INQUISIDOR:
¿Tiene el padre capitán alguna otra prueba, aparte de la sangre y las muestras de tejido, que indiquen que Raul Endymion se demoró en su fuga el tiempo suficiente para asesinar al teniente Belius?
F. C. DE SOYA:
No.
INQUISIDOR:
Que el padre capitán continúe.
F. C. DE SOYA:
El otro motivo por el cual sospechaba una conexión con los éxters era la alfombra voladora. Los estudios forenses indican que era muy antigua, tanto como para ser la famosa alfombra que usaron Merin Aspic y Siri en el mundo de Alianza-Maui. Una vez más, hay una conexión con la peregrinación de Hyperion y las historias que se relatan en los
Cantos
de Silenus.
INQUISIDOR:
Que el padre capitán continúe.
F. C. DE SOYA:
Eso es todo. Pensé que podríamos llegar a Hebrón sin toparnos con un enjambre éxter. A menudo abandonan los sistemas que conquistan en combate. Obviamente, mi corazonada fue errónea en esta ocasión. Costó la vida del lancero Rettig, lo cual lamento profunda y sinceramente.
INQUISIDOR:
¿Alega pues el padre capitán que el resultado de la investigación que llevó a cabo con tan alto coste y tanto dolor y bochorno para el obispo Melandriano tuvo éxito porque varios datos parecen indicar una relación con el poema llamado los
Cantos
, que a su vez tiene una leve relación con los éxters?
F. C. DE SOYA:
Esencialmente, sí.
INQUISIDOR:
¿Sabe el padre capitán que el poema llamado los
Cantos
figura en el Index de Libros Prohibidos desde hace más de un siglo y medio?
F. C. DE SOYA:
Sí.
INQUISIDOR:
¿Admite haber leído ese libro?
F. C. DE SOYA:
Sí.
INQUISIDOR:
¿Recuerda el padre capitán el castigo que inflinge la Compañía de Jesús a quienes infringen a sabiendas el Index de Libros Prohibidos?
F. C. DE SOYA:
Sí, la expulsión de la Compañía.
INQUISIDOR:
¿Y recuerda el padre capitán la pena máxima citada por el Canon Eclesiástico de Paz y justicia para quienes en el Cuerpo de Cristo infringen a sabiendas las restricciones establecidas por el Index de Libros Prohibidos?
F. C. DE SOYA:
La excomunión.
INQUISIDOR:
El padre capitán puede retirarse a sus aposentos de la Rectoría Vaticana de los Legionarios de Cristo. Permanecerá allí hasta que se lo convoque para nuevas declaraciones ante esta junta o se le impartan nuevas órdenes. Así refréndase, júrase, prométese y comprométese a nuestro hermano en Cristo; por el poder de la Santa, Católica y Apostólica Iglesia Romana te exhortamos y obligamos, en nombre de Jesús hablamos.
F. C. DE SOYA:
Gracias, eminentísimos y reverendísimos señores cardenales e inquisidores. Aguardaré nuevas órdenes.
Pasamos tres semanas con los chitchatuk en el mundo congelado de Sol Draconi Septem, y en ese período descansamos, nos recobramos, recorrimos los congelados túneles de la congelada atmósfera, aprendimos algunas palabras y frases de su difícil idioma, visitamos al padre Glaucus en la ciudad sepultada, enfrentamos espectros árticos y emprendimos la última y terrible migración río abajo.
Pero me estoy adelantando. Es fácil apresurarse, especialmente con la creciente probabilidad de inhalar cianuro en mi próximo aliento. Así sea. Este relato tendrá un final abrupto cuando yo tenga el mío, no antes, y poco importa si es aquí, allá o en otra parte. Lo contaré tal como es, siempre que se me permita contarlo.
Nuestro primer encuentro con los chitchatuk casi terminó en tragedia para ambas partes. Habíamos bajado nuestras lámparas y nos agazapábamos en la densa oscuridad de ese corredor de hielo, el rifle de plasma cargado y preparado, cuando una luz mortecina asomó en un recodo del túnel y siluetas grandes e inhumanas doblaron la curva. Encendí la lámpara y su haz opaco alumbró una visión aterradora: tres o cuatro bestias fornidas, de pelambre blanca, con zarpas negras y largas como mi mano, dientes blancos aún más largos, ojos rojos y relucientes. Las criaturas se desplazaban en la niebla de su propio aliento. Alcé el rifle de plasma y puse el selector en fuego rápido.
—¡No dispares! —exclamó Aenea, aferrándome el brazo—. ¡Son humanos!
Su grito no sólo detuvo mi mano sino la de los chitchatuk. Largas lanzas de hueso habían asomado por los pliegues de pelambre blanca, y nuestros haces iluminaron puntas afiladas y brazos pálidos que se echaban hacia atrás para arrojarlas. Pero la voz de Aenea nos detuvo cuando apenas faltaba una contracción muscular para que estallara la violencia.
Entonces vi los rostros pálidos que había bajo las viseras de dientes de espectro: anchos, de nariz roma, arrugados, pálidos al extremo del albinismo, pero totalmente humanos, al igual que los ojos oscuros y relucientes. Bajé la luz para que ésta no les deslumbrara.
