—¿Cómo has conseguido tantas cosas? —le preguntó Shannon sin mirarlo.
La pregunta le sorprendió tanto, que se quedó sin habla.
«Contesta al chico», le dijo Eve.
—Yo… eh… sólo he comprado lo que estaba de rebajas.
Shannon asintió con tirantez, y no dijo nada más.
«Me siento muy orgullosa de ti. Ya os estáis haciendo amigos». Si hubiera tenido manos, Eve estaría aplaudiendo.
Aden no tuvo valor para sacarla de su error.
El domingo, Aden no pudo dormir en toda la noche. Estaba nervioso, emocionado, esperando que su chica misteriosa volviera. No lo hizo. Cuando todavía quedaban dos horas para que llegara el momento de salir hacia el instituto, Aden se levantó, se duchó, se lavó los dientes y se puso la ropa nueva. No podía dejar de sonreír, hasta que se miró al espejo.
En algún momento de aquellos dos últimos días, seguramente mientras él estaba fuera trabajando, alguien se había colado en su cuarto y había escrito algo en su camisa, y después había vuelto a doblarla y la había dejado en su sitio. Las palabras eran: Hola, me llamo Chiflado.
Aden agarró la camisa por el bajo y arrugó la tela. ¡Aquel idiota de Ozzie! No tenía duda de que él era el culpable; si no lo había hecho en persona, le había ordenado a otro que lo hiciera.
«Oh, Aden. Lo siento muchísimo», le dijo Eve.
«Tienes que castigarlo», intervino Caleb. «Podrías despertarlo a puñetazos».
«Eso sería un buen modo de quedar empatados», dijo Julian, «si quieres perderte el examen y seguramente, la oportunidad de ir al instituto».
«Y de ver a la chica», dijo Elijah, porque sabía que la mención de Mary Ann había calmado a Aden la última vez.
Aden respiró profundamente varias veces. Miró rápidamente las demás camisas y comprobó que también estaban escritas. Apretó los dientes.
—No importa —se dijo. Ojalá pudiera creerlo.
«Los chicos de Crossroads pensarán que es una broma», le dijo Elijah. «Tal vez incluso se convierta en una nueva moda».
Aunque lo que dijera su amigo no fuera cierto, no le importaba. O mejor dicho, no iba a permitir que le importara. Aquel día era demasiado importante. En sus mejores días hacía mal los exámenes, porque no podía concentrarse. Tenía que centrarse en aprobar.
Con la camisa escrita, salió al porche. Miró hacia la fila de árboles, pero no había ni rastro de la chica morena ni de su amigo. Así era mejor, puesto que lo que menos necesitaba eran distracciones en aquel momento. Sólo se preguntaba por qué no habían vuelto a acercarse a él, y si querían hacerle daño, y si a la chica le había gustado tanto estar con él como a él le había gustado estar con ella.
Ojalá pudiera parar las voces como hacía Mary Ann. Entonces habría sido perfecta.
Debió de quedarse allí, absorto en sus pensamientos, durante la hora que le quedaba, porque cuando quiso darse cuenta, vio a Dan caminando hacia la furgoneta con dos paquetes de almuerzo en la mano.
La puerta del barracón se abrió y Aden se dio la vuelta y vio a Shannon. Shannon miró su camisa y bajó la vista al suelo con culpabilidad. Seguramente eso significaba que él también había participado. Aden volvió a contener su ira y se dirigió hacia la furgoneta.
Dan vio su camisa y frunció el ceño.
—¿Qué ha ocurrido?
—Nada —dijo Aden—. No pasa nada. Estoy bien.
Hubo una pausa.
—¿Estás seguro?
Aden asintió.
Dan suspiró y abrió la puerta de la furgoneta. Aden entró y se sentó en el medio del asiento. Cuando Dan se colocó detrás del volante y Shannon en el asiento del pasajero, Aden se sintió atrapado. Afortunadamente, el trayecto sólo duraba ocho segundos. Cuando aparcaron frente a la escuela, Dan los miró.
—Aquí tenéis el almuerzo —dijo—. Sándwich de mantequilla de cacahuete y gelatina. Hoy tendrá que valer. Meg os preparará algo mejor para mañana. Y ahora, escuchad. Si lo estropeáis, se acabó el instituto.
Bien. Estaban a punto de escuchar el mismo sermón que les había echado en el centro comercial.
—No estoy de broma —continuó Dan—. Si os perdéis una clase, os metéis en una pelea, o alguno de vuestros profesores tiene alguna queja, os sacaré del instituto rápidamente. ¿Entendido?
—Sí —dijeron ellos al unísono.
—Bien. Shannon, ya tienes tu horario, así que puedes irte a tu primera clase. Aden, tú ve a la oficina de orientación. Las clases terminan a las tres, y sólo se tarda media hora en volver a casa andando. Os daré cuarenta y cinco minutos por si acaso algún profesor quiere hablar con vosotros, o algo así, pero si no llegáis a casa a tiempo…
«Se acabó el instituto», terminó Aden mentalmente.
