Pernoctamos en la guarida de espectro. Ayudé a Chiaku a tapar la entrada con nieve y hielo, cubrimos otro metro del túnel de entrada con cristal de hielo y fragmentos más grandes y entramos. Chichticu calentó bloques de hielo hasta que la guarida tuvo atmósfera suficiente para respirar. Dormimos amontonados, los veintitrés miembros del Pueblo Indivisible y los tres viajeros indivisibles, siempre usando las túnicas y las membranas de presión, pero sin las máscaras, respirando el bienvenido olor del sudor de los demás. Ese amontonamiento nos mantuvo con vida mientras fuera el vendaval impulsaba cristales de hielo a la velocidad del sonido... si el sonido hubiera sido posible en ese vacío.
Recuerdo otro detalle acerca de nuestra última noche con los chitchatuk. La guarida del espectro estaba revestida con cráneos y huesos humanos, encastrados en la pared circular con lo que parecía una minuciosidad de artista.
No vimos espectros durante el siguiente día de viaje, y poco antes del poniente nos quitamos y guardamos los patines y entramos en los túneles que estaban encima del segundo teleyector. Cuando estuvimos a suficiente profundidad, nos quitamos las máscaras y las membranas y se las devolvimos a Chatchia con cierta renuencia. Era como si entregáramos nuestras insignias de pertenencia al Pueblo Indivisible.
Cuchiat habló brevemente. Yo no pude seguir las rápidas sílabas, pero Aenea tradujo:
—Dice que tuvimos suerte, que es muy inusitado no tener que luchar contra los espectros cuando se cruza la superficie... pero que la suerte de un día siempre conduce a la mala suerte del día siguiente.
—Dile que espero que se equivoque —dije.
Era desconcertante ver el río con su bruma flotante y su techo de hielo. Aunque estábamos exhaustos, pusimos manos a la obra de inmediato. Ensamblar la balsa era difícil con los mitones puestos, pero los chitchatuk colaboraron, y al cabo de dos horas teníamos una versión torpe y reducida de nuestra embarcación anterior, sin el mástil, sin la tienda y sin la losa. Pero el timón estaba en su sitio, y aunque las pértigas eran más cortas, pensamos que funcionarían en este tramo poco profundo del Tetis.
La despedida fue más triste de lo que pensé. Todos se abrazaron por lo menos dos veces. Había hielo en las largas pestañas de Aenea, y yo sentía un nudo en la garganta.
Luego nos internamos en la corriente. Era extraño viajar sin mover las piernas. Yo aún sentía el eco del movimiento de los patines en los músculos y la mente. Nos aproximamos al portal teleyector y la muralla de hielo, nos agachamos para esquivar un reborde y de pronto estuvimos en otra parte.
Amanecía. El río era ancho y liso, la corriente lenta pero firme. Las riberas eran de roca roja, escalonadas como peldaños que subieran del agua; el desierto era de roca roja con chaparrales amarillos; las distantes colinas también eran de piedra lisa y roja. El enorme sol rojo que despuntaba a nuestra izquierda encendía el rojo paisaje. La temperatura ya superaba muchísimo la que habíamos tenido en la caverna de hielo. Nos protegimos los ojos y nos quitamos las túnicas de espectro, apilándolas como felpudos blancos cerca de la popa. La capa de hielo de los troncos relucía y se derretía bajo el sol de la mañana.
Llegamos a la conclusión de que estábamos en Qom-Riyadh mucho antes de consultar el comlog o la guía del Tetis. El rojo desierto nos lo indicaba: puentes de piedra arenisca roja, columnas de roca roja contra el cielo rosado, delicados y rojos arcos más grandes que el portal teleyector. El río circuló por desfiladeros en cuyas alturas se arqueaban puentes de piedra roja, luego se internó en un valle donde el viento tórrido mecía arbustos amarillos y levantaba una polvareda roja que se metía en los largos y tubulares «pelos» de las túnicas de espectro, en la boca y los ojos. Al mediodía atravesamos un valle más fértil. Vimos canales de irrigación perpendiculares a nuestro río. Cortas palmeras amarillas y arbustos color magenta bordeaban los cauces. Pronto avistamos edificios pequeños, y una aldea entera de casas rosadas y ocres, pero ni una persona.
—Es como Hebrón —susurró Aenea.
—No lo sabemos. Tal vez estén trabajando en otra parte.
Pero pasó el mediodía, llegó la tarde —el día de Qom-Riyadh tenía veintidós horas, según la guía— y, aunque los canales se multiplicaban, la vegetación proliferaba y las aldeas eran más frecuentes, no había indicios de los humanos ni de sus animales domésticos. Dos veces fuimos a la costa, una para sacar agua de un pozo artesiano y otra para explorar una aldea donde habíamos oído martillazos. Era un toldo roto que flameaba en el viento del desierto.
De repente Aenea se arqueó con un grito de dolor. Me arrodillé y apunté la pistola de plasma hacia la calle mientras A. Bettik corría a atenderla. No había nadie en la calle ni en las ventanas.
—Está bien —jadeó la niña—. Un dolor repentino...
