Episodios de una guerra (10 page)

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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Histórico

BOOK: Episodios de una guerra
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—Se equivoca usted al suponer que los ingleses no tienen generales, McLean —dijo—. Los tienen, pero lo cierto es que la mayoría de los que han hecho alguna hazaña, como por ejemplo, lord Wellington, son irlandeses. Y lo mismo ocurre con sus escritores. Pero volvamos a ocuparnos de esta otaria que tiene un orificio en el parietal y los colmillos anómalos. Al paso que vamos no habremos descrito ni la mitad de los fócidos antes de llegar a El Cabo… ¡tal vez ni antes de llegar a Inglaterra!… y se están descomponiendo con rapidez. Por favor, tenga cuidado con su pipa, señor McLean. No la apoye contra el frasco del alcohol. Piense que si provoca un incendio se perderán irremediablemente todos los especímenes que hemos descrito ya.

Stephen estaba siempre muy ocupado y muy contento, a pesar de la tristeza que había en la sala de oficiales y de los defectos de McLean, y solía pasar las tardes tocando música con Jack y el capitán Yorke, mientras que el barco seguía navegando velozmente gracias a los constantes cambios que hacía Warner. A menudo comía también con ellos, y escapaba así a la conversación de los oficiales, que sólo versaba sobre asuntos navales, y a su comida, propia de espartanos. A diferencia de los oficiales, que sólo vivían de su paga, Yorke tenía una considerable fortuna y en su mesa se servía siempre comida buena y abundante. Casi a diario invitaba a dos o tres oficiales o guardiamarinas a comer, y un día que habían sido invitados el primer oficial, el oficial de derrota y Forshaw, Stephen decidió caminar por el alcázar después de terminada la comida para que se disiparan los vapores del oporto que había brindado el capitán y se le despejara la mente antes de reunirse con McLean en lo profundo del barco. El viento, que antes llegaba por la aleta y era fuerte, había amainado y rolado hacia el sur y ya no era muy fresco, y el sol, a pesar del toldo, producía un terrible calor. Aquel era el día de arreglar la ropa, y los tripulantes de
La Flèche
, sentados en la parte de la cubierta anterior al palo mayor, cosían y remendaban en silencio. Warner apenas había acabado de dar un par de vueltas por el barco observando la jarcia y palpando las brazas cuando dio una orden. Los marineros, que estaban agrupados entre los cañones, se alejaron de allí desordenadamente. Entonces el contramaestre dio tres agudos pitidos y los marineros se colocaron siguiendo un orden establecido; luego dio otro pitido y se desplegaron las alas de las velas. Los botalones se curvaron, pero soportaron la presión, y la velocidad aumentó perceptiblemente a la vez que el aire perdió toda su frescura. Stephen se quitó la chaqueta y la dobló distraídamente, pensado en la otaria que tenía los colmillos anómalos, con cuatro raíces. Si comprobaba que pertenecía a una especie diferente, lo cual parecía probable, le daría el nombre de McLean. Eso sería halagador para McLean, pues la fama valía más que un puesto en un barco de línea y, además, serviría de compensación por las ásperas respuestas que Stephen le había dado últimamente cuando se extralimitaba en sus críticas a los ingleses. Como tantos otros escoceses que conocía, McLean parecía comportarse así porque se sentía inferior a ellos y ese sentimiento era el que provocaba su animadversión. Era algo extraño, algo que nunca le ocurriría a un irlandés, aunque la situación de los dos países… En ese momento cayó de los bolsillos de su chaqueta una cascada de objetos: monedas, una caja de rapé, una caja de yesca, un cortaplumas, dos lancetas, una pequeña caja de puros, un libro de Horacio de formato pequeño, algunos trozos de colofonia, varios huesecillos y dientes de mamíferos y un pedazo de galleta. Forshaw le ayudó a recogerlos y le explicó la forma adecuada de doblar la chaqueta, que era la forma en que la doblaban los marinos, le aconsejó que evitara arrugarla y dejarla demasiado tiempo al sol y se ofreció a llevársela a Killick para que la colgara en su cabina. Naturalmente, la cabina estaba abajo, pero Forshaw, dando un rodeo, empezó a caminar a lo largo de la batayola, separado de las crestas de las olas sólo por una lona resbaladiza. Justo cuando se echó a un lado para pasar entre la trinquete y una de sus alas, resbaló y quedó situado en una posición tan peligrosa que la señora Forshaw hubiera palidecido al verle y Stephen temió por su chaqueta, pero se agarró a una escota. Permaneció colgado allí unos momentos, mientras le sonreía a un amigo que estaba en la cofa del trinquete, y luego se alejó, pasando entre las velas con la misma seguridad con que un mono pasa entre los árboles del bosque donde ha nacido. Y cuando estaba allí, balanceándose, tenía un aspecto extraordinariamente hermoso con su elegante uniforme compuesto por calzones blancos, chaqueta azul y zapatos de hebillas plateadas, con sus dientes relucientes destacándose en su rostro moreno y sus cabellos flotando al viento.