Shannon salió de la furgoneta, pero cuando Aden intentó hacer lo mismo, Dan lo agarró del brazo. Un
déjà vu
total. Sin embargo, en aquella ocasión Dan no lo sermoneó. Sólo sonrió.
—Buena suerte, Aden. No me falles ahí dentro.
El día comenzó como cualquier otro para Mary Ann. Se levantó, se duchó y se vistió mientras pensaba en los exámenes de aquella semana. El más importante era el de química. Tendría que estudiar mucho, porque era una de las asignaturas más difíciles. El problema era que casi no podía dejar de pensar en Aden Stone.
Penny había admitido que le había dado a Aden el número de teléfono de Mary Ann. Entonces, ¿por qué no la había llamado? Había pasado una semana entera. En parte lo esperaba, y se sobresaltaba cada vez que sonaba el teléfono, Parecía que él estaba impaciente por hablar con ella. Por otra parte, sin embargo, tenía la esperanza de que él no se pusiera en contacto con ella. Era un chico guapísimo, pero después de la atracción inicial, Mary Ann sólo había sentido confusión y amistad hacia él, cuando no estaba experimentando una necesidad apremiante de echar a correr.
¿Quería ser amiga suya? Estar cerca de él era como recibir un puñetazo en el pecho. Su cuerpo sólo quería escapar. Su mente… lloraba su pérdida. Lo lloraba como si fuera alguien muy querido para ella.
Con un suspiro, bajó las escaleras. Su padre ya tenía el desayuno preparado: tortitas con sirope de arándanos. Mary Ann se tomó dos mientras él leía el periódico y tomaba café. Lo habitual.
—¿Quieres que te lleve al instituto? —le preguntó mientras plegaba el periódico y lo dejaba sobre la mesa. Él siempre sabía cuándo terminaba de desayunar sin que ella se lo dijera.
—No, gracias. Caminar incrementa la cantidad de oxígeno de mi cerebro, lo cual me ayuda mientras repaso mentalmente los apuntes sobre la síntesis del yoduro.
Su padre sonrió y agitó la cabeza.
—Siempre estudiando.
Cuando sonreía así, se le iluminaba toda la cara, y Mary Ann entendía por qué les gustaba a todas sus amigas. En el físico no se parecían. Él era rubio y tenía los ojos azules, y era musculoso, mientras que ella era muy delgada. Lo único que tenían en común era su juventud, como a él le gustaba repetir. Sólo tenía treinta y cinco años, lo cual era muy poco para un padre. Se había casado con su madre nada más terminar el instituto, y habían tenido a Mary Ann enseguida.
Tal vez por eso se habían casado, por ella. Pero no era por ella por lo que habían seguido juntos. Aunque tenían peleas, se querían mucho. Se miraban con una expresión dulce que era prueba de ello. Sin embargo, a causa de las cosas que se decían el uno al otro, Mary Ann sospechaba a veces que su padre había engañado a su madre, y que su madre nunca lo había superado.
—Desearías que yo fuera ella, ¿no? —le gritaba su madre.
Él siempre lo había negado.
Durante muchos años, Mary Ann había tenido resentimiento hacia su padre por aquella posibilidad. Su madre no trabajaba, se había quedado en casa para cuidar de Mary Ann y ocuparse de todas las tareas domésticas. Sin embargo, cuando ella había muerto, la tristeza de su padre había convencido a Mary Ann de que era inocente. Además, llevaba solo muchos años. No había tenido ni una cita, ni había mirado a otras mujeres.
—Me recuerdas todos los días a tu madre —le dijo su padre con una sonrisa—. No sólo en el físico. A ella también le encantaba la química.
—¿Lo dices en serio? Odiaba las matemáticas, y la química está llena de ecuaciones que la habrían vuelto loca. Además, ¿quién ha dicho que a mí me encante la química? La estudio porque es necesaria.
Sin embargo, Mary Ann entendía lo que estaba haciendo su padre. Mentía para que ella se sintiera más cerca de su madre, como si la muerte no las hubiera separado. Se inclinó hacia delante y lo besó en la frente.
—No te preocupes, papá. No la voy a olvidar nunca.
—Lo sé —respondió él con suavidad—. Me alegro. Era una mujer increíble que convirtió esta casa en un hogar.
En cuanto su padre había abierto su propia consulta, habían tenido dinero suficiente para comprar aquella casa de dos pisos. Su madre estaba eufórica. Su hermana Anne, la tía de Mary Ann, que había muerto antes de que ella naciera, y su madre habían tenido una infancia pobre y aquella casa era la primera noción de riqueza que tenía la madre de Mary Ann. Ella había pintado las paredes de colores agradables, había colgado fotografías de ellos tres y había colocado muchas alfombras para calentar el suelo de baldosas.