Corrí hacia ella, sintiéndome tonto por haber desenfundado el arma. Metiéndola en la funda, me arrodillé y le cogí la mano.
—¿Qué sucede, pequeña?
Ella estaba sollozando.
—No sé. Ha sucedido algo terrible... No sé.
La llevamos de vuelta a la balsa.
—Por favor —susurró Aenea, con un castañeteo de dientes a pesar del calor—. Vámonos. Vámonos de aquí.
A. Bettik instaló la microtienda, aunque ocupaba casi toda nuestra balsa acortada. Pusimos las túnicas de espectro a la sombra, acostamos a la niña sobre ellas y le dimos agua.
—¿Es esta aldea? —pregunté—. ¿Había algo...?
—No —dijo Aenea entre sollozos secos, luchando contra las olas de emoción que la arrasaban—. No... algo espantoso... en este mundo, pero también detrás de nosotros.
—¿Detrás de nosotros? —Miré río arriba y sólo vi el valle, el ancho río y la aldea con sus palmeras amarillas meciéndose al viento.
—¿En el mundo de hielo? —murmuró A. Bettik.
—Sí —balbució Aenea arqueándose de dolor—. Duele.
Le apoyé la palma en la frente y el vientre desnudo. Tenía la piel más caliente de lo debido, aun en ese clima tórrido. Sacamos un kit médico de mi mochila y le coloqué un paño de diagnóstico. Indicó fiebre alta, dolor en grado tres, calambres y un electroencefalograma extraño. Recomendaba agua, medicación y tratamiento.
—Allá hay una ciudad —dijo el androide cuando el río dobló un peñasco.
Salí de la tienda para ver. Las torres rosadas, las cúpulas y minaretes aún estaban a quince kilómetros, y la corriente del río no llevaba prisa.
—Quédate con ella —dije, y fui a estribor para remar. Nuestra balsa abreviada era mucho más liviana que la anterior, y nos desplazamos rápidamente en la corriente.
A. Bettik y yo consultamos la ajada guía y llegamos a la conclusión de que la ciudad era Mashhad, capital del continente sur y sede de la Gran Mezquita, cuyos minaretes veíamos claramente mientras el río atravesaba aldeas cada vez más grandes, suburbios y zonas industriales y al fin entraba en la ciudad. Aenea dormía profundamente. Tenía más temperatura, y las luces rojas que parpadeaban en el kit exigían una intervención médica.
Mashhad estaba tan ominosamente desierta como Nueva Jerusalén.
—Creo recordar el rumor de que los éxters conquistaron el sistema de Qom-Riyadh cuando capturaron el Saco de Carbón —dije.
A. Bettik comentó que en la ciudad universitaria habían oído lo mismo cuando monitoreaban el tráfico radial de Pax.
Amarramos la balsa a un muelle bajo, y llevé a la niña a la sombra de las calles de la ciudad. Esto era una repetición de Hebrón, sólo que esta vez yo gozaba de buena salud y la niña estaba inconsciente. Pensé que de ahora en adelante no visitaría mundos desérticos si podía evitarlo.
Las calles eran más caóticas que en Nueva Jerusalén: vehículos terrestres aparcados en ángulos irregulares y abandonados en las aceras, desechos, ventanas y puertas abiertas, alfombras en las aceras, jardines moribundos. Me detuve ante el primer montón de alfombras que encontramos, pensando que quizá fueran alfombras voladoras. Eran sólo alfombras, y todas estaban orientadas en la misma dirección.
—Alfombras para rezar —dijo A. Bettik mientras regresábamos a la sombra. Los edificios no eran muy altos, y ninguno era tan alto como los minaretes que se elevaban desde un parque con árboles tropicales—. La población de Qom-Riyadh era casi cien por cien islámica. Se dice que Pax no pudo convertir a nadie, ni siquiera con la promesa de la resurrección. La población no quería saber nada del Protectorado.
Doblé la esquina, siempre buscando un hospital o un letrero que nos llevara a uno. Sentía la caliente frente de Aenea contra el cuello. Su respiración era rápida y entrecortada.
—Creo que este lugar se menciona en los
Cantos
—dije. La niña no parecía tener peso.
A. Bettik asintió.
—M. Silenus escribió sobre la victoria del coronel Kassad sobre alguien a quien llamaban el Nuevo Profeta, hace unos trescientos años.
—Los chiítas recobraron el poder cuando cayó la Red, ¿verdad? —dije. Miramos por una calle lateral. Yo buscaba una medialuna roja en vez del símbolo universal de ayuda médica, la cruz roja.
—Sí —dijo A. Bettik—, y se han opuesto violentamente a Pax. Se supone que recibieron bien a los éxters cuando la flota de Pax se retiró de este sector.
Miré las calles desiertas.
—Bien, parece que los éxters no agradecieron la bienvenida. Esto es como Hebrón. ¿Adónde habrán ido todos? ¿Pueden haber tomado como rehenes a todos los habitantes de un planeta y...?
—Mira, un caduceo —interrumpió A. Bettik.
