«¿Qué demonios estás haciendo?», gritó el lobo. «¡Para! ¡Para!».
Aden mantuvo la fuerza de las mandíbulas y tiró hacia atrás. Notó un líquido caliente de sabor metálico en la boca, por la garganta, por el pelaje. Tuvo una arcada.
Hubo más gritos, más gemidos.
Aden jadeó mientras el cuerpo del lobo caía en la hierba. El dolor lo inmovilizó, tal y como él pretendía. Así, cuando saliera, no podría seguirlo ni atacarlo.
Tuvo que usar toda su fuerza mental para sacar una mano insustancial del cuerpo del lobo, y cuando se solidificó, pudo agarrarse a la raíz del árbol más cercano. De un tirón, salió al bosque.
Aden se quedó allí durante un instante, aturdido, intentando recuperar el aliento. «¡Muévete! ¡Muévete!». Su cuerpo humano se negaba a obedecer. Ya no estaba dentro del cuerpo herido, pero a su mente, y a las de sus compañeros, no les importaba. Todos sabían lo que había ocurrido, y sentían los efectos. Sus músculos estaban agarrotados alrededor de sus huesos, y lo mantenían inmóvil.
Por fin, la adrenalina comenzó a fluir por su cuerpo, a combatir el dolor y a darle fuerzas. Pudo rodar y tumbarse de costado. El lobo seguía exactamente como él lo había dejado, con la pierna extendida y ensangrentada.
—Lo siento —le dijo Aden, y era la verdad—. No podía permitir que me atacaras.
El animal lo miró con sus ojos verdes, llenos de dolor y de furia.
Aden se puso en pie y se tambaleó.
—Tengo que ir a ver al dueño de la casa. Volveré con vendas.
Un débil aullido le prometió un castigo si volvía. No importaba. Iba a volver. Fue hacia el barracón y entró por la ventana de su habitación. Estaba muy débil, y no tenía tiempo para enfrentarse a los demás chicos. Todas las ventanas tenían alarma de seguridad, pero el sistema sólo se encendía de noche. Además, Aden había cortado la conexión de su ventana hacía tiempo para que nunca activara la alarma, aunque sin cambiar de aspecto la instalación, por si acaso a Dan se le ocurría comprobarla.
Él tenía su propio cuarto de baño, y se bebió un vaso de agua entero. Después se lavó la cara. Afortunadamente, no se había manchado la camisa de sangre, sólo de tierra y de hierba. Estaba muy pálido, y tenía el pelo despeinado y lleno de ramitas.
Metió varias vendas y un tubo de crema antibiótica en una bolsa, y volvió a salir por la ventana. Después de esconder la bolsa entre unas piedras, se dirigió hacia la casa principal.
Dan estaba sentado en el porche, y Sophia se encontraba durmiendo a sus pies. La ventana que había tras él se hallaba abierta, y se oían los ruidos de las cacerolas y sartenes. Meg, la señora Reeves, estaba cocinando. Por el olor, estaba haciendo una tarta de melocotón. A Aden se le hizo la boca agua. El sándwich de mantequilla de cacahuete que había tomado a media mañana sólo era un recuerdo.
«¿Cómo puede Dan engañar a esa mujer?», preguntó Eve con un suspiro de disgusto. «Es un tesoro».
«¿Y a quién le importa?», exclamó Caleb. «Tenemos cosas que hacer».
Eve resopló.
«A mí sí me importa. Está mal».
Aden estuvo a punto de gritarles que se callaran.
Cuando Dan lo vio, miró su reloj de pulsera y asintió con satisfacción.
—Muy puntual.
—Te estaba buscando —dijo Aden, intentando no jadear de cansancio—. Quería contarte qué tal me ha ido.
—Ya sé qué tal te ha ido. Han llamado de la escuela.
¿Cómo? ¿Se habían quejado de él?
—Me han dicho que has hecho unos exámenes perfectos —terminó Dan.
