Read Enigma. De las pirámides de Egipto al asesinato de Kennedy Online
Authors: Bruno Cardeñosa Juan Antonio Cebrián
Tags: #Divulgación
La polvareda la levantó hace unos años un libro del estadounidense John F. Moffitt, docente en The New México State University, en que argumentaba sus dudas acerca de la autenticidad de la escultura. Resultado de veinte años de análisis detectivesco fue su libro
El caso de la Dama de Elche. Crónica de una leyenda
(1995). El profesor Moffitt lanzó un devastador dardo acusatorio sobre una de las obras más bellas y más famosas de la Antigüedad. Según su opinión, la Dama de Elche sería una falsificación de finales del siglo XIX, más concretamente de 1897, la fecha de su descubrimiento. Moffitt llegó incluso a sugerir un nombre para el autor de la falsificación: habría sido obra de un tal Pallas i Puig.
Frente a la irritación de muchos «defensores» de la antigüedad real de la Dama, Moffitt insistía en reclamar para la famosa pieza una datación mediante el carbono-14 de los únicos elementos susceptibles de dicha prueba, es decir, los restos de policromía que conserva. Nadie le hizo caso salvo una excepción: Juan Antonio Ramírez Domínguez, catedrático de Historia del Arte de la Universidad Autónoma de Madrid, que fue uno de los pocos especialistas que se tomó en serio la aportación de Moffitt, considerando correcta su hipótesis.
Parecía que la pieza no acababa de encajar en los parámetros de lo que se sabía sobre la escultura ibérica que surgió hacia el año 500 a.C. Al hacer un resumen de los numerosos argumentos que en aquel libro se aducen, hay que decir que los primeros de esa relación fueron recogidos por Moffitt de otros autores que también, en su momento, «habían dudado». Recuperó los siguientes reparos formulados por Nicolini o las discordancias que ya habían sido señaladas por el profesor García Bellido. Por ejemplo:
Otras objeciones adicionales que Moffitt aporta, por su cuenta y riesgo, son las siguientes
Moffitt concluye diciendo que el argumento arqueológico de la integridad de la pieza —que apenas presenta unos desperfectos mínimos, muy accidentales— se hace más firme, si cabe, cuando se tiene en cuenta que Ilici (Elche) fue totalmente destruida y que todos sus restos aparecen por ello despedazados, como observaba el arqueólogo Ramos Fernández. No sólo es inverosímil hallar una pieza intacta, cuando hubo de ser traída, llevada, tirada, etcétera, sino que consta que en ese lugar precisamente se produjo una destrucción total, de la que se han recogido millares de fragmentos mínimos.
Los ilicitanos reaccionan airados cada vez que la Dama de Elche es objeto de críticas y opiniones ofensivas, sintiéndose en la obligación de defender su emblema —
excusatio non petita, accusatio manifesta
— cada vez que se habla de una posible falsificación. Consideran descabelladas esas teorías, puesto que en posteriores congresos internacionales muchos especialistas han aportado argumentos que avalan la autenticidad de la Dama de Elche.
La pena es que aún no se haya hecho, de una vez por todas, la prueba del carbono-14 para disipar cualquier duda que surja, ahora y siempre, sobre la autenticidad de esta rareza de la escultura ibérica.
En el siglo XIX existió un apasionado interés por la astronomía. La mejora constante de la tecnología y el avance de la ciencia hicieron que se estudiase con un interés cada vez mayor el cosmos, en especial los planetas que se encontraban más cerca de la Tierra. De ellos ninguno tuvo un interés mayor que Marte, el inquietante planeta rojo. A comienzos del XIX, el matemático alemán K. F. Gauss propuso dibujar con la vegetación de las estepas de Asia central los elementos del teorema de Pitágoras para que pudiesen ser observados desde el espacio. El astrónomo austríaco Von Nittrow quería escribir una fórmula matemática universal en unos canales llenos de agua en los que flotaría queroseno inflamado, y el francés Charles Cros propuso, en 1869, un sistema de espejos gigantes con el fin de mandar signos en morse a Marte.
