Me detuve para mirarla. La nave había quedado detrás de la arboleda.
—Es tu casa —dije—. La casa con que soñaste antes de nacer.
—Sí —dijo Aenea. Le temblaban los labios—. Ahora conozco su nombre, Raul. Fallingwater.
Asentí y olí el aire. Había un intenso aroma a hojas descompuestas, plantas vivientes, suelo fecundo, agua y especias. Era muy diferente del aire de Hyperion, pero olía a hogar.
—Vieja Tierra —susurré—. ¿Es posible?
—Sólo... la Tierra —dijo Aenea. Me tocó la mano—. Entremos.
Cruzamos el arroyo por un puentecillo, subimos por una calzada de grava y atravesamos una arcada y un corredor estrecho. Fue como entrar en una acogedora caverna.
Deteniéndonos en la amplia sala, llamamos, pero nadie respondió. Aenea recorrió el recinto como en trance, pasando los dedos por la madera y la piedra, soltando exclamaciones a cada pequeño descubrimiento.
El suelo estaba alfombrado en algunas partes, y en otras era de piedra desnuda. Había anaqueles cubiertos de libros, pero no me detuve a mirar los títulos. Vi anaqueles de metal bajo el techo, pero estaban vacíos. Tal vez sólo fueran un elemento decorativo. Un enorme hogar de piedra cubría la otra pared, tal vez la cima de la roca donde la casa parecía estar posada.
Un fuego crepitaba en el hogar, a pesar de la calidez del soleado día otoñal. Llamé de nuevo, pero el silencio era intenso.
—Nos esperaban —dije, en un intento de broma. La única arma que ahora tenía era la linterna láser.
—Sí, nos esperaban —dijo Aenea. Fue hasta el costado del hogar y apoyó las manos en una esfera de metal que estaba apoyada en un nicho semiesférico de la pared. La esfera tenía un metro y medio de diámetro y estaba pintada de rojo.
—El arquitecto diseñó esto como una cacerola para calentar vino —murmuró Aenea—. Sólo se usó una vez... calentaron el vino en la cocina y lo trajeron aquí. Es demasiado grande. Y quizá la pintura sea tóxica.
—¿Es el arquitecto que buscabas? ¿El arquitecto con quien pensabas estudiar?
—Sí.
—Creí que era un genio. ¿Por qué fabricaría una cacerola demasiado grande y demasiado tóxica?
Aenea sonrió burlonamente.
—Los genios la pifian, Raul. Mira nuestro viaje, si necesitas una prueba. Ven, echemos un vistazo.
Las terrazas eran encantadoras, la vista desde la cascada agradable. Por dentro, los techos eran bajos, pero eso aumentaba la sensación de atisbar el verde mundo del bosque desde una caverna. De nuevo en la sala, un escotillón de vidrio y metal se prolongaba en peldaños, sostenidos por barras desde el piso de arriba, que conducían a una plataforma de cemento desde donde se veía el arroyo encima de la cascada.
—La rampa —dijo Aenea, como si encontrara algo muy familiar.
—¿Para qué es?
—Nada práctico. Pero el arquitecto la consideraba... «absolutamente necesaria desde todo punto de vista», en sus propias palabras.
—¿Dónde estamos, Aenea?
—Fallingwater. Bear Run. En el oeste de Pennsylvania.
—¿Es un país?
—Provincia. Mejor dicho, estado. En los ex Estados Unidos de América. El continente norteamericano. Planeta Tierra.
—Tierra —repetí, mirando en torno—. ¿Dónde están todos? ¿Dónde está tu arquitecto?
—No lo sé. Lo sabremos pronto.
—¿Cuánto tiempo nos quedaremos aquí, pequeña? —Pensaba en acopiar alimentos, armas y otras provisiones mientras A. Bettik se recobraba y nos disponíamos a partir de nuevo.
—Algunos años —dijo Aenea—. Creo que no más de seis o siete.
