Me miró gravemente.
—Yo no sabía si podría hacerlo, Raul. —Aenea se volvió hacia A. Bettik, que nos miraba impasiblemente—. De veras.
—¿Qué hubiera sucedido si no hubieras podido hacerlo? —pregunté.
—Nos habrían capturado. Creo que a vosotros dos os habrían soltado. Me habrían llevado a Pacem. Nadie habría tenido más noticias de mí.
Su voz indiferente y fría me estremeció.
—De acuerdo —dije—, funcionó. ¿Pero cómo lo hiciste?
Ella movió la mano en ese gesto que ya me estaba resultando familiar.
—No estoy segura. Sabía por mis sueños que quizás el portal me dejara entrar...
—¿Te dejara entrar?
—Sí. Creí que me... reconocería. Y así fue.
Me apoyé las manos en las rodillas y estiré las piernas, hundiendo los talones en la arena roja.
—Hablas del teleyector como si fuera un organismo inteligente, viviente.
Aenea miró el arco que estaba a medio kilómetro.
—En cierto modo lo es. Es difícil de explicar.
—¿Pero estás segura de que las tropas de Pax no pueden seguirnos?
—Sí. El portal no se activará para nadie más.
Enarqué las cejas.
—¿Y cómo pasamos A. Bettik, yo y la nave?
Aenea sonrió.
—Estabais conmigo.
Me puse de pie.
—De acuerdo, hablaremos de esto después. Primero, creo que necesitamos un plan. ¿Hacemos un poco de reconocimiento, o primero sacamos nuestras cosas de la nave?
Aenea miró las oscuras aguas del río.
—Y entonces Robinson Crusoe se desnudó, nadó hasta su barco, se llenó los bolsillos con galletas y regresó a la costa.
—¿Qué? —dije, alzando mi mochila con mal ceño.
—Nada —dijo Aenea, poniéndose de pie—. Sólo un viejo libro pre-Hégira que me leía el tío Martin. Decía que los correctores de pruebas siempre han sido imbéciles incompetentes, aun hace mil cuatrocientos años.
Miré al androide.
—¿Tú la entiendes, A. Bettik?
A. Bettik torció los labios finos en esa mueca que yo estaba aprendiendo a interpretar como una sonrisa.
—No es mi función entender a M. Aenea, M. Endymion.
Suspiré.
—De acuerdo, volvamos al tema. ¿Efectuamos el reconocimiento antes de que oscurezca, o sacamos nuestras cosas de la nave?
—Voto por echar un vistazo —dijo Aenea. Miró la oscura jungla—. Pero no por allí.
—De acuerdo —dije, sacando la alfombra voladora de la mochila y desenrollándola sobre la arena—. Veamos si funciona en este mundo. —Alcé el comlog—. De paso, ¿qué mundo es éste, nave?
Hubo un segundo de vacilación, como si la nave estuviera concentrada en sus propios problemas.
—Lo lamento. No puedo identificarlo, dado el estado de mis bancos de memoria. Mis sistemas de navegación podrían guiarnos, por cierto, pero necesitaré avistar estrellas. Os puedo informar que no hay transmisiones electromagnéticas ni de microondas en esta zona del planeta. No hay satélites de repetición ni otros objetos artificiales en órbita sincrónica.
—De acuerdo. ¿Pero dónde estamos?
Miré a la niña.
—¿Cómo iba a saberlo? —dijo Aenea.
—Tú nos trajiste aquí —recalqué. Noté que la estaba tratando con impaciencia, pero me sentía un poco impaciente.
Aenea sacudió la cabeza.
—Yo sólo activé el teleyector, Raul. Mi único plan era escaparme de ese padre capitán y todas esas naves. Eso era todo.
—Y encontrar a tu arquitecto.
—Sí.
Miré la jungla y el río.
—No parece un lugar prometedor para encontrar un arquitecto. Supongo que tienes razón. Tendremos que seguir río abajo hasta el próximo mundo. —El teleyector poblado de malezas por donde habíamos entrado me llamó la atención. Comprendí por qué habíamos encallado: el río formaba un recodo a la derecha a medio kilómetro del portal. La nave había pasado y había seguido en línea recta, abriendo un surco en el bajío hasta la playa.
—Aguarda —dije—, ¿no podemos reprogramar ese portal y usarlo para ir a otra parte? ¿Por qué tenemos que encontrar otro?
A. Bettik se alejó de la nave para echar un buen vistazo al portal.
—Los portales del río Tetis no funcionaban como los teleyectores personales —murmuró—. Tampoco estaban diseñados para funcionar como los portales de la Confluencia, ni los grandes teleyectores del espacio. —Se metió la mano en el bolsillo y sacó un librito. Miré el título: Guía del viajero en la Red de Mundos—. Parece que el Tetis estaba diseñado para paseo y esparcimiento. La distancia entre los portales variaba desde unos pocos kilómetros hasta muchos cientos de kilómetros.
—¡Cientos de kilómetros! —exclamé. Esperaba encontrar el próximo portal a la vuelta del siguiente recodo del río.
