El anfitrión le presentó uno a uno a todos los invitados que iban a acompañarle aquella noche, elogiando de una manera exacerbada, cuando le tocó el turno, a un tal August Devrall; al parecer la última adquisición de la revista, un joven «prometedor y que no dejará indiferente a nadie». August Devrall dijo a George que le admiraba muchísimo y que esperaba que en un futuro pudiera escribir algo que mereciera su aprobación. George ni siquiera se dignó contestarle, intentando mostrar con esa actitud que el interés por esa joven promesa era totalmente nulo. Manifestó el mismo desdén por el resto de los invitados que le fueron presentados, a excepción de una joven de rizados cabellos castaños y profundos ojos verdes, a la que el anfitrión presentó como su hija Helen. En el momento en que George se agachó para besar su mano con un gesto amanerado, pensó que su presencia en esa casa acababa de cobrar un delicioso sentido.
Sentados ya a la mesa, George comenzó a sacar a relucir sus primeras armas de seducción, contando anécdotas elegantes y graciosas sobre su vida en Cambridge y relatando anécdotas igual de graciosas, pero quizá no tan elegantes, sobre personajes públicos que él había conocido en los últimos años. Con ello quería demostrar que cualquier mujer que se interesase por él podría conocer a quien se debía conocer en Londres en aquella época; convertirse en protagonista de la vida pública londinense, aparte de convertirse también en protagonista de los placeres de la vida privada que lord Byron podía ofrecer.
Era evidente que George estaba consiguiendo su propósito, ya que la joven Helen estaba escuchando atentamente todas y cada una de las palabras que salían de su boca y riéndose, a veces exageradamente, cuando él acababa una de sus graciosas anécdotas. George esperaba poder estar unos momentos a solas con Helen después de la cena para acabar de seducirla, susurrándole al oído bellas palabras que ella jamás habría escuchado y que se habían mostrado muy efectivas con mujeres aparentemente mucho más difíciles de conquistar que ella. Estaba seguro de que Helen irremediablemente acabaría cayendo en sus brazos y de que esos brazos la dejarían caer, a su vez, sobre el lecho de su alcoba. Quizá no esa misma noche, pero no tenía la menor duda de que eso sucedería en breve.
Llegaron los postres y George comenzó un juego de gestos insinuantes, a la par que sutiles, con Helen. Eran gestos que, dependiendo de la predisposición de ella, podían significarlo todo o nada y que funcionaban como prólogo a esas palabras que pensaba dedicarle una vez que los comensales abandonasen la mesa. Ese juego de gestos fue interrumpido, abrupta e inesperadamente, cuando August Devrall decidió entrar en escena.
—He escuchado atentamente todas las anécdotas que nos ha ofrecido gustosamente nuestro apreciado lord Byron —dijo, y al nombrar a George le miró directamente a los ojos, de manera desafiante— y mientras lo hacía he llegado a la conclusión de que la vida en Inglaterra es mucho más aburrida de lo que a simple vista se podría pensar.
La mesa quedó tan en silencio tras pronunciar Devrall esas palabras que se podían escuchar los pasos de los criados de la casa, que se acercaban al salón principal con las bandejas de los espirituosos. Todo el mundo miró a George esperando que él respondiera al evidente golpe que el joven August le había propinado, pero lord Byron no supo qué contestar; no podía replicarle en aquel momento porque, aparte de saber que el propietario del
New Monthy Magazine
le consideraba una joven promesa de las letras, desconocía totalmente a su inesperado rival. Para atacarle habría necesitado saber por qué flanco hacerlo, cuál era su punto débil, y hasta aquel momento ni siquiera le había considerado como posible enemigo, en parte porque para él no eras más que un arribista buscando sacar provecho de una relación con el gran lord Byron. Además, también desconocía por qué razón Devrall le había atacado de esa manera, cuando un par de horas antes le había mostrado su admiración.
Las dudas de George sobre las intenciones del joven August Devrall se disiparon pocos instantes después de que le hubiese dedicado esas envenenadas palabras. Ante el silencio de George, su nuevo enemigo de salón comenzó a explicar anécdotas de sus numerosos viajes por Europa, Asia Occidental y el norte de África. Eran historias de aventuras, en las que su narrador se había enfrentado a mil peligros y conocido a reyes, magos, sabios, y a mujeres que poseían la belleza auténtica, aquella que había inspirado durante siglos a los artistas que todos admiraban. «Eso sí —añadió Devrall, dirigiendo su mirada a Helen—, ninguna de ellas podría compararse a usted.»
Con esa frase George entendió cuáles eran las verdaderas intenciones que habían movido a August Devrall a atacarle de aquella manera. Ambos se habían sentado a la misma mesa con el deseo de conquistar a la misma mujer. Al menos ya conocía qué había provocado esa guerra que él no había buscado, pero guerra al fin y al cabo, y pensó que valía la pena contraatacar, y lo haría intentando hacer ver que todas aquellas historias eran fruto de una imaginación prodigiosa, y no de unas vivencias reales.