En la ventana de un edificio alto se veía el antiguo símbolo del cetro alado rodeado por dos serpientes entrelazadas. El interior estaba sucio y desordenado, pero parecía más un edificio de oficinas que un hospital. A. Bettik se dirigió a un letrero digital que presentaba líneas de texto en árabe y murmuraba con voz de máquina.
—¿Lees árabe? —pregunté.
—Sí —dijo el androide—. También entiendo un poco el idioma hablado, que es farsi. Hay una clínica privada en el décimo piso. Tal vez tenga un centro de diagnósticos y un autocirujano.
Me dirigí a la escalera con Aenea en brazos, pero A. Bettik probó suerte con el ascensor. El pozo de cristal zumbó, y una cabina de levitación se detuvo en nuestro nivel.
—Es raro que aún haya energía —comenté.
Subimos al décimo piso. Aenea despertó gimiendo cuando atravesamos el pasillo embaldosado y una terraza abierta donde palmeras amarillas y verdes susurraban en el viento. Entramos en una aireada habitación con hileras de camas, autocirujanos y equipo de diagnóstico centralizado. Escogimos la cama más cercana a la ventana, dejamos a la niña en ropa interior y la pusimos entre sábanas limpias. Reemplazando los paños del kit por filamentos, aguardamos los paneles de diagnóstico. La voz sintética hablaba en árabe y farsi, al igual que la pantalla, pero había una banda en inglés de la Red y la sintonizamos.
El autocirujano diagnosticó agotamiento, deshidratación y un patrón EEG inusitado, que parecía derivar de un fuerte golpe en la cabeza. A. Bettik y yo nos miramos. Aenea no había recibido ningún golpe en la cabeza. Autorizamos tratamiento para el agotamiento y la deshidratación. Retrocedimos cuando la cama extendió sujetadores de flujoespuma, palpó la vena de Aenea con seudodedos y le introdujo una intravenosa con un sedante y una solución salina.
A los pocos minutos la niña dormía apaciblemente. El panel de diagnóstico habló en árabe, y A. Bettik tradujo antes de que yo pudiera ir a leer el monitor.
—Dice que la paciente dormirá toda la noche y estará mejor por la mañana.
Cogí el rifle de plasma. Nuestras polvorientas mochilas estaban en una silla. Acercándome a la ventana, dije:
—Registraré la ciudad antes de que oscurezca. Me aseguraré de que estamos solos.
A. Bettik se cruzó de brazos y miró el gran sol rojo que rozaba los edificios de enfrente.
—Creo que estamos muy solos. Sólo que aquí tardó un poco más.
—¿Qué cosa tardó más?
—Aquello que se llevó a la gente. En Hebrón no había indicios de pánico ni de lucha. Aquí la gente tuvo tiempo para abandonar los vehículos. Pero las alfombras para rezar son la señal más segura.
Noté que había finas arrugas en la frente azul del androide, en torno de sus ojos y su boca.
—¿Señal más segura de qué?
—Supieron que algo les ocurría, y pasaron los últimos minutos orando.
Apoyé el rifle de plasma junto a la silla y abrí la funda de la pistola.
—Aun así echaré un vistazo. Vigílala por si despierta, ¿de acuerdo? —Saqué las dos unidades de comunicaciones de mi mochila, le di una al androide y me calcé la otra en el cuello—. Deja abierta la frecuencia común. Me mantendré en contacto. Llámame si hay algún problema.
A. Bettik estaba de pie junto a la cama. Su gran mano tocó suavemente la frente de la niña dormida.
—Estaré aquí cuando ella despierte, M. Endymion.
Es raro que recuerde tan nítidamente mi paseo de esa noche por la ciudad abandonada. El letrero digital de un banco indicaba cuarenta grados centígrados, pero el viento del rojo desierto secaba la transpiración, y el crepúsculo rojo y rosado surtía un efecto sedante. Quizá recuerde ese anochecer porque después de esa noche todo cambiaría para siempre.
Mashhad era una extraña mezcla de ciudad moderna y de bazar de las
Mil y una noches
, una maravillosa compilación de los cuentos que Grandam me contaba bajo el estrellado cielo de Hyperion. Era un lugar romántico. En una esquina había un quiosco de periódicos y un cajero automático, pero al doblar la esquina aparecían puestos callejeros con toldos de franjas brillantes y pilas de frutas pudriéndose en cajas. Me imaginé el bullicio y el movimiento: camellos, caballos u otras bestias pre-Hégira dando vueltas, perros ladrando, vendedores pregonando, compradores regateando, mujeres con chador negro y
burqas
o velos siguiendo de largo, y en ambos lados los barrocos e ineficaces vehículos gruñendo y escupiendo monóxido de carbono, acetona o como se llamara la suciedad que los viejos motores de combustión interna arrojaban a la atmósfera...
Desperté de mi ensueño al oír la melodiosa llamada de una voz masculina, palabras que rebotaban en las calles de piedra y acero. Parecía venir del parque, un par de manzanas a la izquierda, y corrí en esa dirección, la mano en la culata de la pistola.
—¿Oyes esto? —pregunté por el micrófono.