—¿Años? —Me paré en seco en la terraza superior adonde habíamos llegado por la escalera—. ¿Años?
—Tengo que estudiar con este hombre, Raul. Tengo que aprender algo.
—¿Sobre arquitectura?
—Sí, y sobre mí misma.
—¿Y qué haré yo mientras tú aprendes sobre ti misma?
En vez de bromear, Aenea cabeceó gravemente.
—Lo sé. No parece justo. Pero tendrás algunas ocupaciones mientras yo crezco.
Esperé.
—Es necesario explorar la Tierra —dijo Aenea—. Mis padres visitaron este lugar. Fue idea de mi madre que los leones, tigres y osos, las fuerzas que se llevaron la Tierra antes de que el TecnoNúcleo pudiera destruirla... fue idea de mi madre que realizaran experimentos aquí.
—¿Experimentos? ¿Qué experimentos?
—Experimentos con el genio, principalmente. Aunque la frase más precisa sería experimentos con la humanidad.
—Explícate.
Aenea señaló la casa.
—Este lugar fue terminado en 1937.
—¿De la era cristiana?
—Sí. Estoy segura de que fue destruido en los disturbios sociales norteamericanos del siglo veintiuno, o antes. Quien trajo la Tierra aquí se las ingenió para reconstruirlo. Tal como reconstruyeron la Roma del siglo diecinueve para mi padre.
—¿Roma? —Tuve la sensación de estar repitiendo como un tonto todo lo que decía la niña.
—La Roma donde John Keats pasó sus últimos días. Pero ésa es otra historia.
—Sí, lo leí en los
Cantos
de tu tío Martin. Y tampoco lo comprendí entonces.
Aenea hizo ese gesto al que yo me estaba habituando.
—Yo no lo comprendo, Raul. Pero el que trajo la Tierra aquí trae gente además de viejas ciudades y edificios. Crea una dinámica.
—¿Por medio de la resurrección? —dije dubitativamente.
—No, más bien... en fin, mi padre era un cíbrido. Su personalidad residía en una matriz IA, su cuerpo era humano.
—Pero tú no eres un cíbrido.
Aenea negó con la cabeza.
—Sabes que no lo soy. —Me guió por la terraza. Debajo de nosotros, el arroyo se precipitaba por la pequeña cascada—. Tú tendrás tus tareas mientras yo... voy a la escuela.
—¿Por ejemplo?
—Además de explorar la Tierra y averiguar qué se proponen estas entidades, tendrás que partir antes que yo e ir a buscar nuestra nave.
—¿Nuestra nave? Quieres decir que debo viajar por teleyector para buscar la nave del cónsul.
—Sí.
—¿Y traerla aquí?
—Eso llevaría siglos —dijo Aenea—. Convendremos en encontrarnos en alguna parte de la vieja Red.
Me froté la mejilla, sentí la aspereza de la barba crecida.
—¿Algo más? ¿Alguna otra pequeña odisea de diez años para mantenerme ocupado?
—Sólo un viaje al Confín para ver a los éxters. Pero yo iré contigo en ese viaje.
—Bien. Espero que no nos aguarden más aventuras, pues ya no soy tan joven como antes.
Trataba de tomármelo en broma, pero Aenea me miraba con seriedad.
Me apoyó los dedos en la palma.
—No, Raul —dijo—. Esto es sólo el comienzo.
El comlog llamó.
—¿Qué? —barboté, preocupado por A. Bettik.
—Acabo de recibir coordenadas por la banda común —dijo el comlog con desconcierto.
—¿Transmisiones de audio o vídeo?
—Sólo coordenadas de viaje y altitudes de crucero óptimas. Es un plan de vuelo.
—¿Adónde?
—A un punto que está en este continente, tres mil kilómetros al sudoeste de nuestra posición actual —dijo la nave.
Miré a Aenea.
—¿Sabes algo de eso? —le pregunté.