—Fascinantes son sin duda las aventuras que parece haber vivido, señor Devrall —dijo George, devolviéndole la mirada desafiante que minutos antes había recibido de él—, pero mientras le escucho, no puedo de dejar de preguntarme: ¿cómo es posible que alguien tan joven como usted, del que desconozco linaje y fortuna, haya podido viajar por tantos lugares sin pasar penurias económicas?
—Es cierto que no soy descendiente de ninguna familia aristocrática —contestó August Devrall— y que de mi padre no recibí más herencia que el anillo que porto en mi mano derecha, pero hay muchas maneras de amasar una pequeña fortuna sin necesidad de heredarla.
—Pues ilústrenos, señor Devrall —contestó George—, díganos cómo amasó usted esa fortuna.
—Sé que quizá esté mal visto y que gente como usted, señor Byron, puede llegar a considerar que es un método despreciable de conseguir dinero, pero como en el fondo me importa bien poco lo que usted y sus semejantes puedan pensar sobre mí… —Tras decir esto, Devrall tomó aire antes de continuar—. No tengo ningún problema en confesar que todo lo que poseo lo gané jugando a la cartas.
—¿Es usted un jugador profesional? —preguntó George.
—No, profesional no; solamente un jugador con suerte. No mucha, solamente la suficiente para entender que cuanto más dinero se tiene, más fácil es perderlo si no se ha conseguido con el sudor de la frente, y siento decirlo, pero la nobleza acomodada es una víctima más que propicia para alguien como yo. Por ejemplo —prosiguió Devrall—, mi último viaje a Egipto lo financió un lord pretencioso que ni siquiera se dignó darme la mano cuando me lo presentaron. Su arrogancia fue su perdición y ahora creo que ha huido a Francia, a esconderse de sus acreedores.
George recibió aquellas palabras como si se tratase del segundo ataque virulento de la noche. Estaba claro que desconocía totalmente a su enemigo, pero este le conocía muy bien y sabía que su padre, el de George, se había refugiado en Valenciennes para huir de acreedores enfurecidos y que él mismo llevaba años pagando las deudas del anterior lord Byron. Era evidente que Devrall era un grandísimo rival, y George pensó que la única manera de derrotarlo era ganarle en su propio terreno.
—Me agradaría profundamente, y creo que al resto de nuestros amigos también —dijo George en un tono amigable—, que nos ofreciera una muestra de sus dotes como tahúr, señor Devrall.
—¿Quiere que juegue a las cartas aquí y ahora?
—Sí, precisamente eso, mi querido August.
—De acuerdo, pero dudo mucho que, después de lo que he explicado, alguien quiera enfrentarse a mí.
—Yo seré quien se enfrente a usted —propuso George—, si es que no tiene miedo a ser derrotado por alguien de mi clase.
Devrall aceptó el reto. El amo de la casa pidió a un criado que llevara una baraja francesa y unas fichas de juego y ordenó a los demás que retiraran todo lo que había sobre la mesa. George y su rival se sentaron frente a frente y el resto de los invitados se dividió en dos grupos, que se colocaron detrás de los jugadores para contemplar el juego desde cerca, pero sin molestar a ambos contendientes. George se sintió grandemente reconfortado al comprobar que Helen había decidido unirse a la gente situada a sus espaldas. Era evidente que el reto había sido un golpe maestro y que antes de iniciarse la partida él ya iba ganando.
—¿Qué nos jugamos, solo dinero o algo más? —preguntó Devrall antes de repartir las cartas por primera vez.
—Creo que deberíamos jugarnos aquello que heredamos de nuestros padres, mi villa de Aberdeen contra su anillo dorado. Quien se lleve todas las fichas ganará la partida.
Devrall aceptó, se quitó el anillo y lo dejó sobre la mesa. Se trataba de un aro dorado rematado por un sello en el que aparecía dibujado un murciélago de color rojo. No tenía ningún valor apreciable, pero no se trataba de dinero, sino de algo más importante, por eso a George no le tembló el pulso cuando redactó y firmó un documento en el que donaba su casa de Aberdeen a Devrall si este le derrotaba esa noche. A medida que la partida iba transcurriendo, la expectación de los presentes iba en aumento. George se dio cuenta de que cada vez que ganaba un montón de las fichas de su rival, Helen se acercaba y le ponía la mano en el hombro a modo de felicitación, y que cada vez que perdía, la joven suspiraba melancólicamente. Era evidente que Helen sabía cuál era el verdadero premio para el ganador de aquella partida y que ansiaba que ese ganador fuese George. El juego estaba muy igualado y parecía que jamás iba a tener fin, pero cuando todos los presentes pensaban que ambos caballeros decidirían terminar la partida en tablas, Devrall apostó el resto y, ante el asombro de todos, George vio la apuesta. Una tras una y por turnos, los jugadores fueron descubriendo sus cartas; la última que mostró George, una reina de corazones, hizo que todos los presentes comenzasen a aplaudir y que Helen besase su mejilla, ante el rostro derrotado de August Devrall. Este se levantó de la mesa y se fue de la casa sin despedirse siquiera mientras George acomodaba el anillo de los Devrall en uno de los dedos de su mano derecha.
