eran marineros de barcos de guerra, la mayoría de ellos procedían de mercantes o habían sido reclutados por la fuerza en tierra. Además, muchos habían navegado en embarcaciones norteamericanas y todos habían tenido compañeros de tripulación norteamericanos. Les gustaba conseguir botines, pero no les parecía muy lógico luchar contra los norteamericanos, pues, como sabían por la media docena que había a bordo, eran prácticamente iguales que los ingleses —no se daban aires— y eso era lo mejor que se podía decir de alguien. Luchar contra los franceses era diferente, les parecía lógico porque eran extranjeros. Pero la tripulación en general pensaba que esa nueva guerra no tenía gran importancia, que si bien podía ser ventajosa, no era una contienda relevante si se comparaba con la guerra contra Francia. En El Cabo aún no se conocían los detalles, pero todos sabían que los norteamericanos no tenían ni un solo barco de línea, mientras que más de cien de los que tenía la Armada inglesa se encontraban navegando en esos momentos y había otros muchos de reserva o en construcción.

El resultado de la guerra, al menos el de la contienda en la mar, se conocía de antemano, pues durante los últimos veinte años los barcos de la Armada inglesa habían vencido a todas las escuadras que habían luchado contra ellos y habían capturado, quemado o hundido los navíos enemigos, en masa o aisladamente, donde quiera que se encontraban. Sin embargo, el capitán Yorke no estaba seguro de cuál sería el resultado en tierra y tenía un mal presentimiento. Si los norteamericanos habían vencido al Ejército británico en 1781 podrían volver a hacerlo, sobre todo porque los mejores regimientos estaban luchando en la península Ibérica. Además, no se podía esperar que los franceses de Quebec ayudaran mucho a los ingleses. Lo que él temía era que cruzaran de improviso la frontera y tomaran la base naval de Halifax por detrás… Eso sería muy perjudicial. No obstante, estaba satisfecho de su poderío naval. Tenían una base naval en las Antillas, otra en las islas Bermudas y, por supuesto, otras en Inglaterra… Jack y él empezaron a estudiar cuál sería la composición de una escuadra capaz de impedir el movimiento de la Armada norteamericana o incluso destruirla en un combate entablado con una gran flota, en el caso de que hubieran perdido Halifax.

Por motivos profesionales, los dos siempre se habían interesado mucho por las armadas de otras potencias, incluso de potencias nuevas como Estados Unidos, por eso cuando Stephen preguntó qué navíos formaban la Armada norteamericana, pudieron responderle de inmediato.

—Aparte de las corbetas y los bergantines, tienen ocho fragatas solamente —respondió Yorke—. Ocho nada más. Es una tremenda locura declararle la guerra a una potencia que posee, entre otros, seiscientos barcos que están navegando actualmente, cuando uno sólo tiene ocho fragatas, al menos si uno tiene el propósito de conseguir algo en la mar. Pero, naturalmente, su objetivo es Canadá. No tienen el propósito de conseguir nada en la mar excepto capturar unas cuantas presas antes de que apresemos sus barcos o les hagamos un bloqueo en la bahía de Chesapeake.

—Ocho fragatas —dijo Jack—. Dos de ellas son embarcaciones que ya no se clasifican como fragatas hoy en día: una de treinta y dos cañones y otra de veintiocho cañones llamada
Adams
. Tres tienen treinta y dos cañones de dieciocho libras y se parecen mucho a las nuestras, aunque tal vez sean un poco más amplias. Se llaman
Constellation, Congress
y
Chesapeake
. Otras tres,
President, Constitution
y
United States
, son más potentes que cualquiera de las nuestras. Tienen cuarenta y cuatro cañones de veinticuatro libras. Probablemente a
Acasta
la destinarán a nuestra base naval en Estados Unidos para enfrentarse a ellas, junto con
Endymion
e
Indefatigable
. Seguro que me gustará porque habrá muchos tiros detrás de Halifax.

—Cuando dices que son más potentes que cualquiera de las nuestras, ¿te refieres a sus cualidades para navegar o a su artillería?

—Me refiero a los cañones. Tienen cañones de veinticuatro libras, mientras que los nuestros son de dieciocho, es decir, que sus cañones disparan balas de veinticuatro libras y los nuestros balas de dieciocho. Sus balas pesan seis libras más, ¿comprendes? —dijo Jack amablemente—. Pero, por supuesto, una cosa lleva la otra. Las fragatas norteamericanas de cuarenta y cuatro cañones tienen un arqueo de unas mil quinientas toneladas, mientras que nuestras fragatas de treinta y ocho cañones sólo tienen poco más de mil. Si no me equivoco,
Acasta
tiene un arqueo de mil ciento sesenta toneladas y lleva cuarenta cañones de dieciocho libras.

