Epidemia (19 page)

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Authors: Jeff Carlson

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Epidemia
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Cuando Deborah se presentó voluntaria, los altos mandos militares parecieron alegrarse de poder contar con una médico entre sus filas. Incluso sin haber recibido entrenamiento militar, fue ascendida directamente al rango de capitán, donde podría dar órdenes, pero también estaría sujeta a los hilos que se manejaban desde más arriba. Fue una buena jugada. A Deborah no le importó. Pensaba que Ulinov tenía razón, y sabía que podría desenvolverse con soltura en situaciones de combate.

Y fue exactamente ahí adonde la enviaron, a pesar de ser toda una celebridad. Quizá lo hicieron por el glamour que rodeaba a todos los que habían estado relacionados con la estación espacial, y si su presencia ayudaba a levantar la moral de las tropas, mejor que mejor. Deborah fue destinada a una compañía de artillería en la frontera norte de Leadville. En cierto modo se sentía culpable por haber abandonado a los demás supervivientes de la EEI, pero Bill Wallace se estaba recuperando con normalidad y Gustavo y Ulinov parecían bien situados en las altas esferas del gobierno.

Ahora todos ellos estaban muertos.

Ulinov la salvó a ella antes que a sí mismo. Aquélla era una deuda que jamás conseguiría saldar. Odiaba a aquel hombre por haber participado en el bombardeo, pero respetaba profundamente su lealtad y su sacrificio. Era un buen hombre. Simplemente estaba en el otro bando. En última instancia, el bombardeo había hecho incluso algún bien. En el límite norte de la zona afectada, y bajo una intensa lluvia radiactiva, la unidad de Deborah se rindió ante el primer grupo rebelde que cayó sobre ellos. Poco después la gente dijo que habían comenzado a producirse actos de unidad por todas partes, puesto que las fuerzas estadounidenses y canadienses se habían unido para hacer frente a la invasión. Lo cierto era que la compañía de Deborah sólo quería alejarse de la lluvia radiactiva sin tener que luchar contra las fuerzas rebeldes. De hecho, caminaron más de ciento cuarenta kilómetros en dirección norte antes de saber lo que estaba ocurriendo en California.

Una vez más, los conocimientos médicos de Deborah le permitieron llegar hasta los escalones medios de la autoridad que controlaba Grand Lake. Ella no lo quiso así. Sólo llevaba una semana con los hombres y mujeres de su unidad, pero cuando el cielo se llenó de fuego, aquellos soldados se convirtieron en las únicas personas que conocía en todo el mundo. Aun así debía cumplir órdenes. Deborah tuvo que creer que en Grand Lake sabían dónde podía resultar de más ayuda; y quedó demostrado que estaban en lo cierto.

Ruth fue rescatada de un aeródromo de Nevada y trasladada de nuevo a las Rocosas. Deborah, al igual que Emma, se vio trabajando de nuevo junto a ella. Por primera vez se sintió cómoda con ello. Ruth había cambiado. Era una mujer más abierta. Se necesitaban mutuamente.

Una de las tareas de Deborah era organizar las muestras de sangre de miles de soldados y refugiados civiles después de que Ruth descubriera en ellas una nueva clase de nanos, unos nanos que no deberían existir. Leadville había estado probando varios prototipos en sus propias tropas, y Deborah decidió volver a alistarse cuando Ruth abandonó Grand Lake, pasando a integrar una escolta militar de élite reunida para protegerla. Ruth pensaba que lo mejor sería tratar de recuperar todo el trabajo desarrollado en Leadville, algo que los supervivientes del bombardeo portaban en el torrente sanguíneo.

Por desgracia, muchos de aquellos refugiados se estaban muriendo de hambre, enfermos y aterrorizados. Los aviones chinos controlaban el cielo. Pronto, las tropas de infantería chinas comenzaron a avanzar sobre las estribaciones de las Rocosas; y Ruth traicionó de nuevo a su propia gente, amenazando a ambos bandos con liberar los parásitos. Deborah aún no sabía lo que sentía respecto a aquella decisión. Sí, el plan de Ruth funcionó, y la guerra se resolvió con un alto el fuego, pero a cambio de eso, Ruth tuvo que desaparecer. Y lo que fue aún peor, entregó toda la costa Oeste al enemigo cuando en lugar de eso podía haber diezmado a las tropas enemigas.

Ruth llegó a estar muy cerca de convencer a Deborah para que la ayudara; su condenada inteligencia brillaba en el interior de sus ojos como un fuego sagrado. Sin embargo, los sentimientos de Deborah cambiaron en cuanto Ruth la dejó sola. Mientras sostenía en su mano desnuda un frasco lleno de parásitos, y esperando a que Ruth le hiciera la señal para abrirlo, el corazón de Deborah se estremeció ante la idea de asesinar a miles de estadounidenses aunque eso significara salvar a varios millones. En lugar de eso decidió entregarse junto con los nanos.