Gracias a Dios. Aden sabía que debía sonreír, pero no podía.
—Estoy orgulloso de ti, Aden. Espero que lo sepas.
Durante toda su vida, había decepcionado a la gente, la había confundido, avergonzado y enfurecido. La alabanza de Dan era… agradable.
—Gracias —murmuró Aden. ¿Cómo era posible que Dan fuera tan estupendo y, al mismo tiempo, tan falso?
—¿Has visto a Shannon? Todavía no ha vuelto.
¿No había llegado? ¿Dónde estaba? Había salido antes que Aden.
—No, no lo he visto. Lo siento. Salimos del instituto por separado.
Dan miró otra vez el reloj.
—Bueno, voy a hacer las tareas —dijo Aden, aunque no tenía intención de empezar hasta después de haber curado al lobo. Dio sólo un paso antes de que Dan volviera a llamarlo.
—No tan deprisa. También me han dicho que después del colegio te quedaste hablando con una chica.
Aden tragó saliva y asintió. Estaba claro que lo habían estado vigilando, y eso no le gustaba. Si Dan le prohibía hablar con Mary Ann, entonces…
—¿La has tratado bien?
¿Era eso lo que le importaba a aquel hombre? Aden se sintió aliviado.
—Sí.
Dan ladeó la cabeza.
—Hoy no estás muy hablador, ¿eh?
—Estoy cansado. No he podido dormir en toda la noche por los nervios.
—Lo entiendo. Bueno, vete. Haz tus tareas, y después acuéstate pronto. Pediré que te manden la cena a tu habitación.
—Gracias —dijo Aden otra vez.
Después se dirigió rápidamente hacia la parte trasera del barracón, pero no entró. Tomó la bolsa que había lanzado por la ventana y se dirigió hacia el bosque, caminando entre las sombras para que nadie pudiera verlo.
El hombre lobo se había marchado.
Sólo quedaba una mancha de sangre, húmeda y brillante bajo el sol. Aunque Aden no vio al animal, vio a Shannon, herido, ensangrentado, dirigiéndose hacia Dan.
Con el estómago encogido, Aden lo siguió y escuchó a escondidas la conversación.
—¿Y quiénes eran? —preguntó Dan con ira—. ¿Conseguiste verlos?
—N-no.
Aden frunció el ceño. Shannon tenía los ojos verdes. El lobo tenía los ojos verdes. Shannon estaba herido. El lobo también. Shannon estaba allí en aquel momento. El lobo había desaparecido. ¿Realmente lo habían atacado, o estaba mintiendo para cubrir otra cosa, algo que la mayoría de la gente no entendería? Shannon no cojeaba, sin embargo, y la pierna no había podido curársele en tan poco tiempo, ¿verdad?
Más tarde, en el establo, cuando estaban recogiendo estiércol de caballo con las palas, Aden intentó sonsacarle información a Shannon sobre lo que había ocurrido, dirigiendo sutilmente la conversación hacia Mary Ann y hacia los lobos, para evaluar la reacción del chico. Lo único que consiguió fue el silencio.
Aden dio vueltas y vueltas por la cama, y al final terminó resignándose a otra noche de insomnio. Su mente estaba demasiado excitada. Las almas estaban dormidas, por fin, así que tenía sus pensamientos para él solo, aunque no fueran muy agradables. Sólo podía oír el jadeo de asombro que se le había escapado a Mary Ann cuando él se había metido en el cuerpo del hombre lobo. Sólo podía ver al hombre lobo, sangrando… ¿muriéndose? ¿O era Shannon el hombre lobo, tal y como él sospechaba? Si Shannon era el lobo, entonces querría matarlo. Después de todo, era lo que había prometido. Aden tendría que vigilar, estudiar y esperar. Si podía. Para entonces, Mary Ann ya le habría contado a todo el mundo lo que había visto. Lo más probable era que no la creyeran, pero con el pasado de Aden… cualquier acusación podía echarlo todo a perder.