—Algo, pero no estoy segura. Vayamos a sorprendernos.
Aún apoyaba su mano en la mía. No la solté mientras caminábamos por las hojas amarillas hacia la nave.
He dicho que leías esto por razones equivocadas. Debí haber dicho que yo escribía esto por razones equivocadas.
He llenado estos días y noches y estas páginas de micropergamino con recuerdos de Aenea, Aenea en su infancia, sin mencionar una palabra de su vida como la mesías que debes conocer y a quien quizás erróneamente adoras. Pero ahora descubro que no he escrito estas páginas para ti, ni las he escrito para mí. He dado vida a la niña Aenea en mis escritos porque quiero que la mujer Aenea esté viva, a despecho de la lógica, a despecho de los acontecimientos, a despecho de la desesperanza.
Cada mañana —mejor dicho, cada vez que se encienden las luces autoprogramadas— me despierto en esta caja de gato de Schrödinger de tres por seis y me asombro de estar con vida. No hubo aroma de almendras amargas por la noche.
Cada mañana lucho contra la desesperación y el terror escribiendo estas memorias en mi pizarra, apilando las páginas de micropergamino. Pero el reciclador de este pequeño mundo es limitado; sólo puede producir una docena de páginas por vez. A medida que termino cada docena de páginas, meto las viejas en el reciclador para que salgan frescas y blancas y tener nuevas páginas donde escribir. Es la serpiente mordiéndose la cola. Es una locura. O es la esencia absoluta de la cordura.
Es posible que el chip de la pizarra haya conservado todo lo que he escrito aquí, lo que escribiré en los días venideros si el destino me los concede, pero lo cierto es que no me importa. Día a día sólo me interesan esas doce páginas de micropergamino, limpias páginas en blanco por la mañana, páginas entintadas y llenas de garrapatos por la noche.
Entonces Aenea vive para mí.
Pero anoche, cuando las luces de mi caja de gato de Schrödinger se apagaron y nada me separaba del universo excepto el casco estático-dinámico de energía congelada que me rodea con su pequeño frasco de cianuro, su temporizador y su detector de radiación... anoche oí que Aenea pronunciaba mi nombre. Me incorporé en la negrura, demasiado sobresaltado y esperanzado para siquiera encender las luces, seguro de que estaba soñando, y sentí que me tocaba las mejillas con los dedos. Eran dedos. Los conocí cuando ella era niña. Los besé cuando ella era mujer. Los rocé con mis labios cuando se la llevaron por última vez.
Sentí sus dedos en mi mejilla. Sentí su cálido aliento en el rostro. Sentí sus tibios labios en la comisura de mi boca.
—Nos iremos de aquí, querido Raul —me susurró en la oscuridad—. No pronto, pero en cuanto termines nuestra historia. En cuanto la recuerdes toda y la comprendas toda.
Estiré la mano, pero su calor se alejaba. Cuando se encendieron las luces, mi mundo ovoide estaba vacío.
Caminé de aquí para allá hasta que llegó la hora de la vigilia. Mi mayor temor en estos días o meses no ha sido la muerte —Aenea me había enseñado a poner la muerte en perspectiva— sino la locura. La locura me arrebataría la lucidez, el recuerdo... Aenea. Entonces algo me llamó la atención. La pizarra estaba activada. La pluma no estaba en su sitio de costumbre, sino bajo la tapa de la pizarra, como la dejaba Aenea en su diario durante nuestros viajes, cuando nos fuimos de la Tierra. Con dedos trémulos, reciclé los escritos del día anterior y activé el puerto de impresora.
Salió una sola página, llena de líneas manuscritas. Era la letra de Aenea. La conozco bien.
Es un punto de inflexión para mí. O bien estoy totalmente loco y nada de esto importa, o bien estoy salvado y todo importa mucho.