Durante esos años, casi todos los astrónomos terminaron por convencerse de que en el sistema solar sólo Marte y Venus tenían posibilidades de abrigar alguna vida inteligente. Venus era difícil de estudiar con los medios disponibles en el siglo XIX, pues era casi imposible apreciar nada bajo su atmósfera de nubes opacas. Marte, por el contrario, facilitaba la observación, con su atmósfera limpia y su tonalidad rojiza. No obstante, aun a pesar de ello, la poca definición de los telescopios y la dificultad de traspasar la barrera formada por la atmósfera de la Tierra, e incluso la débil atmósfera marciana, hicieron muy complicados los intentos de cartografiar nuestro vecino planeta. Esto provocó bastantes discusiones entre los astrónomos, que no se ponían de acuerdo en las conclusiones deducidas de las observaciones.
Pero la moda marciana nació en realidad tras los estudios de un astrónomo italiano, Giovani Schiaparelli (1835-1910), que realizó detalladas observaciones astronómicas de la geografía de Marte, tras las que llegó a la conclusión de que existían una serie de líneas con una longitud de miles de kilómetros. Como resultado de sus análisis, diseñó un mapa de Marte muy diferente a todos los anteriores, que mostraba una red de líneas oscuras y estrechas uniendo puntos más anchos. Los estudios de Schiaparelli eran razonablemente serios y no fueron discutidos en lo esencial por sus contemporáneos, pues en apariencia estaban realizados con meticulosidad y esfuerzo. El astrónomo italiano señaló también que los casquetes polares de Marte disminuían de superficie en el verano marciano y, cuando este fenómeno se producía, las zonas oscuras se ensanchaban como si alguna forma de vegetación se desarrollara allí durante el estío. Schiaparelli denominó a estas líneas canales y les dio el nombre de viejos ríos antiguos o mitológicos. En la prensa sus revelaciones tuvieron un éxito asombroso. Aunque Schiaparelli creía que eran de origen natural, la prensa popular italiana y extranjera usaba siempre el término «canales», dando a entender que eran artificiales. Para la gente, que no daba importancia al hecho de que tenían unas anchuras próximas a los ciento cincuenta kilómetros, no había duda posible: eran la prueba de que Marte era el hogar de una civilización tecnológica y avanzada que construyó los canales para conservar el agua, la cual empezaba a escasear en su planeta, por causa del débil campo gravitacional. Los libros sobre el tema proliferaron y alcanzaron un notable éxito, algunos firmados por nombres importantes, como Camille Flammarion, un ardiente partidario de la existencia de la vida extraterrestre.
Sin embargo, fueron los trabajos del astrónomo norteamericano Percival Lowell (I855-I9I6) los que convirtieron a los canales de Marte en un mito universal.
Lowell había nacido en Boston, Massachusetts, y estudiado en la prestigiosa Universidad de Harvard. Viajó a Japón y Corea desde 1877 hasta 1893 y posteriormente escribió libros sobre Asia oriental. En 1894 fundó y fue director del Observatorio Lowell en Flagstaff, Arizona. Lowell examinó con cuidado Marte y analizó las extrañas líneas documentadas por Schiaparelli. Durante quince años de estudio tomó miles de fotografías. Gracias a su trabajo, el número de «canales» pasó de cuarenta a más de quinientos. Estos representaban, según él, un sistema de regadío que atravesaba las bandas sombrías visibles desde la Tierra y marcaba zonas de cultivo. Para él, Marte, más alejado del Sol y más pequeño que la Tierra, estaba secándose, y la civilización que lo habitaba luchaba por sobrevivir. A Lowell le dieron igual las numerosas críticas de los escépticos, publicó libros sobre el tema, y aunque sus teorías fueron consideradas bastante fantásticas por la mayoría de los científicos de la época, no impidieron su éxito popular.
Además, Lowell no era ningún fantasioso ni ningún farsante. Desde 1902 hasta su muerte, impartió clases de astronomía como profesor no residente en el Instituto de Tecnología de Massachusetts. También se dedicó al análisis del movimiento de los dos planetas extremos conocidos: Urano y Neptuno. De la irregularidad de sus órbitas dedujo que debía de haber un noveno planeta. Lo buscó ansiosamente desde su observatorio, pero sin resultado. Entre sus obras se encuentran
Mars and Its Canals
(
Marte y sus canales
; 1906) y
The Genesis of the Planets
(
La génesis de los planetas
, 1916). Catorce años después de la muerte de Lowell, el planeta fue descubierto por Clyde Tombaugh, en el mismo observatorio que Lowell había fundado y dirigido. Sin embargo, su masa es tan pequeña que no podía provocar las presuntas perturbaciones observadas por Lowell, por lo que hoy se considera que el descubrimiento de Plutón ha de atribuirse más a la casualidad que a una previsión científica.
