—Creo que sí —respondió Aenea, hablando más como la niña que yo conocía—. Sí. No lo sé. Todo se evapora... —Se incorporó de nuevo—. No nos persigue el Alcaudón. Tampoco Pax.
—Claro que es Pax —dije, procurando que recobrara el contacto con la realidad—. Nos han perseguido desde...
Aenea sacudió la cabeza en una negativa rotunda. Su pelo colgaba en mechones húmedos.
—No —murmuró con firmeza—. Pax nos persigue porque el Núcleo le dice que somos peligrosos para ellos.
—¿El Núcleo? Pero desde la Caída está...
—Vivo, y es peligroso. Cuando Gladstone y los demás destruyeron el sistema teleyector que brindaba al Núcleo su red neural, se replegó... pero no fue demasiado lejos, Raul. ¿No lo entiendes?
—No. No lo entiendo. ¿Dónde ha estado si no se fue demasiado lejos?
—Pax —dijo la niña—. Mi padre, su personalidad residente en el bucle Schron de mi madre, me lo explicó antes de que yo naciera. El Núcleo esperó a que la Iglesia recobrara vitalidad bajo Paul Duré... el papa Teilhard I. Duré era un buen hombre, Raul. Mi madre y el tío Martin lo conocieron. Él llevaba dos cruciformes... el suyo y el del padre Lenar Hoyt. Pero Hoyt era débil.
Le palmeé la muñeca.
—¿Qué tiene que ver esto con...?
—¡Escucha! —exclamó la niña, apartando el brazo—. Mañana en Bosquecillo de Dios puede suceder cualquier cosa. Yo puedo morir. Todos podemos morir. El futuro nunca está escrito, sólo esbozado. Si yo muero pero tú sobrevives, quiero que le expliques al tío Martin, a quienquiera que te escuche...
—No vas a morir, Aenea.
—Sólo escucha —suplicó la niña. De nuevo estaba llorando. Asentí y escuché. Hasta el aullido del viento pareció amainar—. Teilhard fue asesinado en su noveno año de reinado. Mi padre lo predijo. No sé si fueron agentes del TecnoNúcleo... ellos usan cíbridos... o meros políticos del Vaticano, pero cuando Lenar Hoyt resucitó a partir de sus cruciformes compartidos, el Núcleo intervino. El Núcleo brindó la tecnología para permitir que el cruciforme reviviera a los humanos para no volverlos asexuados e idiotas, como la tribu bikura de Hyperion.
—¿Pero cómo? ¿Cómo pudieron las IAs del TecnoNúcleo saber cómo dominar el cruciforme?
Vi la respuesta antes de que ella hablara.
—Ellos crearon los cruciformes. No el Núcleo actual, sino la IM que crearán en el futuro. Ella envió esas cosas hacia el pasado en Hyperion, tal como hizo con las Tumbas de Tiempo. Probó los parásitos en la tribu perdida, los bikura, vio los problemas.
—Problemas pequeños, como que la resurrección destruyera los órganos reproductores y la inteligencia.
—Sí —dijo Aenea, cogiéndome de nuevo la mano—. El Núcleo pudo corregir esos problemas con su tecnología. La tecnología que cedió a la Iglesia bajo el nuevo papa, Lenar Hoyt, Julio VI.
Comencé a entender.
—Un pacto fáustico.
—El pacto fáustico. Lo único que debía hacer la Iglesia para ganar el universo era vender su alma.
—Y así nació el Protectorado de Pax —murmuró A. Bettik—. El poder político por medio de un parásito...
—Es el Núcleo el que nos persigue... el que me persigue —continuó Aenea—. Soy una amenaza para ellos, no sólo para la Iglesia.
Sacudí la cabeza.
—¿Por qué eres una amenaza para el Núcleo? Eres una niña...
—Una niña que estuvo en contacto con un cíbrido renegado antes de nacer. Mi padre estaba suelto, Raul. No sólo en la esfera de datos o la megaesfera... sino en la metaesfera. Suelto en la red psicocibernética que hasta el Núcleo temía...
—Leones, tigres y osos —murmuró A. Bettik.