Deborah no se sentía orgullosa de haber experimentado aquella tentación. Simplemente estaba muy, muy cansada, herida y asustada. Tampoco mintió a los equipos de Seguridad Nacional que la interrogaron. Eso hizo que fuera considerada una ciudadana leal, lo cual resultaba embarazoso y equivocado. Ésa era la razón por la que seguía en Grand Lake. Deborah era una de las pocas personas «afortunadas» que eran lo suficientemente fuertes como para poder sobrevivir a semejante altitud, incluso aunque tuviera problemas respiratorios, de modo que decidió aceptar un puesto como personal clave en el complejo número uno.

También decidió cortarse la melena rubia por la misma razón: para encajar mejor. Deborah dejó de ser una civil que servía en el ejército. Ahora ella era el ejército.

Allí se llevaba a cabo una importante misión para mantener la paz. A pesar de sus muchos defectos, la infraestructura que había bajo las montañas de Grand Lake constituía una obra de ingeniería difícil de repetir. El mando militar estadounidense no sólo necesitaba mantener tantas bases como fuera posible, también debía preocuparse de sobrevivir a una nueva plaga. Las pistas de aterrizaje que había en la superficie eran pequeñas y estaban congestionadas, pero los depósitos de combustible estaban muy bien protegidos, y aquel lugar contaba con las ventajas de la altitud y el aislamiento geográfico.

La Base Aérea de Grand Lake era una pieza principal de la red de disuasión dispuesta contra chinos y rusos. No sólo por la cantidad de aviones a los que daba cobijo, sino porque funcionaba con un Mando del Norte alternativo. El complejo número uno albergaba los sistemas de alarma del NORAD, el mando encargado de controlar lanzamientos nucleares en cualquier parte del mundo y de iniciar un posible ataque lanzado por Estados Unidos. Contaban con los ojos, los oídos y la autoridad necesaria para coordinar los silos de misiles de Wyoming y Montana; pero incluso aunque consiguieran alcanzar un ciento por ciento de contención y evitar que los nanos accedieran al complejo, Deborah sabía que las reservas de aire no durarían más de cuarenta y ocho horas.

Aún debía tomar una última decisión.

12

Había dos hombres con trajes de aislamiento en el pasillo, bloqueándole el paso a Deborah. Uno de ellos iba armado con un subfusil. El otro llevaba una pistola y un
walkie-talkie
. Ninguna de las dos armas apuntaba hacia ella, pero el mensaje estaba claro. Aquellos dos hombres marcaban el inicio de la zona de cuarentena.

Mendelson y otros tres soldados estaban junto a ellos, expectantes y nerviosos.

—Esto no está bien —dijo Mendelson.

Los cables cubrían el techo de cemento bajo dos lámparas fluorescentes. Las botas de Deborah pisaron con fuerza sobre una losa de cemento que se había fracturado, había sido reparada y se había resquebrajado de nuevo. Toda la estancia estaba ligeramente inclinada hacia un lateral. El aire apestaba a moho. En un principio, todos aquellos subterráneos estaban esterilizados, pero la humedad se había filtrado a través de las fisuras del suelo y ahora las bacterias se reproducían al abrigo de la luz y la temperatura necesarias para hacer aquel lugar habitable.

El soldador de acetileno silbaba detrás de ella. La luz azulada parpadeaba cuando las tropas que estaban bajo su mando accedieron a la estancia. Emma estaba entre ellas.

—¿Por qué nos...?

—Quédense aquí —dijo el soldado de la pistola.

Así era exactamente como Deborah lo hubiera organizado todo. Los zapadores también querían asegurarse de que todos estaban limpios antes de permitir que siguieran avanzando.

Pero ¿y si no lo estaban? Aquel pensamiento le daba miedo, pero consiguió ocultar esa sensación con una reflexión breve e impersonal. «Hemos hecho nuestro trabajo.» Deborah enfundó la pistola y se secó las mejillas, avergonzada por las lágrimas.

—No nos pasará nada —le dijo a su gente, tratando de ayudar a los hombres de los trajes de aislamiento. Era importante que todo el mundo mantuviera la calma.

—¿Es usted Reece? —preguntó de pronto el primero de los dos hombres.

Deborah asintió.

—Sí, señor —dijo sin ser capaz de reconocer el rango. Ni siquiera podía verle los ojos a través del visor de plexiglás.

—Bien. —El hombre levantó el
walkie-talkie
y comenzó a hablar. Aquél era un sistema muy rudimentario, pero no debía de estar conectado a la red de comunicaciones de la base—. Tenemos a la mayor Reece —dijo—. Parece que está bien.

—Recibido. —La voz crepitó a través del
walkie-talkie
.

¿Qué estaba ocurriendo?

—Creen que estamos infectados —dijo Mendelson.

—Tienen que estar seguros —respondió Deborah—. Eso es todo. No nos pasará nada.

Estaba lista para sacrificarse si convenía. Siempre lo había estado. Morir por un bien común resultaba un gran honor, y durante los últimos dos años y medio esa creencia no había hecho más que reforzarse.

—Necesitan toda la ayuda posible, y quieren estos archivos —dijo, señalando los portátiles y las carpetas con los documentos.