Su padre carraspeó y los sacó a ambos de aquellos recuerdos.
—Hoy voy a llegar tarde del trabajo. ¿Estarás bien?
—Por supuesto. Tengo que terminar de leer ese artículo sobre el déficit de atención y el trastorno obsesivo compulsivo. Es bastante interesante, ¿sabías que el treinta y cuatro por ciento de los niños que tienen…
—Dios santo, he creado un monstruo —dijo él. Se levantó y le revolvió el pelo—. No puedo creer que esté diciendo esto, cariño, pero tienes que salir más. Vivir un poco. Muchos de mis pacientes vienen a la consulta por eso, porque no se habían dado cuenta de que el estrés que se estaban causando a sí mismos había empezado a pasarles factura, y que el tiempo libre cura tanto como la risa. De veras, hija, incluso yo me voy de vacaciones. Tienes dieciséis años. Deberías estar leyendo libros sobre hechiceros y chismes.
Ella frunció el ceño. Había leído aquel artículo para impresionarlo, ¿y él no quería escucharla? ¿Ahora quería que se dedicara a leer novelas?
—Estoy expandiendo mi mente, papá.
—Y me siento muy orgulloso por ello, pero de todos modos creo que tienes que tomarte más tiempo libre. Tiempo dedicado a la diversión. ¿Y Tucker? Podríais salir a cenar juntos. Y, antes de que me digas nada, sé que amenacé con castrarlo la primera vez que salisteis, pero me he acostumbrado a la idea de que tengas novio. Aunque no pases mucho tiempo con él, en realidad.
—Hablamos por teléfono casi todas las noches —protestó ella—. Pero él tiene entrenamiento o partido de fútbol todos los días de la semana, y yo tengo que hacer los deberes. Y durante los fines de semana, como sabes, vivo prácticamente en La Regadera.
—Sí, es cierto. ¿Y Penny? Podría venir a casa a ver una película contigo.
Su padre estaba realmente preocupado por su vida social si sugería que quedara con Penny.
—Está bien. La buscaré en el instituto y le preguntaré si tiene planes —le dijo, porque sabía que era lo que él quería oír. Lo más probable era que ella se pasara la tarde con la nariz en el libro de química.
—Eso significa que no la vas a invitar.
Mary Ann se encogió de hombros.
Él suspiró y miró el reloj.
—Será mejor que te marches. Un solo retraso estropearía tu impecable historial.
Típico del doctor Gray. Cuando no se salía con la suya, se despedía de ella para poder idear una estrategia y retomar la conversación más tarde, con un plan de ataque nuevo.
Mary Ann se puso en pie.
—Te quiero, papá. Estoy deseando que llegue el segundo tiempo cuando vuelva a casa —dijo. Tomó su mochila y se dirigió hacia la puerta, despidiéndose con la mano.
Él se echó a reír.
—No te merezco, ¿sabes?
—Sí, ya lo sé —dijo ella, y oyó la risa de su padre mientras cerraba la puerta.
Cuando salió de la casa, inmediatamente vio a un enorme perro negro, ¿era un lobo?, que estaba tumbado a la sombra a pocos metros de ella. No había modo de pasarlo por alto; era como un coche que estuviera aparcado en su jardín. Al instante, se le heló la sangre.
En cuanto la vio, el animal se puso en pie y enseñó los dientes y unos colmillos largos y blancos. Rugió de una manera amenazante, aunque no muy alto.
—Pa-papá —intentó gritar ella, pero se le había formado un nudo en la garganta que amortiguó su voz.
Oh, Dios santo.
Dio dos pasos atrás, lentamente, temblando de terror. Aquellos ojos verdes eran fríos, duros y… ¿hambrientos? Se dio la vuelta para entrar en casa de nuevo, pero la bestia dio un salto por delante de ella y le bloqueó la puerta.
Oh, Dios. ¿Qué podía hacer? Una vez más, comenzó a retroceder. En aquella ocasión, el animal la siguió, manteniendo la misma distancia entre ellos.
Ella dio otro paso hacia atrás, pero tropezó con algo y cayó. Su trasero impactó dolorosamente con el suelo. ¿Qué había…? Su mochila. En aquel momento estaba colocada bajo sus rodillas. ¿Cuándo la había dejado caer? ¿Y qué importaba? Iba a morir.
Sabía que no podía correr más que aquel lobo. Y era un lobo, seguramente un lobo salvaje. Era demasiado grande como para ser un perro. Su única esperanza era que alguien los viera y llamara a la policía.
El lobo estuvo sobre ella un segundo después, empujándole los hombros contra el suelo con las patas anteriores. Mary Ann seguía sin poder gritar. No tenía voz.