—Sí —continuó A. Bettik—. La idea, entiendo, era ofrecer al viajero una amplia variedad de mundos, paisajes y experiencias. Con esa finalidad sólo se activaban los portales río abajo, y se autoprogramaban aleatoriamente... es decir, los tramos de río de diferentes mundos se barajaban constantemente, como naipes de un mazo.
Sacudí la cabeza.
—En los
Cantos
del viejo poeta dice que los ríos desaparecieron después de la Caída... que se secaron como ojos de agua en el desierto.
Aenea chasqueó los labios.
—A veces el tío Martin dice pamplinas, Raul. Él no vio qué pasó con el Tetis después de la Caída. Estaba en Hyperion, ¿recuerdas? Nunca regresó a la Red. Inventó esa parte.
No era manera de hablar de la mayor obra literaria de los últimos trescientos años, ni del legendario poeta que la había compuesto, pero me eché a reír a carcajadas. Cuando logré calmarme, Aenea me miraba extrañamente.
—¿Estás bien, Raul?
—Sí. Sólo feliz. —Hice un gesto que abarcaba la jungla, el río, el portal, incluso nuestra nave semejante a una ballena encallada—. Por algún motivo, simplemente me siento feliz.
Aenea cabeceó como si entendiera.
—¿Dice el libro en qué mundo estamos? —pregunté al androide—. Jungla, cielo azul... debe de estar nueve-coma-cinco en la escala Solmev. Eso debe de ser bastante raro. ¿Menciona este mundo?
A. Bettik hojeó la guía.
—No recuerdo que en las secciones que leí mencionaran un mundo así, M. Endymion. Leeré con mayor atención después.
—Bien, creo que necesitamos echar un vistazo —intervino Aenea, impaciente por explorar.
—Pero debemos rescatar algunas cosas importantes de la nave —dije—. Preparé una lista.
—Eso podría llevar horas. Cuando terminemos, habrá caído el sol.
—Aun así —dije, dispuesto a discutir—, es preciso organizarse.
—Si se me permite la sugerencia —interrumpió A. Bettik—, tú y M. Aenea podéis iniciar el reconocimiento mientras yo bajo esos artículos necesarios que has mencionado. A menos que os parezca más prudente dormir en la nave esta noche.
Miramos la pobre nave. El río formaba remolinos alrededor, y por encima de la superficie emergían los tocones torcidos y ennegrecidos que habían sido las orgullosas aletas de popa. Pensé en dormir en medio de ese caos, bajo la luz roja de emergencia o en la oscuridad absoluta de los niveles centrales.
—Bien —dije—, sería más seguro dormir dentro, pero saquemos las cosas que necesitaremos para desplazarnos río abajo y luego decidiremos.
El androide y yo deliberamos varios minutos. Yo tenía el rifle de plasma, así como la 45 en el cinturón, pero quería la escopeta calibre 16 que había puesto aparte, además del equipo de camping que había visto en un armario. No sabía cómo llegaríamos río abajo. Tal vez la alfombra nos transportara a los tres, pero dudaba que nos sostuviera con nuestro equipo, así que decidimos sacar tres aeromotos. También había un cinturón de vuelo que me había parecido útil, así como accesorios tales como un cubo calefactor, sacos de dormir, esteras de espuma, linternas láser y los auriculares de comunicación.
—Ah, y un machete, si encuentras —añadí—. Había varias cajas de cuchillos y hojas multiuso en medio del equipo extravehicular. No recuerdo haber visto un machete, pero si hay uno, traigámoslo.
A. Bettik y yo caminamos hasta el extremo de la angosta playa, encontramos un árbol caído en la orilla y lo arrastramos hasta el flanco de la nave para usarlo como escalerilla por donde podríamos trepar al casco.
—Ah, fíjate si hay una escalerilla de cuerdas en medio de ese revoltijo. Y una balsa inflable.
—¿Algo más? —preguntó A. Bettik de mal humor.
—No... bien, una sauna, si encuentras. Y un bar bien provisto. Y tal vez una banda de doce instrumentos que toque un poco de música mientras desempacamos.
—Haré lo posible —dijo el androide, y trepó por el tronco hacia el casco.
Me sentía culpable por dejar que A. Bettik se encargara de cargar con esos bultos, pero parecía conveniente averiguar a qué distancia estaba el próximo portal teleyector, y no pensaba permitir que la niña saliera a solas en una misión de exploración. Se sentó detrás de mí mientras yo tecleaba las hebras activadoras y la alfombra se ponía rígida y se elevaba de la arena húmeda.
—Picarón —dijo ella.
Suspiré de nuevo y toqué las hebras de vuelo. Nos elevamos en espiral sobre el nivel de las copas de los árboles. El sol estaba más bajo en la dirección que consideré el oeste.
—Nave —dije por el comlog.
—¿Sí? —El tono de la nave siempre daba la impresión de que yo la interrumpía durante una tarea importante.
—¿Estoy hablando contigo o con el banco de datos que copiaste?
—Mientras estés dentro del alcance del comunicador, M. Endymion, estás hablando conmigo.
