Yo todavía estaba petrificado, el rifle de plasma en las manos, inservible con el seguro puesto, cuando el chitchatuk más próximo se puso a ulular de rabia e impotencia, y los cazadores más cercanos se internaron en el nuevo corredor que se había abierto donde un segundo antes no había ninguno.
Aenea ya alumbraba con su lámpara el pozo casi vertical cuando me acerqué a ella empuñando mi arma. Dos chitchatuk se habían arrojado por el conducto, frenando la caída con las botas y los cuchillos de hueso, arrojando astillas de hielo; yo estaba por meterme cuando Cuchiat me aferró el hombro.
—¡
Ktchey
! —exclamó—. ¡
Ku tcheta chitchatuk
!
Era el cuarto día, y yo ya entendía que me estaba ordenando que no fuera. Obedecí, pero saqué la linterna láser para iluminar el camino a los cazadores aullantes que ya estaban a veinte metros y fuera de nuestra vista, pues el nuevo túnel se ponía horizontal. Al principio creí que era un efecto del rojo haz del láser, pero luego vi que el pozo estaba casi totalmente pintado de brillante sangre.
Los gritos de los chitchatuk continuaron cuando los cazadores regresaron con las manos vacías. Comprendí que no habían visto al espectro ni hallado a la víctima, salvo la sangre, los jirones de la túnica y el meñique de la mano derecha. Cuchtu, el hombre a quien considerábamos el médico brujo, se arrodilló, besó el dígito cortado, se pasó un cuchillo de hueso por el antebrazo, derramó su propia sangre sobre el dedo sanguinolento y luego, con reverencia, guardó el dedo en su saco de cuero. Los chitchatuk dejaron de ulular. Chiaku, el hombre alto de túnica ensangrentada —ahora doblemente ensangrentada, pues era uno de los cazadores que se habían arrojado por el pozo—, nos habló gravemente mientras los demás cargaban sus bártulos, guardaban sus lanzas y reanudaban la marcha.
Mientras seguíamos andando por el túnel, miré atrás y vi que el boquete por donde había entrado el espectro se perdía en aquella negrura que parecía seguirnos. Pensando que esos animales vivían en la superficie y bajaban para cazar, no me había sentido nervioso. Pero ahora el hielo del suelo parecía traicionero, las facetas de hielo y los rebordes de las paredes y los techos eran meras ventanas donde acechaba otro espectro. Noté que trataba de caminar ligeramente, como si eso me impidiera caer al lugar donde aguardaba el asesino. No era fácil caminar ligeramente en Sol Draconi Septem.
—M. Aenea —dijo A. Bettik—, no entendí lo que decía M. Chiaku. ¿Algo sobre números?
El rostro de Aenea estaba hundido bajo los dientes de espectro de la túnica. Yo sabía que confeccionaban estas túnicas con cachorros de espectro, pero la vislumbre de esos brazos blancos del grosor de mi torso atravesando el hielo, las garras negras de la longitud de mi antebrazo, me hicieron comprender el tamaño de esas criaturas. A veces, comprendí, destrabando el seguro de mi rifle de plasma, tratando de caminar ligeramente en el peso aplastante de Sol Draconi Septem, el camino más corto hacia el coraje es la ignorancia absoluta.
—Así que pienso que hablaba del hecho de que la banda ya no suma un número primo —le decía Aenea a A. Bettik—. Hasta que ella... fue capturada... éramos veintiséis, lo cual estaba bien, pero ahora tienen que hacer algo pronto o... no sé... más mala suerte.
Por lo que pude entender, resolvieron el intríngulis del número primo enviando a Chiaku delante como explorador. O quizá tan sólo se ofreció como voluntario para estar lejos del grupo hasta llegar a la ciudad congelada. Veinticinco, siendo un número impar, se podía tolerar brevemente, pero sin nosotros la banda pronto volvería a ser de veintidós, todavía un número inaceptable.
Olvidé todas mis reflexiones sobre la preocupación de los chitchatuk por los números primos cuando llegamos a la ciudad.
Primero vimos la luz. Al cabo de varios días, nuestros ojos se habían acostumbrado tanto al fulgor ambarino del chuchkituk —el brasero de hueso— que aun el resplandor ocasional de nuestras lámparas nos encandilaba. La luz de la ciudad congelada era dolorosa.
En un tiempo, el edificio había sido de acero o plastiacero y cristal, tal vez de setenta pisos de altura, y debía de dar sobre un grato valle verde y terraformado, quizás hacia el sur, donde el río pasaba a medio kilómetro. Ahora nuestro túnel de hielo desembocaba en un agujero del cristal, hacia el piso cincuenta y ocho, y las lenguas del glaciar atmosférico habían deformado la estructura de acero penetrando en varios niveles.
Pero el rascacielos aún se mantenía en pie, quizá con sus pisos superiores asomando al negro vacío de la superficie. Y todavía irradiaba su luz resplandeciente.
