Entre nosotros (48 page)

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Authors: Juan Ignacio Carrasco

Tags: #Terror

BOOK: Entre nosotros
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—¡Pues menos mal que me cogió cariño!

—Luego llegó tu relato y, como se dice vulgarmente, se me encendió una bombilla. Si podía ofrecer algo a cambio, quizá aceptasen saltarse la norma del cupo. Lo hablé con Helmut, lo consultó y me dijo que lo aceptaban.

—Entonces tuvo que retocar mi relato para que realmente pensaran que merecía la pena saltarse el cupo por mí. ¿Cómo pudo hacer eso? ¿Qué había hecho yo para que usted decidiera que me mataran?

—O morías tú o lo hacía yo. Estaba luchando por mi supervivencia, por mi vida.

—¿Luchando? ¿Así es como se lucha? Usted luchó una mierda, lo que hizo fue aprovecharse de una persona inocente e indefensa. Eso no es luchar. Realmente merece ser un vampiro. Es usted igual que ellos.

—¡Era por mi vida!

—¿Por su vida? ¿Matar a cambio de no morir?

—Matar a cambio de la inmortalidad.

—Como Judas, él también consiguió su inmortalidad, señor Higgins. Esa es la única inmortalidad que usted va a conseguir, la inmortalidad de Judas.

A veces decía unas cosas que no sabía de dónde las sacaba, pero eso de la inmortalidad de Judas me pareció muy bueno. Cuando dije esta frase, me vinieron a la cabeza otros nombres que podría haber utilizado en vez del de Judas. Por desgracia, hay demasiados héroes cuya heroicidad se ha asentado en la muerte de inocentes. También son inmortales, incluso se escriben libros y se hacen películas sobre ellos, los venden en camisetas y pósters, los citan en tertulias de televisión. La inmortalidad se puede lograr de muchas formas, pero la manera más fácil para logarla siempre ha sido manchándose las manos con sangre inocente.

—Lo que no acabo de entender, señor Higgins —continué diciendo—, es cómo puede usted contarme todo lo que me ha contado, decirme que sabía que me iban a matar, en vez de mentirme de nuevo o callarse.

—¿Me preguntas por qué he confesado todo?

—Sí, eso mismo.

—No busco que me comprendas ni justificar lo que he hecho, ya que, además, no puedo arrepentirme de haber obrado de esa manera. No sé lo que ha pasado en Nueva York ni cómo es posible que tú sigas vivo y Helmut haya muerto, pero eso ya da igual, supongo. Soy lo que soy y no tengo por qué seguir ocultándolo. Admiro a los vampiros porque son una raza superior, posiblemente el futuro, algo diferente y admirable en este mundo miserable.

—Son asesinos despiadados.

—¿Asesinos despiadados? ¿Desde qué punto de vista? Necesitan beber sangre humana para vivir en todo su esplendor, eso no es asesinato. Tú lo llamas así porque te basas en leyes absurdas hechas por burgueses y clérigos, asentadas sobre frases vacías que hablan de la igualdad entre todos los hombres. ¿Asesinos? Vives en un país en el que hay pena de muerte, pero eso no es asesinato, eso es justicia. ¿Qué diferencia hay entre lo que hacen los vampiros y lo que sucede en una guerra? ¿Todos los soldados son asesinos despiadados? Piedad, otra palabra estúpida. ¿De dónde sale esa palabra? Piedad. ¿Por qué hay que ser piadoso? ¿Por qué el que da limosna está mejor visto que el que roba? Ah, sí, porque Dios lo cree así. Un buen día un grupo de personas se reunieron, personas ociosas y mediocres, y decidieron que las cosas debían ser así. Decidieron qué era lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto, y también cuándo lo que ellos habían dicho que era malo podía considerarse bueno o lo injusto justo. Sí, decidieron que la moral dependía de las necesidades que ellos tuvieran en cada momento. Matar es malo, pero no lo es si lo puedes justificar hablando de democracia o de justicia. ¿Qué diferencia a un gobernante que envía a su pueblo a una guerra de un vampiro que mata a alguien para beber su sangre? ¿La democracia? ¿El bien del país? Oh, sí, claro, los vampiros no tienen banderas.