En cuanto a Marte, antes de su muerte, en 1916, las observaciones realizadas con la ayuda de telescopios más potentes que el suyo mostraron que los «canales» eran ilusiones ópticas y errores de interpretación. A pesar de ello, la creencia de la existencia de una vida inteligente en Marte duró hasta 1964, año en que la sonda norteamericana
Mariner
4 envió a la Tierra veintiún imágenes de un suelo desértico parecido al de la Luna.
Año II84 a.C., tropas griegas dirigidas por el rey Agamenón de Esparta consiguen, mediante una eficaz treta, expugnar las defensas de Ilion (Troya), la gran ciudad cercana a Helesponto bajo el gobierno del rey Príamo. La plaza es destruida y entregada al olvido histórico.
Cinco siglos más tarde, un poeta llamado Homero recoge la epopeya en dos obras desde entonces eternas: han nacido
La Ilíada
y
La Odisea
. Durante centurias todos elogiaron aquellas composiciones sin llegar a creer en la autenticidad histórica de la narración. Sin embargo, en el siglo XIX, un heterodoxo cuyo nombre era Heinrich Julius Schliemann sí creyó en esos textos y, gracias a su tesón, consiguió demostrar que aquellas míticas aventuras tenían mucho de cierto, aunque el tesoro encontrado por este soñador sea uno de los más cuestionados en toda la historia de la arqueología.
Nacido el 6 de enero de 1822 en Neubukow, un pequeño pueblo de Alemania cercano a la frontera con Polonia, era miembro de una modesta pero culta familia numerosa. Pronto destacó por su inusual inteligencia, virtud que su padre, un pastor protestante, supo fomentar leyéndole narraciones apasionadas sobre historia antigua. El joven Heinrich decidió unir su destino al de la Grecia clásica; empero, este camino en común debería esperar algunos años por la precariedad económica que atravesaba el clan. Sin embargo, en sus años mozos hizo fortuna trabajando como agente comercial y su don para los idiomas —de los que llegó a estudiar dieciocho— le catapultó a San Petersburgo, ciudad en la que siguió incrementando su ya considerable patrimonio.
No hay manera de desmitificar a Schliemann, el único hombre que por su intuición ha logrado dar vida tangible a la hasta ahora «leyenda» de Homero sobre la guerra de Troya.
En 1868 se divorció de su mujer rusa, Catheryna, para casarse con su ideal femenino, y así, tras una escrupulosa selección, eligió a la griega Sofía Engastrómenos, una joven de diecisiete años que había superado a la perfección el examen sobre Homero y su obra, requisito indispensable para gozar del respeto de un Schliemann cada vez más obsesionado por verificar la exactitud histórica planteada por el autor heleno.
En 1870 comenzaban las excavaciones arqueológicas en la península de Anatolia. No sin esfuerzo, consiguió los permisos necesarios de las autoridades turcas, y con minuciosidad fue descartando posibles ubicaciones para su Troya anhelada. Finalmente, se fijó en la colma de Hirssarlik, sita a unos cinco kilómetros del estrecho de los Dardanelos, lugar que cumplía geográficamente con lo descrito por Homero en la
Ilíada
. Schliemann no poseía conocimientos técnicos para iniciar una prospección de esa envergadura, no obstante su ilusión lo empujó a excavar con frenesí día tras día ayudado por un centenar de auxiliares autóctonos. Por fin, el 30 de mayo de 1873, él mismo se topó con un cajón metálico en el que encontró, supuestamente, más de ocho mil piezas de oro. Cegado por la emoción, no tuvo el menor inconveniente a la hora de calificar el magnífico descubrimiento como el tesoro perdido del rey Príamo de Troya. El hallazgo se dio a conocer a una clase científica que dudó desde el primer momento de la autenticidad del tesoro descubierto por Schliemann. En efecto, en estudios posteriores se confirmó que las piezas halladas por el alemán databan de épocas anteriores a lo que se dijo, llegando a estipularse que Schliemann se había hecho con la valija en diferentes compras realizadas a anticuarios griegos y turcos. A pesar de todo, el aventurero siguió fiel a su idea y sacó a escondidas el tesoro de Turquía para entregarlo al Museo de Berlín, lugar donde quedó depositado hasta su expolio posterior a cargo de las tropas soviéticas en 1945.