Los chitchatuk se detuvieron en la entrada, protegiéndose los ojos del resplandor y ululando en un tono distinto del gemido fúnebre del túnel. Era una señal. Mientras aguardábamos, miré el esqueleto de acero y cristal, las docenas de lámparas encendidas que colgaban por doquier, piso tras piso, de modo que podíamos ver bajo nuestros pies, a través del hielo, los pisos inferiores y las ventanas iluminadas.
El padre Glaucus se aproximó por un recinto que era a medias caverna de hielo y a medias oficina. Llevaba la larga sotana negra y el crucifijo que yo asociaba con los jesuitas del monasterio de Puerto Romance. Era evidente que el anciano era ciego —tenía ojos lechosos, con cataratas, inexpresivos como piedras— pero eso no fue lo primero que me llamó la atención en él: era viejo, antiguo, venerable, barbado como un patriarca. Cuando Cuchiat lo llamó, sus rasgos cobraron vida y pareció despertar de un trance, enarcando las níveas cejas, y su amplia frente se cubrió de arrugas. Sus labios cuarteados se curvaron en una sonrisa. Aunque esta descripción puede parecer grotesca, no había nada extravagante en el padre Glaucus, ni su ceguera, ni su barba blanca y deslumbrante, ni la curtida y manchada piel ni sus labios agrietados. Todo en él era tan personal que ninguna comparación le haría justicia.
Yo tenía muchas reservas en cuanto a conocer a este «glauco», temiendo que estuviera asociado con Pax. Ahora, viendo que era sacerdote, habría cogido a la niña y A. Bettik y me hubiera ido con los chitchatuk. Pero ninguno de los tres tuvo ese impulso. Este anciano no era hombre de Pax, era sólo el padre Glaucus. Supimos esto pocos minutos después de nuestro encuentro.
Pero antes de que ninguno hablara, el sacerdote ciego pareció detectar nuestra presencia. Después de conversar con Cuchiat y Chichitcia en su lengua, giró hacia nosotros, alzando una mano como si su palma sintiera nuestro calor. Se aproximó al límite que separaba la caverna de hielo de la habitación.
Caminó directamente hacia mí, me apoyó la mano huesuda en el hombro y dijo, en voz alta y nítido inglés de la Red:
—¡He aquí el hombre!
Tardé años en poner ese comentario en perspectiva. En ese momento sólo pensé que el viejo sacerdote estaba loco además de ciego.
El arreglo fue que nosotros nos quedaríamos unos días con el padre Glaucus en el rascacielos mientras los chitchatuk se iban a atender asuntos de los chitchatuk. Aenea y yo supusimos que lo más urgente para ellos era resolver el problema de los números primos, y que luego regresarían a vernos. Habíamos logrado comunicarles por señas que deseábamos desmantelar la balsa y llevarla río abajo hasta el próximo portal teleyector. Los chitchatuk parecían entender. Al menos habían asentido usando su palabra de aprobación —
chia
— cuando les describimos con señas el segundo arco y la balsa pasando debajo. Si yo había entendido su respuesta gestual y verbal, el viaje hasta el segundo teleyector requeriría ir por la superficie, duraría varios días y atravesaría una zona de muchos espectros árticos. Creí entender que hablaríamos nuevamente sobre ello una vez que hubieran satisfecho su necesidad inmediata de salir «en busca del equilibrio insoluble»; supongo que hablaban de encontrar a otro miembro de la banda, o perder tres. Este pensamiento me produjo escalofríos.
En todo caso, nosotros debíamos quedarnos con el padre Glaucus hasta que regresara la banda de Cuchiat. El sacerdote ciego habló animadamente con los cazadores, y luego se paró en la entrada de la caverna de hielo, escuchando, hasta que el fulgor del brasero de hueso desapareció.
El padre nos saludó de nuevo, palpándonos el rostro, los hombros, los brazos y las manos. Confieso que nunca había experimentado una presentación semejante. Cuando palpó la cara de Aenea con sus manos huesudas, el anciano dijo:
—Una niña humana. Creí que nunca volvería a ver el rostro de una niña humana.
No comprendí.
—¿Qué hay de los chitchatuk? —pregunté—. Ellos son humanos. Ellos deben de tener hijos.
El padre Glaucus se había internado en el rascacielos, subiendo por una escalera hasta una habitación más cálida antes de nuestra «presentación». Aquí era donde vivía. En los faroles y braseros ardían las mismas ascuas relucientes que usaban los chitchatuk, sólo que había cientos más. Los muebles eran confortables; había un antiguo reproductor de discos de música y las paredes internas estaban cubiertas de libros, algo que me pareció incongruente en la casa de un ciego.
—Los chitchatuk tienen hijos —dijo el viejo sacerdote—, pero no les permiten ir con las bandas que merodean por aquí, tan al norte.
—¿Por qué?
—Los espectros —dijo el padre Glaucus—. Hay muchos espectros al norte de la vieja frontera de terraformación.
—Pensé que los chitchatuk vivían de los espectros.
El viejo asintió y se acarició la barba. Era una barba poblada y blanca, tan larga que ocultaba su cuello romano. La sotana tenía muchos remiendos y costuras, pero aun así estaba deshilachada.