—Exacto —dijo Aenea—. Cuando la personalidad de mi padre penetró la megaesfera del Núcleo, preguntó a la IA Ummon de qué tenía miedo el Núcleo. Ellos decían que no se expandían más en la metaesfera porque estaba llena de leones, tigres y osos.
—No entiendo. Estoy confundido.
Aenea me estrujó la mano.
—Raul, tú conoces los
Cantos
del tío Martin. ¿Qué sucedió con la Tierra?
—¿Vieja Tierra? —pregunté estúpidamente—. En los
Cantos
la IA Ummon decía que los tres elementos del TecnoNúcleo estaban en guerra. Hemos hablado de esto.
—Repítelo.
—Ummon le dijo a la personalidad Keats, tu padre, que los Volátiles querían destruir a la humanidad. Los Estables, el grupo de Ummon, querían salvarla. Fingieron que el agujero negro había destruido Vieja Tierra y se la llevaron a las Nubes Magallánicas o el Cúmulo de Hércules. A los Máximos, el tercer grupo, les importaba un bledo qué sucedía con Vieja Tierra o la humanidad mientras pudieran llevar a cabo su proyecto de la Inteligencia Máxima.
Aenea aguardó.
—Y la Iglesia sostiene lo que creen todos los demás —continué sin entusiasmo—. Que Vieja Tierra fue devorada por el agujero negro y murió cuando se supone que murió.
—¿Qué versión crees, Raul?
—No sé. Me gustaría que existiera Vieja Tierra, pero no me parece tan importante.
—¿Y si hubiera una tercera posibilidad?
Las puertas de vidrio crujieron y temblaron. Llevé la mano a la pistola de plasma, temiendo que el Alcaudón estuviera raspando el vidrio. Sólo era el viento del desierto.
—¿Una tercera posibilidad? —repetí.
—Ummon mintió. La IA le mintió a mi padre. Ningún elemento del Núcleo desplazó la Tierra... ni los Estables, ni los Volátiles, ni los Máximos.
—Entonces sí fue destruida.
—No. Mi padre no les entendió entonces. Les entendió después. Vieja Tierra fue trasladada a las Nubes Magallánicas, en efecto, pero no por elementos del Núcleo. No poseían la tecnología ni los recursos energéticos para semejante nivel de control del Vacío Que Vincula. El Núcleo ni siquiera puede viajar a la Nube Magallánica. Está demasiado lejos.
—¿Quién, entonces? ¿Quién robó Vieja Tierra?
Aenea se recostó en la almohada.
—No lo sé. Y creo que el Núcleo tampoco lo sabe. Pero no quiere saberlo, y teme que nosotros lo averigüemos.
A. Bettik se aproximó.
—¿Entonces no es el Núcleo el que activa los teleyectores en nuestro viaje?
—No.
—¿Averiguaremos quién es?
—Si sobrevivimos. Si sobrevivimos. —Ahora los ojos de Aenea se veían cansados, no febriles—. Mañana nos estarán esperando, Raul. Y no me refiero a ese sacerdote capitán ni a sus hombres. Alguien del Núcleo nos estará esperando.
—Esa cosa que según crees mató al padre Glaucus, Cuchiat y los demás.
—Sí.
—¿Es como una visión? —pregunté—. Me refiero a lo que sabes del padre Glaucus.
—No es una visión —dijo la niña—. Sólo un recuerdo del futuro.
Miré la tormenta que amainaba.
—Podemos quedarnos aquí —sugerí—. Podemos conseguir un deslizador o un VEM que funcione, viajar al hemisferio norte y ocultarnos en Al, o una de las grandes ciudades que menciona la guía. No tenemos que seguirles el juego y atravesar ese portal teleyector.
—Sí, debemos —dijo Aenea.
Iba a protestar, pero me callé. Al cabo de un rato dije:
—¿Y qué función cumple el Alcaudón?
—No lo sé. Depende de quién lo haya enviado esta vez. O quizás esté actuando por su cuenta. No lo sé.
—¿Por su cuenta? Creí que era sólo una máquina.
—No, no es sólo una máquina.