—Eso no es cierto, yo al menos he visto una y le puedo asegurar que no es agradable a la vista porque por sí sola significa todo lo malo que tiene el ser humano. Y todo lo malo que tiene el ser humano le haría merecer ser vampiro. Usted podría ser un buen vampiro, lástima que ya no pueda serlo. Ya no le quedan contactos en Nueva York y su intento de matarme a cambio de su condenación eterna le ha salido mal.

—Bueno, creo que esta conversación ha acabado y que ahora vas a matarme.

—¿A matarle?

—Sí, a matarme. ¿No has venido a eso?

—No, no voy a matarle. Lo que le voy a decir ahora a lo mejor le parece raro. No puedo matarle porque en estos momentos estoy con usted en el mundo real, no en el fantástico de los vampiros. He estado allí y es lo más parecido que hay al infierno, pero he podido escapar de ese infierno y ahora no me apetece volver. No puedo matarle porque para mí usted no es el personaje de una historia de vampiros o yo no puedo verle así. Si estuviéramos en un sótano con nichos de mármol blanco o en una habitación con ataúdes por estrenar, le mataría sin dudarlo, pero no estamos en ningún sitio de esos. Aquí hay normas, leyes y moral. Eso le salva y me salva a mí.

—Entonces ¿qué vas a hacer?

—Nada, no voy a hacer nada. No puedo ir a una comisaría y denunciarle porque manipuló un relato mío para que unos vampiros me mataran. La policía es real y los vampiros son ficción, no podemos juntar a ambos en esta historia. No, señor Higgins, no le voy a hacer nada. Morirá pronto y lo hará solo, recogiendo lo que ha sembrado. Yo lo único que voy a hacer es irme de este despacho y esperar no volverle a ver en mi vida. Eso sí, si por la razón que sea vuelve usted a intentar hacerme daño, a mí o a cualquier persona de las que quiero, entonces decidiré que usted y yo somos personajes de una historia de vampiros y le mataré. Le proporcionaré una muerte lenta y muy dolorosa. Adiós, señor Higgins.

Salí del despacho de Higgins con la nuez a punto de reventarme a causa de la «angustia de la lágrima no derramada, sección rabia contenida». Tenía ganas de matarle, por supuesto, pero sabía que de hacerlo me convertiría en todo aquello que odiaba, me haría regresar al mundo de los vampiros en las peores condiciones posibles. Lo que me angustiaba era que al final pareciese que Higgins se había salido con la suya. Intentó matarme y ni le toqué un pelo, pero es que no podía hacerlo, no podía hacerlo. Sí, Higgins debía morir, como el Samuel Hide que era, pero yo no era la persona idónea para segarle la vida. Ya no lo era.

Sin embargo, inesperadamente para mí, apareció esa persona para hacer lo que yo no podía hacer.

Aquella misma noche, mi padre casi no habló durante la cena. Deduje que era porque había algún problema en la ferretería. No quise preguntarle lo que le pasaba y decidí después de cenar irme a mi habitación, pues entendí que mi presencia le incomodaba de alguna manera. Diez minutos después de dejar a mi padre a solas con sus problemas, vino a mi habitación para decirme todo lo que no supo cómo decirme durante la cena.

—Tu tutor se llamaba Higgins, ¿verdad? —empezó diciendo—. ¿Heathcliff Higgins?

—Sí, Heathcliff Higgins.

—Bueno, pues a última hora de la tarde lo han encontrado muerto en su despacho. Se ha suicidado, se ha ahorcado con el cinturón de su pantalón. Dicen que estaba muy enfermo, que tenía cáncer…

—Sí, tenía cáncer.