La velada continuó como George esperaba, con Helen rendida a sus pies. Si no compartieron lecho aquella noche fue porque consideró que después de haber vencido a Devrall su deseo de placer ya estaba saciado, por lo que no habría podido disfrutar del todo del cuerpo y la inocencia de Helen. Ya había conseguido lo que quería de ella; los placeres de la carne podían esperar. Se despidió de Helen con la promesa de que pronto recibiría noticias suyas y abandonó la casa. George hizo una señal a su cochero y este se acercó hasta donde se encontraba él, deteniendo el carruaje de tal manera que la puerta del mismo quedara justo frente al lord. George iba a hacer el ademán de abrir la puerta, pero esta se abrió sola ante su asombro. Al subir al carruaje, se encontró frente a frente con August Devrall, quien, después de asirle con fuerza la muñeca izquierda, le dijo:
—Ha sido una gran partida, he de reconocerlo. No cabe duda de que es usted un gran rival, posiblemente el mejor que he tenido. Yo respeto profundamente a aquellos que merece la pena respetar, y usted esta noche se ha ganado mi respeto. Sin embargo, no puedo dejar de estar enfadado con usted, y eso puede ser peligroso. Me ha ganado esta noche y se ha llevado mi anillo, pero quiero que comprenda que Helen es solo mía. Si no entiende lo que acabo de decirle, me obligará a hacérselo entender de otra manera.
Devrall soltó la muñeca de George y bajó del carruaje ordenando al cochero que se pusiera en marcha.
Lord Byron no era un hombre que se dejara intimidar fácilmente, y menos aún por el simple pretendiente de una joven burguesa, pero estaba seguro de que la amenaza de Devrall era cierta, y no por miedo, pero sí quizá para evitar un nuevo escándalo, era preferible alejarse de Helen y de todo lo que la rodeaba. Eso sí, había decidido mantener el anillo de los Devrall en su mano derecha, como recuerdo de la victoria de esa noche y en homenaje a todos aquellos infelices de los que Devrall se había aprovechado jugando a las cartas.
Días después del incidente con Devrall, George entregó a la editorial el manuscrito de Bardos ingleses y críticos escoceses e inició un viaje por diferentes parajes de Europa. En aquel duelo dialéctico con Devrall, se había dado cuenta de que necesitaba conocer mundo, pues viajar con libertad era lo único que no había podido hacer en su vida. Después de visitar España, Portugal, Malta y Grecia, George viajó a Turquía, donde, tras visitar las ruinas de la mítica Troya, decidió descansar unos días en la ciudad de Esmirna. Alquiló una pequeña cabaña a las afueras y en ella se instaló junto a un guía turco que había contratado semanas atrás en Atenas.
Una tarde, George y su guía fueron al puerto de Esmirna para comprar pescado fresco para la cena. Llevaba apenas cinco minutos en aquel lugar, cuando una anciana se acercó al guía y señalando a George le dijo algo al oído. El guía se quedó mirando extrañado al lord, mientras la vieja comenzó a ir por los diferentes puestos del mercado de pescado para repetir la misma acción de susurrar al oído de la gente mientras señalaba a lord Byron. Los tenderos del mercado, después de escuchar a la anciana, fueron cogiendo, uno tras otro, el cuchillo más grande que tenían a mano, y antes de que George fuera capaz de darse cuenta de lo que estaba ocurriendo realmente, se encontró rodeado de una treintena de hombres armados que le miraban con odio.
—¿Qué ocurre? —preguntó George al guía.
—La anciana dice que es usted un demonio, señor —contestó el guía—. Dice que es usted August Devrall.
—¿August Devrall? No, yo soy George Gordon Byron, sexto lord Byron. Por favor, dígales que están en un error.
Mientras el guía traducía lo que le había dicho, George pensó que en alguno de sus viajes Devrall debía de haberse aprovechado de sus dotes de tahúr para arruinar a unas cuantas familias de Esmirna. Al parecer, no se dedicaba solamente a hundir a aristócratas engreídos, sino también a humildes comerciantes. El guía volvió a dirigirse a George, en esta ocasión para decirle que sabían que él era August Devrall por el anillo que llevaba en la mano derecha. Lord Byron pidió que les explicara que ese anillo se lo había ganado meses atrás al propio Devrall en una partida de cartas. El guía volvió a traducir las palabras de George y al parecer los tenderos le creyeron, ya que disolvieron el corro que habían formado y volvieron, con gestos de satisfacción, a sus puestos.