Siempre podía recoger sus cosas y marcharse. Ya lo había hecho tres años antes. Vivir en la calle había sido muy duro. No tenía techo, ni comida, ni agua, ni dinero. Había intentado robarle la cartera a un tipo, pero lo habían arrestado y lo habían enviado a un reformatorio.
Sin embargo, ahora era más listo. Mayor. Podría sobrevivir. Pero por primera vez en su vida tenía algo por lo que sentir esperanza. Una escuela, amigos… paz. Si se escapaba, destrozaría aquella oportunidad de alcanzar la felicidad.
Suspiró y cerró los ojos.
«Despierta».
Aquella palabra resonó en su mente, seductoramente, pero también autoritariamente. Abrió los ojos. La chica del bosque estaba sobre él; su pelo oscuro caía como una cortina sobre sus hombros. No estaba allí hacía un instante, pero de todos modos, era una visión muy bella.
¿Era aquélla su visión? Porque él lo había visto antes: ella, frente a él. Pronto le haría un gesto para que lo siguiera al exterior. Y él la seguiría.
Respiró profundamente y percibió su olor a madreselva y a rosas. No, no era una visión. Aquello era real.
—¿Dónde has estado? ¿Qué…?
—Shhh. No debemos despertar a los demás.
Él apretó los labios. El corazón le latía con fuerza. Ella llevaba la misma toga negra que en la visión. Le dejaba un brazo pálido y esbelto al descubierto. En el dedo índice de la mano izquierda llevaba un gran anillo de ópalo. En la visión, ella siempre tenía mucho cuidado de no permitir que aquel anillo rozara a Aden.
—Me alegro de que hayas venido —susurró él.
Ella entornó los ojos, pero él siguió viendo su brillo cristalino. Aden se recordó que ella no sabía que él la conocía. Tenía que ser cuidadoso con sus halagos.
—Ven —dijo ella, y caminó… No, flotó hacia la ventana. Después, sin moverse, desapareció. Aden notó una brisa en la piel.
Un segundo después estaba en pie. Sentía la necesidad de obedecer de una manera que no entendía, y que no se había esperado. En su visión caminaba, sí, pero no se había dado cuenta de que no tendría el control de sí mismo. Sus pies se movían por voluntad propia. Lo llevaron hasta la ventana y lo hicieron saltar al suelo; no llevaba calzado, y sintió en la piel el rocío de la hierba. Ni siquiera entonces pudo dominar la situación. Sin embargo, no sintió pánico. Estaba con la chica de su visión, y eso era todo lo que importaba.
Observó la zona y la vio a unos cuantos metros por delante, junto a los árboles.
—Ven —dijo ella, y de nuevo, le hizo un gesto para que lo siguiera. Entonces volvió a desaparecer, pero sólo después de mirarlo de los pies a la cabeza.
Aden sintió vergüenza. Sólo llevaba unos calzoncillos negros. ¿Qué iba a pensar ella de él?
En parte, se sentía como si ya la conociera, y esa parte de él estaba cómoda con ella, y ya estaba medio enamorado de ella. Después de todo, conocía el sabor de sus labios y había oído como suspiraba su nombre, y había sentido como se derretía entre sus brazos.
Pero la parte racional de su cerebro sentía cada vez más cautela. La última vez que ella le había hablado, le había pedido respuestas que él no conocía. La última vez que la había visto, ella estaba con otro chico.
Hacía frío, y el cielo estaba lleno de nubes. Los grillos estaban chirriando, y a lo lejos, se oyó el ladrido de un perro. Pronto, ambas cosas cesaron, y sólo quedó el silencio, espeso y oscuro.
Hasta que sus compañeros comenzaron a despertar y bostezaron en su mente.
«¿Estamos fuera?», preguntó Julian con somnolencia.
—Sí —susurró Aden.
«No estaremos huyendo otra vez, ¿verdad?», preguntó Caleb.
—No.