—Lo siento mucho, Abel. ¿Quieres que vayamos a su funeral?

—No, no me apetece.

—Lo entiendo, hijo. Si quieres hablar del tema, estaré abajo, ¿vale? Solo quiero que entiendas que estas cosas pasan. Tu amigo Higgins se ha suicidado porque era un cobarde.

—Sí, era un cobarde, papá.

—De todas maneras, Abel, no te preocupes, hay muchos peces… Ah, no, lo de los peces no vale para esto. No, peces no, otros bichos.

—No, eso de que hay muchos peces en el mar puede ser válido.

—¿En serio?

—Sí, a mí me vale.

—Bueno, pues lo que tú digas.

Mi padre aceptó que aceptara la tontería esa de los peces y se despidió recordándome que andaría por abajo en caso de que necesitara consuelo paterno.

El suicidio de Higgins era un extraño y lógico final para aquella aventura de vampiros y libros que nunca quise protagonizar. Extraño porque él entregó la vida de un inocente para conseguir vencer a la muerte, y alguien que hace algo así se supone que peleará hasta el final. Lógico porque, a fin de cuentas, Higgins era un cobarde traidor, y a los cobardes traidores de las historias de ficción se les fusila al amanecer o se acaban suicidando. Sí, quizá el suicidio de Higgins fue más lógico que extraño, pues él era más personaje que persona. De todas maneras, lo que más me importaba de la muerte de Higgins era lo que he señalado antes, que se trataba del final de mi historia
vampiril
. Muerto él, ya me podía dedicar a lo mío, es decir, a vivir la vida que siempre quise vivir, cumpliendo el destino que mi padre me había escrito en el cartel verde con letras doradas del negocio familiar. Lord Byron, Renée Zellweger y los vampiros, con sus cosas de morder y chupar, habían sido simples piedras en el camino, ridículas piedras que no habían podido finalmente desviarme de mi destino. Abel J. Young iba a heredar una ferretería y se iba a casar con Mary Quant, la chica que se llamaba como la inventora de la minifalda. Solamente un hecho extraordinario podría cambiar eso. Bueno, un hecho extraordinario o un SMS de una japonesa licenciada en historia por Harvard, concretamente el que Arisa me envió aquella misma noche:

Abel, ya sé que dijimos que nos olvidaríamos de los vampiros, pero Gabriel y yo nos hemos dado cuenta de que no podemos dejar que se salgan con la suya… Estamos planeando una visita de cortesía a nuestra amiga Julia Hertz. ¿Te apetece comida china?

EL JURAMENTO

Abel J. Young y HearthCliff Higgins

G
eorge contemplaba desde la ventana cómo los relámpagos de la tormenta se reflejaban en el lago. En el salón contiguo se oía a Mary Shelley leyendo en voz alta un relato de fantasmas. También se podían oír los murmullos y comentarios del resto de las personas que se bailaban en el salón escuchando a Mary: Percy Shelley, Claire Clairmont, la condesa Potocka, Matthew Lewis y el secretario y médico personal de George, John Polidori. Fue este último quien propuso que, aprovechando que la noche —tan desapacible como todas aquellas del verano sin verano de 1816— era perfecta para sacar a relucir los miedos ocultos de las almas mortales, sería interesante acabar la velada leyendo algunos relatos de un libro sobre fantasmas alemanes que él había traído consigo de Inglaterra. A George le molestaba profundamente que Polidori, sin ser un invitado suyo, sino un simple empleado, estuviera tomando un protagonismo en Villa Diodati que no le correspondía. Ni siquiera lo consideraba un buen médico, y había tenido secretarios que habían realizado su trabajo con mucha más prestancia que Polidori. Le habían dado muy buenas referencias de él, y George necesitaba un médico cerca cuando viajaba al extranjero, debido a que desde hacía años la enfermedad, en sus múltiples manifestaciones físicas y anímicas, había sido su única compañera fiel. Además, el hecho de que Polidori pudiera hacer también de secretario suponía ahorrarse un sueldo, algo que, aunque George no quisiera reconocerlo, era un auténtico alivio para su maltrecha economía. Por todo ello, en un principio consideró acertado contratarle, pero ahora pensaba que había sido un error hacerlo y estaba decidido a librarse de Polidori cuando regresara a Londres. Eso sí, mientras permaneciese en Suiza intentaría hacer ver a su médico y al resto de los invitados que su presencia no le importunaba en absoluto. En el mundo en el que George se movía, las apariencias eran lo único que valía la pena mantener, aunque el honor y el dinero se resintieran por ello.