Leo esto, como tú, con esperanza para mi cordura, con esperanza de salvación: no salvación de mi alma, sino del yo en la renovada certeza del reencuentro —un reencuentro real, físico— con aquella a quien recuerdo y amo más que a nadie.
Y ésta es la mejor razón para leer.
Raul, considera esto como una posdata a los recuerdos sobre los que has escrito hoy, y que yo leo esta noche. Años atrás, en esas últimas tres horas de nuestro primer viaje, cuando tú, mi querido Raul, y el querido A. Bettik y yo volamos al sudoeste, hacia Taliesin West y mi largo aprendizaje, ansiaba contártelo todo: los sueños que nos mostraban como amantes sobre quienes cantarían los poetas, las visiones de los grandes peligros que nos aguardaban, los sueños sobre el descubrimiento de amigos, los sueños sobre la muerte de los amigos, la certidumbre de triunfos inimaginables en el porvenir.
No dije nada.
¿Recuerdas? Dormimos durante el vuelo. Qué extraña es la vida. Nuestras últimas horas juntos y a solas, el final de uno de los períodos más íntimos de nuestra vida compartida, el fin de mi infancia y el comienzo de nuestro tiempo como iguales, y dormíamos. En divanes separados. La vida es brutal en ese sentido... cuántos momentos irrecuperables perdemos entre trivialidades y distracciones.
Pero estábamos muy cansados. Habían sido días extenuantes.
Cuando la nave inició el descenso, dirigiéndose a Taliesin West y mi nueva vida, cogí una página de mi sucio diario —había sobrevivido al agua y las llamas, aunque mis ropas no— y te escribí una nota apresurada. Estabas durmiendo. Apoyabas la cara en el vinilo de la silla de aceleración y babeabas un poco. Tenías las pestañas quemadas, al igual que un mechón de cabello en la coronilla, y el efecto era cómico. Parecías un payaso sorprendido en el acto de dormir. (Luego hablamos de payasos, ¿recuerdas, Raul? Durante nuestra odisea éxter. Habías visto payasos en un circo de Puerto Romance, en tu adolescencia; yo había visto payasos en Jacktown, durante la feria anual de los colonos.)
Las quemaduras y el ungüento que te habíamos aplicado en las mejillas y las sienes, los ojos y el labio superior, parecían maquillaje de payaso, rojo y blanco. Estabas hermoso. Te amé entonces. Te amé hacia atrás y hacia delante en el tiempo. Te amé más allá de los límites del tiempo y del espacio.
Escribí mi nota precipitadamente, la guardé en lo que quedaba del bolsillo de tu camisa estropeada y te besé suavemente la comisura de la boca, el único lugar que no estaba quemado ni untado. Te moviste pero no te despertaste. No mencionaste la nota el día siguiente, ni nunca, y siempre me pregunté si la habías encontrado, o si se te había caído del bolsillo, o si quedó sin leer cuando tiraste la camisa en Taliesin.
Eran palabras de mi padre. Las escribió hace siglos. Luego murió, renació como cíbrido y murió de nuevo como hombre. Pero aún vivía en esencia, pues su personalidad merodeaba por el metaespacio, y al fin se fue de Hyperion con el cónsul, en las serpentinas ADN de la IA de la nave. Nunca conoceremos las últimas palabras que dijo a mi madre, a pesar de la licencia poética de mi tío Martin en los
Cantos
. Pero estas palabras aparecieron en la pizarra de mi madre cuando despertó esa mañana en que él se fue para siempre, y ella conservó la impresión original el resto de su vida. Lo sé, pues yo me metía en su habitación de Jacktown en Hyperion y leía la apresurada letra de ese pergamino amarillento, al menos una vez por semana desde que tuve dos años.
Éstas fueron las palabras que te dejé con mi beso en esa última hora del último día de nuestro primer viaje, querido Raul. Son palabras que te dejo esta noche con un beso de despertar. Son las palabras que te reclamaré cuando regrese, cuando la historia esté terminada y comience nuestro viaje final.