—¿Ha visto usted algo más hermoso? —inquirió Warner con su voz chillona.

—No con frecuencia —respondió Stephen.

—Navegar a toda vela bajo un brillante sol siempre me ha producido un gran regocijo —dijo Warner rápidamente—. Hemos largado todas las velas que el barco puede llevar desplegadas.

—Es asombroso ver tanta cantidad de velamen desplegado, se lo aseguro —dijo Stephen.

En efecto, le impresionaba la hermosura de aquel conjunto en el que había unas velas sobre otras y unas detrás de otras y estaban tensas, hinchadas, vivas. También le impresionaba ver el brillo de su superficie y las enormes figuras que se formaban al proyectarse su sombra y la de la intrincada red de cabos. Pero, si bien había visto con frecuencia barcos que navegaban a toda vela con las sobrejuanetes y las alas desplegadas por aguas de un intenso color azul, nunca había visto una mirada en la que se reflejara un deseo tan ardiente, un deseo acompañado de otros sentimientos como la admiración, el afecto y la ternura.

Entonces pensó: «Pobre hombre. La fuerza del instinto es muy grande, muy difícil de vencer incluso por una persona flemática. Si es un pederasta, como supongo, no me extraña que siempre esté triste. Cuando pienso en todo el daño que me causó el deseo y en que destrozó mi corazón, y teniendo en cuenta que ese deseo es tolerado por la sociedad y se le dan nombres muy hermosos, me asombra que los hombres como él no terminen destruyéndose a sí mismos. Es una fatalidad sentir ese ardiente deseo y tener que permanecer encerrado en un barco, porque nadie en el barco debe saberlo y hay que evitar levantar sospechas… Pero en un barco todo se sabe».

Los tripulantes de
La Flèche no
eran más brillantes que los de cualquier otro barco, pero por lo que el doctor Maturin pudo observar, sabían casi todo lo que ocurría a bordo. Conocían las inclinaciones de Warner, a pesar de que éste sabía dominarse perfectamente. Sabían que el capitán era bondadoso, indolente y despreocupado, que no tenía la ambición de destacarse en su carrera profesional ni en ninguna otra cosa, que lucharía como un buen marino si las circunstancias lo exigían (había dado prueba de ello), pero no tenía afán por entablar combates. Sabían que prefería un pequeño navío a una gran fragata y que a pesar de que podía haber conseguido que le enviaran al Mediterráneo, donde hubiera tenido la posibilidad de ver las ruinas griegas, estaba contento de llevar despachos a las Indias y poder dejar el gobierno del barco en manos de su excelente primer oficial. También sabían que el contramaestre y el carpintero se las habían ingeniado para trasladar una gran cantidad de pertrechos a lugares aislados del barco y que esos objetos desaparecerían en cuanto
La Flèche
llegara a El Cabo, aunque se preguntaban quién sería su socio. Y sabían muchas otras cosas que no tenían ninguna importancia, como por ejemplo, que el viaje les parecía pesado a los guardiamarinas del
Leopard.

Jack Aubrey era un capitán concienzudo. Pensaba que era su deber educar a los cadetes —la mayoría de los cuales le habían sido confiados por amigos y conocidos— y no sólo convertirles en oficiales que conocieran bien su profesión sino también en hombres que respetaran las reglas sociales y los principios morales. Durante la primera parte del viaje en el
Leopard
, había delegado en el maestro y el pastor para que les instruyeran, pero desde que ambos se habían ido, él había tenido muy poco tiempo libre para darles lecciones. Sin embargo, en este viaje tenía todos los días libres y dedicaba mucho más tiempo del que deseaban los guardiamarinas a ayudarles a conocer los
Elements of Navigation (Elementos de náutica)
de Robinson,
Epitome (Epítome)
de Norie y
Polite Education (Educación refinada)
de Gregory. Jack había recibido muy pocas enseñanzas, tanto de las que se requieren para una educación refinada como de otro tipo, y al leer el libro de Gregory, también él aprendía (entre otras cosas, había aprendido la lista de los reyes de Israel). Sin duda, había capitanes concienzudos en tiempos de las guerras contra España, cuando él se había hecho a la mar por primera vez, pero los capitanes con los que había viajado únicamente se ocupaban de poner límites al consumo de alcohol y las relaciones sexuales de los guardiamarinas, unos límites que variaban de uno a otro. Sólo en uno de los primeros barcos en que había navegado había un maestro, un caballero que pasaba sus horas de vigilia envuelto en las brumas del alcohol, así que aparte de lo que había aprendido en tierra, en uno o dos cursos en la escuela, donde le habían metido un poco de latín en la cabeza, sus conocimientos literarios eran muy escasos. Pero había adquirido conocimientos de náutica, por supuesto, y con mucha facilidad porque era un marino nato, y luego se había enamorado de las matemáticas y ese amor, a pesar de ser tardío, había dado frutos. Sin embargo, en la Armada actual, más desarrollada desde el punto de vista social y científico, esos conocimientos no eran suficientes y Jack pensaba que los guardiamarinas debían añadir a las enseñanzas de Robinson una buena dosis de las de Gregory. Además de hacerles leer
The Present State of Europe, Impartially Considered (El estado actual de Europa considerado imparcialmente)
, revisaba los diarios de a bordo que tenían que escribir para asegurarse de que obtendrían la aprobación de los más severos examinadores de un tribunal y presenciaba las explicaciones que su timonel les daba sobre cómo hacer nudos y empalmar cabos. Era una lástima que fueran indiferentes y refractarios a cualquier cosa excepto al modo de hacer nudos y empalmes, porque él tenía las mejores intenciones. En algunas misiones le habían acompañado guardiamarinas que también amaban las matemáticas y adoraban la trigonometría esférica, por lo que era un placer enseñarles náutica, pero ahora la situación era diferente.