—¿No sería posible que la superioridad en esos aspectos le diera una gran ventaja al enemigo? Si sus barcos se abalanzaran sobre los nuestros frontalmente, ¿no sería posible que nos vencieran por tener mayor peso en general, como les ocurrió a los turcos en Lepanto?

—Mi querido doctor —dijo Yorke—, esa es una táctica antigua. En la guerra moderna se usan métodos científicos y el peso
no
es importante. Naturalmente, si la estructura es más pesada, se pueden tener cañones más pesados y los artilleros estarán más protegidos, aunque sólo contra los disparos a largo alcance. En un combate de penol a penol, eso no importa mucho: una bala de dieciocho libras puede hacer tanto daño como una de veinticuatro si los cañones están bien apuntados y son bien manejados. Cuando yo era tercero de a bordo de la
Sybille
, que tenía treinta y ocho cañones, atacamos
La Forte
, de cuarenta y cuatro cañones, y al apresarla vimos que habíamos causado la muerte o heridas a ciento veinticinco tripulantes, mientras que ellos sólo habían matado a cinco de los nuestros. Además, derribamos todos sus mástiles y, en cambio, no perdimos ninguno. Eso fue en 1799.

—Y en el año de la batalla de Trafalgar —dijo Jack—, Tom Baker… ¿Te acuerdas de Tom Baker, Stephen, aquel pelirrojo tan feo que tenía una hermosa esposa que le adoraba? Tom Baker, en el
Phoenix
, un navío de treinta y seis cañones y uno de los más pequeños de esa clase, apresó la
Didon
, que tenía cuarenta cañones, en una sangrienta batalla. Sin embargo, Yorke, no creo que sea conveniente mandar allí muchos barcos de línea, porque no podemos esperar que una fragata, tanto si tiene cuarenta y cuatro cañones como si no, salga de la bahía y entable un combate con un barco de línea. Propongo enviar a
Acasta, Egyptienne…

Stephen dejó de prestarles atención y poco después cogió su violonchelo y empezó a tocar y a susurrar a la vez una melodía. Ya hacía mucho tiempo que le había dicho a Wallis que aquella guerra le parecía perjudicial e innecesaria pero que probablemente sería inevitable, dada la actitud de los gobernantes. Ahora no iba a repetirse. Lo que le preocupaba era cómo afectaría la guerra a Diana Villiers, que estaba ahora en un país enemigo, y a la red de espionaje. Pero con respecto a la red de espionaje, le preocupaba mucho más Cataluña. Anhelaba estar allí, y a pesar de que
La Flèche
navegaba por el Atlántico Sur de un modo magnífico, del mismo modo en que había atravesado el océano Indico, tenía que hacer un gran esfuerzo por dominar su anhelo y evitar impacientarse inútilmente y quejarse. Pensaba que posiblemente Yorke tenía razón en lo que decía sobre Canadá, pero a él no le gustaba hablar de una hipotética contienda naval. Si esa contienda tenía lugar, causaría la muerte o la horrible mutilación de muchos hombres en los dos bandos y la amarga infelicidad de muchas mujeres, además de un derroche de energía, dinero y materiales que podrían utilizarse en la auténtica guerra. Fuera cual fuera su resultado, esa guerra era algo secundario, un disparate, una tremenda locura. Le habría gustado que Jack y Yorke se extendieran menos en consideraciones y estuvieran menos dispuestos a renunciar a la música por la Armada norteamericana. Estaba cansado de oírles hablar de escuadras ideales, estrategias y bases navales.

Día tras día hablaban de la Armada norteamericana, que se convirtió en su principal tema de conversación. Para escapar de eso, Stephen pasaba más tiempo en cubierta y en la cofa del palo mesana. Ahora, siguiendo una fría corriente ascendente, navegaban por una zona al oeste de África donde habitaban los albatros, y pasaba largos ratos mirando las verdes olas con la esperanza de ver sobre ellas las espléndidas alas de esas aves. Pero a veces tenía que quedarse en la sala de oficiales por causa de la oscuridad o el frío intenso, tan intenso que bendecía el día en que había bajado a tierra los marsupiales, pues eran animales propensos a tener enfermedades de los bronquios. Y allí también oía hablar de los norteamericanos, y no sólo de sus fragatas, sino de todos sus bergantines y corbetas —ocho en total— desde el
Hornet
, de veinte cañones, hasta la
Viper
, de doce cañones, con aburridos detalles sobre los cañones, las carroñadas y los grilletes giratorios de las cofas y del pasamano.

Allí las opiniones eran muy diferentes. El señor Warner no temía por Canadá ni por Halifax ni daba valor a la Armada norteamericana. Y puesto que era el único hombre a bordo que había luchado contra los norteamericanos, su opinión tenía mucha importancia.

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