Me froté la mejilla.
—No entiendo. ¿Podría ser un amigo?
—Jamás —dijo la niña. Se incorporó y me apoyó la mano en la mejilla—. Lo lamento, Raul. No quiero hablar en círculos. Es sólo que no lo sé. Nada está escrito. Todo es fluido. Y cuando llego a vislumbrar cosas en movimiento, es como mirar una hermosa pintura hecha de arena un segundo antes de que el viento la disperse... —Las últimas ráfagas de la tormenta sacudieron las ventanas como para aclarar el símil. Aenea sonrió—. Lamento que hace un rato me haya despegado del tiempo...
—¿Despegado?
—Cuando te pregunté si me amabas. A veces me olvido del dónde y del cuándo.
—No importa, pequeña —respondí desconcertado—. Te amo. Y no permitiré que te lastimen mañana. Ni la Iglesia, ni el Núcleo, ni nadie.
—Yo también lucharé para impedir semejante cosa, M. Aenea —dijo A. Bettik.
La niña sonrió y nos tocó las manos.
—El Hombre de Hojalata y el Espantapájaros. No merezco tales amigos.
—¿Y dónde está el León Cobarde? —pregunté, sonriendo a mi vez.
La sonrisa de Aenea se disipó.
—Ésa soy yo —murmuró—. Yo soy la cobarde.
Ninguno de nosotros durmió más esa noche. Cargamos nuestros bártulos y fuimos hacia la balsa en cuanto el primer fulgor del alba tocó las rojas colinas que rodeaban la ciudad.
Dada la velocidad relativamente baja del
Rafael
en el punto de traslación del sistema de Sol Draconi, debe reducir menos la velocidad cuando entra en el espacio de Bosquecillo de Dios. La desaceleración es moderada —nunca supera las veinticinco gravedades— y dura sólo tres horas. Rhadamanth Nemes aguarda en su nicho de resurrección.
Cuando la nave entra en órbita, Nemes abre la puerta del ataúd y se dirige al cubículo para vestirse. Antes de salir del módulo de mando para entrar en el tubo de la nave de descenso, chequea los monitores y establece contacto directo con el nivel operativo de la nave. Los otros tres nichos funcionan normalmente, programados para el período de resurrección de tres días. Cuando De Soya y sus hombres hayan despertado, esta cuestión estará zanjada. Usando el microfilamento para comunicarse con el ordenador principal, instala las mismas directivas de programación y anulación de registros que usó en el sistema de Sol Draconi. La nave recibe el programa de giro de la nave de descenso y se dispone a olvidarlo.
Antes de entrar en el tubo, Nemes teclea la combinación de su armario. Además de mudas de ropa y enseres personales falsos —holos de «familiares» y «cartas» de su ficticio hermano—, lo único que hay dentro es un cinturón con morrales. Alguien que examinara esos morrales sólo encontraría un ordenador jugador de naipes, como los que se compran en cualquier tienda por ocho o diez florines, un rollo de hilo, tres frascos de píldoras y un paquete de tampones. Se pone el cinturón y se dirige a la nave de descenso.
Aun desde una órbita de treinta mil kilómetros, Bosquecillo de Dios —las partes que son visibles a través de las gruesas capas de nubes— se revela como el mundo lacerado que es. En vez de estar dividido en continentes y océanos, el planeta ha evolucionado tectónicamente como una sola masa terrestre con miles de «lagos» de agua salada en medio del paisaje, como zarpazos en una verde mesa de billar. Además de los lagos y el sinfín de lagunas que ocupan las grietas de las verdes masas terrestres, ahora hay miles de raspones pardos, vestigios del bombardeo que los éxters —según creen los humanos— lanzaron contra esa apacible tierra hace casi tres siglos.
Mientras la nave atraviesa la capa de ionización, penetrando en la sólida atmósfera con un triple estruendo, Nemes mira el paisaje que se extiende bajo las masas nubosas. La mayor parte de los bosques de pinos y secuoyas de doscientos metros de altura que habían atraído a la Hermandad del Muir ha desaparecido, abrasada en un incendio forestal planetario que luego provocó un invierno nuclear. Grandes segmentos de los hemisferios norte y sur aún emiten un resplandor blanco, por la nevisca y la radiación, que sólo ahora comienza a atenuarse, a medida que la capa de nubes retrocede desde una franja de mil kilómetros a cada lado del ecuador. Nemes se dirige a esa zona ecuatorial en recuperación.