—Señor Forshaw, ¿qué es un seno? —preguntó.

—Un seno, señor —dijo Forshaw hablando con rapidez—, es cuando uno traza una línea desde el extremo de un arco perpendicular al radio que va desde el centro hasta el otro extremo del arco.

—¿Y cuál es la relación con la cuerda de ese arco?

El señor Forshaw le miró perplejo y luego recorrió con la vista la cabina de trabajo que el capitán Yorke le había dado a su invitado, pero no encontró ayuda en el gracioso mobiliario, ni en la claraboya, ni en el cañón de nueve libras, que ocupaba un gran espacio, ni en el rostro inexpresivo y repelente de Holles, su compañero, ni en la novela que tenía por título
The Vicissitudes of Genteel Life (Las vicisitudes de la vida mundana)
, el cual le hizo pensar en la vida a bordo de
La Flèche
, que a pesar de no ser mundana, estaba llena de vicisitudes. Después de una larga pausa, aún no había encontrado la respuesta, pero dijo que, indudablemente, la relación era muy estrecha.

—¡Bueno, bueno…! —dijo Jack—. Por lo que veo, tiene que volver a leer la página diecisiete. Pero no le mandé llamar para preguntarle eso, no le llamé con ese propósito. En Pulo Batang había muchas cartas para mí y hasta ahora no había podido leer una de su madre. Ella me ruega encarecidamente que le recuerde que cuando se lave los dientes se los debe cepillar de arriba abajo y no sólo de un lado a otro. ¿Ha entendido, señor Forshaw?

Forshaw quería mucho a su madre, pero en ese momento hubiera deseado que hubiera perdido para siempre la capacidad de usar una pluma.

—Sí, señor —dijo—. De arriba abajo, no sólo de un lado a otro.

—¿De qué se ríe usted, señor Holles? —inquirió el capitán Aubrey.

—De nada, señor.

—Ahora que me acuerdo, he recibido una carta de su tutor, señor Holles. Quiere estar seguro de que tiene usted una conducta moral y que no se olvida de leer la Biblia. Ninguno de ustedes se olvida de leer la Biblia, ¿verdad?

—¡Oh, no, señor!

—Me alegra saberlo. ¿Dónde demonios irían a parar ustedes si olvidaran leer la Biblia? Dígame, señor Holles, ¿quién era Abraham?

Jack conocía muy bien la parte de la historia sagrada que hablaba de él porque la había releído cuando el almirante Drury había hecho referencia a Sodoma.

—Abraham, señor… —dijo Holles y su cara pálida y llena de granos se puso de color púrpura por algunas partes—. Bueno, Abraham era…

Pero no se pudo oír nada más, excepto la palabra «seno».

—¿Señor Peters?

El señor Peters dijo que estaba convencido de que Abraham era un hombre muy bueno y que tal vez era un triguero porque todos decían: «Abraham y su semilla por siempre».

—¿Señor Forshaw?

—¿Abraham, señor? —preguntó Forshaw, que había recobrado el ánimo tan rápido como siempre—. No era más que un judío pecador.

Jack le miró fijamente. ¿Forshaw le estaba gastando una broma? Era probable, a juzgar por aquella expresión ingenua.

—¡Bonden! —gritó.

Entonces entró su timonel, que estaba esperando fuera con velas y trozos de meollar para enseñar a los cadetes a hacer cajetas.

—Bonden, ata al señor Forshaw al cañón y haz un nudo en la punta de ese cabo.

—Días dorados, doctor, días dorados —le dijo el oficial de derrota de
La Flèche
a Stephen Maturin.

En la lejana África, ahora a sotavento, se había desatado una terrible tormenta de polvo que había formado un fino velo y a través de él se filtraba la luz del sol, que ya se ocultaba, dando color ambarino al límpido aire de alta mar y verde jade la olas. Y unos momentos después iba a producirse un cambio espectacular, porque el sol, al desaparecer, teñiría el cielo de rojo escarlata y daría color amatista a las olas. Stephen estaba de pie en el alcázar, con las manos tras la espalda, los labios fruncidos y los ojos muy abiertos, mirando por encima de una cabilla hacia un punto fijo, aunque sin ver nada, y de repente dejó escapar un sonido parecido a un silbido.

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