El centro de mando era demasiado pequeño para acoger a los cientos de empleados necesarios para recibir y analizar todos los datos del Mando del Norte, de modo que estaban repartidos por todo el complejo. La mayoría de la información se transmitía mediante correos electrónicos internos, pero también habían aprendido a dejar constancia física de cada documento. Las hojas de papel siempre podrían leerse incluso aunque un virus hiciera caer todo el sistema.

El soldador se apagó. Se escucharon pasos de botas en el otro pasillo y Deborah se estremeció. Su autocontrol comenzaba a fallar. ¿Y si los nanos habían conseguido atravesar la puerta antes de que los zapadores consiguieran sellarla? La plaga no afectaría a aquellos hombres, pero igualmente podían transmitirla a través de los trajes. De ser eso cierto, en cuanto accedieran a aquella estancia, los nanos se apoderarían de Deborah y de su gente como un incendio fuera de control...

Uno de los oficiales de la Armada comenzó a hablar. Debía de haber pensado lo mismo que Deborah, y quería asegurarse de que los zapadores conocían la importancia de los documentos que llevaba consigo.

—Aquí tengo tres años de informes logísticos de la Agencia de Seguridad Nacional sobre los chinos.

—Yo tengo los códigos de todos nuestros satélites de comunicaciones —dijo otro hombre.

—Está bien —les tranquilizo Deborah.

—Estás sangrando —dijo Emma, extendiendo el brazo para tocar a su amiga, aunque de pronto se detuvo, un gesto que llenó a Deborah de tristeza. Habían aprendido que el contacto físico era peligroso.

Los zapadores accedieron a la estancia abarrotada de gente. Cuando pasaron junto a ella con los M4 y los soldadores, Deborah pudo escuchar que hablaban a través de sus radios internas.

—... empecemos —dijo el primero de ellos con un tono apagado.

Pasaron unos segundos.

Nadie estaba infectado.

El último zapador cerró la puerta tras de sí, lo cual hizo que la tensión que dominaba la estancia disminuyera.

—Debes de haberte hecho una herida al caer —dijo Emma. Esta vez posó la mano sobre el hombro de Deborah. Ambas mujeres agradecieron aquel contacto. Las manos de Emma eran hábiles y esbeltas, y se posaron sobre las manchas de sangre que cubrían la manga de Deborah.

Tenía dos arañazos en el antebrazo. Qué extraño. No se había dado cuenta de ello. Deborah incluso llegó a sonreír ante lo absurdo de aquellos cortes. Le hicieron pensar en las tiritas y en una canción que su madre le solía cantar cuando era pequeña y se hacía daño. Decía algo así como «verdes crecen los juncos...».

Emma también sonrió. Aunque no entendía lo que ocurría, agradeció el contacto humano. Pero entonces el momento de tranquilidad se vio truncado.

—¿Qué están haciendo? —preguntó Mendelson.

Los zapadores comenzaron a mover a los hombres y mujeres de Deborah, llevándoles hacia el centro de mando.

—¡Por el pasillo! ¡Por el pasillo! —gritó un hombre. Parecía como si se estuvieran preparando para atravesar la siguiente puerta, pero Deborah se dio cuenta de que también estaban desarmando a sus propios soldados.

—¡No! —gritó.

—¡Quédese donde está! —le dijo un zapador armado con una Beretta.

—Mayor Reece —dijo otro hombre—, usted viene conmigo.

—¿Qué?

—Vamos, la necesitan ahí dentro.

—¿Dentro del centro de mando? ¿Y el resto de mi equipo? Esta gente no está infectada. ¿Es que no ven que todo el mundo está bien?

—Todos estarán a salvo aquí dentro.

—Eso es una estupidez —dijo Deborah con frialdad—. ¡Si existe riesgo de infección yo también lo tengo! ¡Correrán el mismo riesgo si me dejan entrar!

—Lo siento, mayor, adelante.

«No lo haré», pensó. Miró a los ojos verdosos de Emma con un destello de horror y vergüenza. Eso no estaba bien. Nada de todo aquello estaba bien. Sin embargo, se dio la vuelta y comenzó a seguir al hombre del traje de aislamiento.

Deborah había llegado demasiado lejos como para desobedecer órdenes.

El centro de mando estaba separado del resto del complejo. Ésa era una de las razones por las que los muros de los pasillos que llevaban hasta allí estaban resquebrajados. Era una enorme caja reforzada que se asentaba sobre cuarenta columnas de acero de más de doscientos kilogramos cada una, tan altas como una persona. Aquellos pernos servían para absorber la presión y estaban incrustados en el manto rocoso, mientras que el resto del complejo estaba simplemente excavado sobre la roca desnuda. Nunca hubo recursos para hacer algo mejor, pero aquel diseño adoptado por pura necesidad también sirvió para dotar al centro de una última línea de defensa. Sólo había dos pasillos que daban acceso al interior. Ambos estaban repletos de explosivos para destruir todo el búnker y detener a los invasores o un posible contagio.

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