—Mis amigos los chitchatuk viven de los cachorros de espectros. El metabolismo de los adultos hace que su piel y huesos sean inservibles para la banda.
No entendí esto, pero no interrumpí.
—Los espectros, por otra parte, aman a los niños chitchatuk. Por eso los chitchatuk y los demás están tan intrigados por la presencia de nuestra joven amiga tan al norte.
—¿Dónde están sus hijos? —preguntó Aenea.
—Cientos de kilómetros al sur. Con las bandas de crianza. Allí hay un clima tropical. El hielo tiene sólo treinta o cuarenta metros de grosor y la atmósfera es más respirable.
—¿Por qué los espectros no cazan a los niños allí? —pregunté.
—Es mal terreno para los espectros... demasiado caluroso.
—¿Entonces por qué los chitchatuk no eligen la seguridad y se mudan al sur...? —Me interrumpí. El frío y la abrumadora gravedad debían de haberme vuelto más estúpido que de costumbre.
—Exacto —dijo el padre Glaucus, interpretando bien mi repentino silencio—. Los chitchatuk viven de los espectros. Los grupos de cazadores, como el de nuestro amigo Cuchiat, corren grandes riesgos para llevar carne, pieles y herramientas a las bandas de crianza. Las bandas de crianza corren el riesgo de morirse de hambre si no llega la comida. Los chitchatuk tienen pocos hijos, pero éstos son muy valiosos para ellos. O, como dirían ellos,
Utchai tuk aichit chacutkuchit.
—Más sagrados que el calor —tradujo Aenea.
—Precisamente. Pero estoy olvidando mis modales. Os mostraré vuestros aposentos. Tengo varias habitaciones amuebladas y con calefacción, aunque vosotros sois mis primeros huéspedes no chitchatuk en... cinco décadas estándar, creo. Mientras os acomodáis, calentaré la cena.
Mientras explica el verdadero motivo de la misión de De Soya, el cardenal Lourdusamy se reclina en su trono y señala el distante techo con su mano regordeta.
—¿Qué piensas de esta habitación, Federico?
El padre capitán De Soya, dispuesto a oír algo de importancia vital, pestañea y yergue el rostro. Esta gran sala tiene ornamentos tan profusos como las otras del apartamento Borgia, o más. Los colores son más vivos, más vibrantes, y el padre capitán repara en la diferencia: estos tapices y frescos son más actuales. Uno presenta al papa Julio VI recibiendo el cruciforme de un ángel del Señor, y otro muestra a Dios estirando el brazo —en un eco del techo de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina— para entregar a Julio el Sacramento de la Resurrección. Un Arcángel expulsa al malvado antipapa, Teilhard I, con su espada flamígera. Otras imágenes del techo y tapices de la pared proclaman la gloria del primer siglo de la resurrección de la Iglesia y la expansión de Pax.
—El techo original se desmoronó en el 1500 —explica el cardenal Lourdusamy—, y por poco mató al papa Alejandro. Casi todo el decorado original fue destruido. León X lo hizo reemplazar después de la muerte de Julio II, pero la obra era inferior a la original. Su Santidad encomendó la nueva obra hace ciento treinta años estándar. Fíjate en el fresco central, obra de Halaman Ghena de Vector Renacimiento. El
Tapiz de Pax Ascendiente
, por allá, es obra de Shiroku. La restauración arquitectónica fue obra de la crema de los artesanos de Pacem, entre ellos Peter Baines Cort-Bilgruth.
De Soya asiente cortésmente, sin saber cómo se relaciona esto con el tema que trataban. Quizás el cardenal, como ocurre con muchos poderosos, se haya habituado a divagar porque sus subalternos nunca le reprochan sus digresiones.
Como leyendo la mente del padre capitán, Lourdusamy ríe entre dientes y apoya su blanda mano en la superficie de cuero de la mesa.
—Menciono esto por una razón, Federico. ¿Convendrías en que la Iglesia y Pax han traído una era de paz y prosperidad sin precedentes para la humanidad?
De Soya titubea. Ha leído historia, pero no está seguro de que esta era no tenga precedentes. Y en cuanto a la «paz»... El recuerdo de bosques orbitales incinerados y mundos arrasados aún puebla sus sueños.
—La Iglesia y sus aliados de Pax sin duda han mejorado la situación de la mayoría de los ex mundos de la Red que he visitado, excelencia, y nadie puede negar que el don de la resurrección no tiene precedentes.
—¡Válgame! ¡Un diplomático! —estalla Lourdusamy, frotándose el fino labio superior con aire divertido—. Sí, sí, tienes toda la razón, Federico. Toda época tiene sus desventajas, y la nuestra incluye una constante lucha contra los éxters y una lucha aún más urgente para establecer el reinado de Nuestro Señor y Salvador en el corazón de todos los hombres y mujeres. Pero, como ves —señala una vez más los frescos y tapices—, estamos en medio de un Renacimiento tan real como el que imbuyó el espíritu del primer Renacimiento, que nos dio la capilla de Nicolás V y otras maravillas que viste al entrar. Y este Renacimiento es en verdad del espíritu, Federico.