Tomando el control manual de la nave, Nemes inserta el filamento. Examina los mapas planetarios que ha copiado de la biblioteca principal del
Rafael
. Allí está. El río Tetis recorría antaño ciento sesenta kilómetros de oeste a este, rodeando las raíces del Arbolmundo de Bosquecillo de Dios y pasando frente al Museo Muir. La mayor parte de la excursión del Tetis seguía un gigantesco arco semicircular. El río serpentea en torno de una pequeña muesca en la circunferencia norte del Arbolmundo. Los templarios se consideraban la conciencia ecológica de la Hegemonía, y siempre interponían su indeseada opinión en todo proyecto de terraformación de la Red o del Confín. El Arbolmundo era el símbolo de su arrogancia. A decir verdad, ese árbol era único en el universo conocido: con un tronco de ochenta kilómetros de diámetro y ramas de quinientos kilómetros de diámetro, similares a la base del legendario Olympus Mons de Marte, ese organismo viviente clavaba su ramaje superior en los lindes del espacio.
Ya no existe, desde luego. Fue despedazado e incendiado por la flota «éxter» que incineró el planeta antes de la Caída. En vez del glorioso y viviente Árbol, sólo queda el Tocónmundo, una pila de cenizas y carbón semejante a los restos erosionados de un antiguo volcán.
Como los templarios murieron o huyeron en sus naves-árbol el día del ataque, Bosquecillo de Dios ha estado en barbecho más de dos siglos y medio. Nemes sabe que Pax pudo haber recolonizado ese mundo si el Núcleo no le hubiera ordenado que desistiera: las IAs tienen sus propios planes para Bosquecillo de Dios, y esos planes no incluyen misioneros ni colonias humanas.
Nemes encuentra el teleyector río arriba —diminuto en comparación con las cenicientas laderas del Tocónmundo al sur— y revolotea sobre él.
Una vegetación secundaria puebla las orillas del río y las erosionadas cuestas de ceniza, y parecen malezas comparadas con los viejos bosques, pero aún tienen árboles de veinte metros de altura, y Nemes ve algunas marañas de tupido sotobosque. No es buen sitio para una emboscada. Nemes desciende en la ribera norte del río y camina hasta el arco teleyector.
Desechando un panel de acceso, encuentra un módulo de interfaz y se arranca la carne humana de la mano y la muñeca derechas. Guardando la piel para su regreso al
Rafael
, se conecta con el módulo y revisa los datos. Este portal no se ha activado desde la Caída. El grupo de Aenea aún no ha pasado.
Nemes regresa a la nave y vuela río abajo, tratando de encontrar el lugar perfecto. Debería ser un sitio del que no se pueda escapar por tierra: suficiente vegetación como para ocultar a Nemes y sus trampas, no tanta como para brindar refugio a Aenea y sus compañeros. Además, un lugar donde Nemes pueda hacer limpieza cuando todo haya terminado, idealmente una superficie rocosa.
Encuentra el sitio perfecto quince kilómetros río abajo. Aquí el Tetis entra en una garganta rocosa, una serie de rápidos creados por los rayos éxters y los consecuentes aludes. Nuevos árboles han crecido en las cuestas de ceniza y a lo largo de las angostas barrancas. El estrecho desfiladero está bordeado por pedrejones caídos y por las grandes franjas de lava negra que descendieron durante el bombardeo éxter, formando terrazas al enfriarse. No hay vados en ese tosco terreno, y quien guíe una balsa por estos rápidos se concentrará en timonear por aguas blancas y tendrá poco tiempo para observar las rocas o las orillas. Desciende un kilómetro al sur, saca un espécimen encerrado en vacío del armario de objetos extravehiculares, se lo calza en el cinturón, oculta la nave bajo el ramaje y regresa corriendo al río.