Eve suspiró de alivio.
«Gracias a Dios».
«Entonces, ¿vas a decirnos lo que está pasando?», pidió Elijah.
—Estamos viviendo una visión.
Por fin, Aden llegó a un claro rodeado de follaje, bien oculto de miradas curiosas. ¿Pero dónde estaba la chica de la visión? No había ni rastro de ella.
—Alto —dijo la muchacha.
Aden se dio la vuelta y la vio. Era su belleza. ¿Y su asesina? Tenía una daga en cada mano. Sus dagas. Las que se le habían caído antes, cuando había entrado en el cuerpo del lobo.
Aden frunció el ceño.
Apareció un rayo de luna entre las nubes, e iluminó los reflejos azules de su pelo, además de las dagas. Ella no iba a apuñalarlo. Era delicada e inofensiva, tenía un aspecto demasiado inocente entre aquellas sombras.
—¿Dónde está el chico? —preguntó. A él seguramente no le importaría cortarlo en trocitos. Aden no había olvidado la ira que irradiaba—. ¿El que estaba contigo?
Ella ladeó la cabeza.
—Si hubiera venido esta noche, te habría matado.
—¿Por qué?
—Está celoso de ti. Además, se supone que yo no estoy aquí, y si él hubiera sabido que iba a venir, me lo habría impedido. Tenía que venir sola.
Él se hizo miles de preguntas. ¿Alguien estaba celoso? ¿De él? ¿Por qué? ¿Y por qué se suponía que ella no debía estar allí?
—¿Cómo me has traído aquí? Tú has hablado y yo me he visto obligado a obedecer.
Ella se encogió de hombros.
—Es un pequeño don mío. Creo que son tuyas —dijo, y se aproximó a él. Entonces, le tendió las dagas.
Aden se sintió orgulloso de sí mismo. No se estremeció, ni se preparó para atacar.
«¿Quién es?», preguntó Eve.
«Tengo otro mal presentimiento, Aden», dijo Elijah con pánico. «Creo que deberías marcharte».
—Silencio —murmuró.
—No me des órdenes —le dijo la chica. Cuanto más hablaba, más notaba Aden que tenía un acento extranjero.
—No estaba hablando contigo.
Ella se desconcertó.
—Entonces, ¿con quién? Estamos solos.
—Conmigo mismo.
—Entiendo —dijo ella, aunque estaba claro que no lo entendía—. Toma.
Le puso las dagas en las manos y añadió:
—Estoy segura de que vas a necesitarlas en los próximos días.
—¿Y no tienes miedo de que las use contra ti?
Ella se echó a reír. Su risa era como de campanillas.
—No me importaría. No me puedes hacer daño.
—Siento decírtelo, pero nadie puede soportar una cuchilla.
—Yo sí. No puedes cortarme.
Irradiaba una confianza absoluta.
—¿Quién eres?
—Me llamo Victoria.
—Yo soy Aden.
—Ya lo sé —dijo ella, y su voz se endureció.
—¿Cómo lo sabes?
—Llevo días siguiéndote.
—¿Por qué?
—Tú nos llamaste.
¿Por teléfono?
—No he podido llamaros. No tengo tu número.
—¿Me estás provocando?
—No. De veras, no te he llamado.
Ella exhaló un suspiro de frustración.
—Hace una semana, abrumaste a mi gente con energía. Era una energía tan fuerte, que nos dejaste sumidos en el dolor durante horas. Una energía que se enganchó a nosotros y nos atrajo hacia ti como si estuviéramos atados con una cuerda.
—No lo entiendo. ¿Que yo envié energía?
Una semana antes, lo único que había hecho era matar cuerpos y conocer a Mary Ann.
Al pensar aquello, abrió unos ojos como platos. La primera vez que había visto a Mary Ann, todo había dejado de existir y el mundo había explotado en una ráfaga de viento. ¿Se refería a eso Victoria? ¿Y qué significaba para Mary Ann y para él?