El desprecio que sentía por Polidori hizo que no quisiera participar en la lectura y posteriores comentarios de esos relatos alemanes. Valiéndose de la excusa de que el vino de la cena se le había subido a la cabeza y de que se sentía algo indispuesto, abandonó el salón donde todos sus invitados estaban entonces reunidos y se dirigió a la sala contigua.

Mientras los invitados de la casa estaban enfrascados en la lectura de cuentos fantasmagóricos, George aprovechó su soledad y la inspiración que le traía la tormenta que contemplaba desde la ventana para repasar mentalmente el esquema de un relato que quería escribir desde hacía años. No iba a ser un relato convencional, un simple entretenimiento para seres acomodados y ociosos. No, su relato iba a ser un arma, posiblemente la única que él podía utilizar en aquellos momentos, para destruir a un vampiro.

Para que su plan surtiera efecto, necesitaba la colaboración de otros amigos escritores. Esa era, precisamente, la verdadera razón por la que había invitado a Villa Diodati a Percy Shelley y a Matthew Lewis: proponerles que se unieran a él en la aniquilación de ese ser maligno. Lo harían sin saberlo, serían una pieza clave en su plan, pero jamás les diría que el fin último iba a ser desenmascarar y destruir a un vampiro. Era evidente que si les rebelaba cuál era la verdadera razón por la que necesitaba su colaboración, ellos le tomarían por loco, pues era bien sabido que los vampiros no existían. El propio George habría pensado lo mismo de cualquier persona que le hubiese propuesto tal cosa, de no haber viajado a Turquía años atrás y haber descubierto que aquel a quien todos conocían como August Devrall no era humano, sino un ser venido del infierno para saciar su sed con la sangre de inocentes.

George había conocido a August Devrall durante una cena en Londres organizada por el propietario del
New Monthy Magazine
. En un principio había dudado acerca de asistir a esa cena porque el
New Monthy
era una publicación que no se encontraba entre sus lecturas habituales y tampoco tenía relación alguna con sus redactores y colaboradores. Sin embargo, se dio cuenta de que esa noche en concreto no tenía nada interesante que hacer y de que si iba a esa cena había muchas posibilidades de encontrar compañía femenina con la que terminar la velada de una manera placentera.

—Mi admirado lord Byron —dijo el anfitrión de la cena cuando George entró en el salón principal de su casa—, es un honor tenerle entre nosotros. Muchísimas gracias por haberse dignado a compartir con nosotros la velada.

A George le halagaban, quizá en exceso, este tipo de recibimientos. Se había convertido, desde la publicación de
Horas de ocio
, en uno de los poetas de moda, y después de haber entrado ese año en la Cámara de los Lores, era visto como uno de los jóvenes más prometedores de la Inglaterra de los primeros años del siglo XIX. Eso hacía que todo el mundo quisiera aprovechar cualquier situación para establecer con él lazos de unión, sin importar la naturaleza de estos, que les reportara cierta notoriedad en el presente y beneficios de toda índole en el futuro. La fama adquirida por George también le servía como arma de seducción, y se unía a las que ya poseía para este fin: su belleza y su elegancia. Al recibirle el propietario del
New Monthy Magazine
de aquella manera, George entendió que iba a ser el centro de la velada, otra vez, y eso le complacía enormemente.

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