—¿Cuál es el alcance del comunicador? —Nos elevamos treinta metros por encima del río. A. Bettik nos saludó desde la cámara de presión.
—Veinte mil kilómetros o la curva del planeta —dijo la nave—. Lo que venga primero. Como dije antes, no hay satélites de retransmisión en este mundo.
Envié la alfombra hacia delante e iniciamos el vuelo río arriba, hacia el arco poblado de malezas.
—¿Puedes hablarme a través de un portal teleyector? —pregunté.
—¿Un portal activado? —dijo la nave—. Imposible, M. Endymion. Estarías a años-luz de distancia.
La nave se las ingeniaba para hacerme sentir estúpido y provinciano. Normalmente disfrutaba de su compañía, pero no la echaría de menos cuando la dejáramos atrás.
Aenea se apoyó en mi espalda y me habló al oído para hacerse entender a pesar del silbido del viento.
—Los viejos portales tenían líneas de fibra óptica. Eso funcionaba... aunque no tan bien como la ultralínea.
—¿Es decir que podríamos usar cable telefónico si quisiéramos seguir hablando con la nave cuando estemos río abajo?
Por el rabillo del ojo, vi que sonreía. Pero esa ocurrencia tonta me hizo pensar en algo.
—Si no podemos regresar río arriba por los portales, ¿cómo hallamos el camino para regresar a la nave?
Aenea me apoyó la mano en el hombro. El portal se aproximaba rápidamente.
—Seguimos la línea hasta dar la vuelta —dijo por encima del ruido del viento—. El río Tetis era un gran círculo.
Me volví para mirarla.
—¿Estás bromeando? Había doscientos mundos conectados por el Tetis.
—Por lo menos doscientos. Que sepamos.
No entendí eso, pero suspiré de nuevo cuando redujimos la velocidad cerca del portal.
—Si cada tramo del río tenía cien kilómetros, estamos hablando de un trayecto de veinte mil kilómetros para regresar aquí.
Aenea no dijo nada.
Me aproximé al portal, reparando por primera vez en el tamaño de esas cosas. El arco parecía de metal, con ornatos, compartimientos, muescas e inscripciones crípticas, pero la jungla lo había cubierto de lianas y líquenes. Lo que yo había confundido con óxido resultó ser más de esas hojas rojas con alas de murciélago, colgando en racimos de la maraña de lianas. Las eludí.
—¿Y si se activa? —pregunté cuando estábamos a un par de metros de la parte interior del arco.
—Inténtalo —dijo la niña.
Avancé despacio, casi deteniéndome cuando el frente de la alfombra llegó a la línea invisible que había debajo del arco.
No pasó nada. Lo atravesamos, giré y regresamos desde el sur. El portal teleyector era sólo un rebuscado puente de metal que se arqueaba sobre el río.
—Está muerto —dije—. Tan muerto como los huevos de Kelsey. —Era una de las frases favoritas de Grandam, y sólo la usaba cuando supuestamente no la oían los niños, pero comprendí que había una niña que podía oírme—. Perdón —dije por encima del hombro, ruborizándome. Tal vez había pasado demasiados años en el ejército o trabajando con barqueros de río, o como cuidador en los casinos. Me había convertido en un patán.
Aenea echó la cabeza hacia atrás, desternillándose de risa.
—Raul, crecí visitando al tío Martin, ¿recuerdas?
Sobrevolamos la nave y saludamos a A. Bettik mientras el androide bajaba cubos de equipo a la playa. Agitó su mano azul.
—¿Aún quieres ir río abajo para ver cuánto falta para el próximo portal? —pregunté.
—Por supuesto —dijo Aenea.
Volamos río abajo, viendo muy pocas otras playas o claros en la jungla: los árboles y las lianas llegaban hasta la orilla. Me molestaba no saber hacia dónde nos dirigíamos, así que extraje la brújula de guía inercial de mi mochila y la activé. La brújula me había guiado en Hyperion, donde el campo magnético era poco confiable, pero aquí era inservible. Al igual que el sistema de guía de la nave, la brújula funcionaba a la perfección si se conocía su punto de partida, pero habíamos perdido ese lujo en cuanto atravesamos el teleyector.
—Nave —le dije al comlog—, ¿puedes obtener una lectura de brújula magnética?
—Sí —fue la instantánea respuesta—, pero sin saber con precisión dónde está el norte magnético de este mundo, sería una estimación tosca.
—Dame esa estimación tosca, por favor.
La alfombra se ladeó al sobrevolar un ancho recodo. El río se había ensanchado de nuevo. Debía de tener casi un kilómetro de anchura en este punto. La corriente parecía rápida, pero no traicionera. Mi trabajo como barquero en el Kans me había enseñado a observar remolinos, ramas caídas, bancos de arena y demás. Este río parecía muy navegable.
—Os estáis dirigiendo aproximadamente al este-sureste —dijo el comlog—. La velocidad del aire es sesenta y ocho kilómetros por hora. Los sensores indican que el campo de deflexión de la alfombra está en ocho por ciento. La altitud es...