Los chitchatuk eran robustos y musculosos —bien adaptados a la aplastante gravedad de 1,7 de Sol Draconi Septem— y parecían aún más fornidos y poderosos con las capas de piel de espectro en que se arropaban. Pronto aprenderíamos que usaban la mitad delantera del cuero del animal, la cabeza incluida, de modo que las negras zarpas colgaban delante de las manos, y los dientes les cubrían el rostro como filosos rastrillos. También supimos que la lente del negro ojo del espectro —aun sin la complicada óptica y los nervios que permitían a esos monstruos ver en plena oscuridad— aún funcionaban como sencillas gafas de visión nocturna. Todo aquello que los chitchatuk llevaban y vestían procedía de los espectros: lanzas de hueso, correas de cuero hechas de tripas y tendones, sacos de agua confeccionados con intestinos trenzados, las mantas de dormir y los cubos, aun los dos artefactos que transportaban, un brasero con forma de mitra hecho de hueso, con correas de cuero, que sostenía las relucientes ascuas que les alumbraban la marcha, y un complejo cuenco de hueso con embudo, que derretía el hielo encima del brasero. Sólo después supimos que sus grandes cuerpos se veían aún más abultados por los sacos de agua que llevaban bajo la túnica, usando el calor corporal para mantener el agua en estado líquido.
El momento de vacilación debió de durar más de un minuto, hasta que Aenea avanzó hacia ellos y el chitchatuk que luego conoceríamos como Cuchiat avanzó hacia nosotros. Cuchiat habló el primero, un torrente de ruidos toscos que evocaba grandes carámbanos estrellándose contra una superficie dura.
—Lo lamento —dijo Aenea—. No entiendo.
Nos miró a nosotros. Yo miré a A. Bettik.
—¿Reconoces este dialecto?
El inglés de la Red había sido estándar durante tantos siglos que era chocante oír palabras que no se entendían. Tres siglos después de la Caída, según los forasteros que visitaban Hyperion, la mayoría de los dialectos planetarios y regionales aún eran comprensibles.
—No, no lo entiendo —dijo A. Bettik—. M. Endymion, ¿puedo sugerir que uses el comlog?
Asentí y saqué el brazalete.
Los chitchatuk miraron cautamente, los ojos alerta. Sólo bajaron las lanzas cuando alcé el brazalete hasta mi ojo y lo activé.
—Estoy activado y aguardo tu pregunta u orden —gorjeó el escarchado brazalete.
—Escucha —dije mientras Cuchiat empezaba a parlotear de nuevo—. Dime si puedes traducir esto.
El guerrero vestido con pieles de espectro pronunció un breve y cortante discurso.
—¿Y bien? —le pregunté al comlog.
—Este idioma o dialecto no me resulta familiar —gorjeó el comlog—. Conozco varios idiomas de Vieja Tierra, entre ellos el inglés anterior a la Red, el alemán, el francés, el holandés, el japonés.
—No importa —dije.
Los chitchatuk miraban fijamente el comlog, pero no había miedo ni superstición en esos ojos grandes y oscuros, sólo curiosidad.
—Sugiero que me mantengas activado varias semanas o meses —continuó el comlog—, mientras se habla este idioma. Así podría preparar una base de datos a partir de la cual podré construir un léxico simple. También sería preferible...
—Gracias por nada —dije, y lo apagué.
Aenea se aproximó un paso más a Cuchiat y por señas le dio a entender que sentíamos frío y fatiga. Hizo gestos que aludían a la comida, a cubrirse con una manta, al sueño.
Cuchiat gruñó y deliberó con los demás. Ahora había siete chitchatuk en el túnel de hielo. (Luego aprenderíamos que sus partidas de caza siempre viajaban en números primos, al igual que sus bandas más numerosas.) Por último, después de dialogar separadamente con cada uno de sus hombres, Cuchiat nos habló brevemente, echó a andar por el corredor ascendente y nos indicó que lo siguiéramos.
Tiritando, encorvados bajo el peso de la gravedad de ese mundo, procurando ver la mortecina luz de esas ascuas una vez que apagamos las lámparas para conservar las baterías, asegurándonos de que la brújula inercial funcionara y dejara su rastro de migajas digitales, seguimos a Cuchiat y sus hombres hacia el campamento chitchatuk.
Eran un pueblo generoso. Nos dieron túnicas de espectro para vestirnos, pieles para dormir, caldo de espectro calentado en el pequeño brasero, agua de sus sacos entibiados con el cuerpo, y su confianza. Pronto supimos que los chitchatuk no guerreaban entre sí. La idea de matar a otro ser humano les era ajena. Los chitchatuk —indígenas que se habían adaptado al hielo durante un milenio— eran los únicos sobrevivientes de la Caída, las pestes víricas y los espectros. Tomaban de los monstruosos espectros todo lo que necesitaban y —por lo que pudimos colegir— los espectros dependían únicamente de los chitchatuk para alimentarse. Todas las demás formas de vida, siempre marginales, habían quedado por debajo del umbral de supervivencia después de la Caída y del fracaso de la terraformación.
Pasamos esos primeros días durmiendo, comiendo y tratando de comunicarnos. Los chitchatuk no tenían aldeas permanentes en el hielo: dormían unas horas, plegaban sus túnicas y se desplazaban por el conejar de túneles. Cuando calentaban hielo para tener agua —el único uso que hacían del fuego, pues las brasas no bastaban para calentarlos y comían la carne cruda— colgaban el brasero del techo de hielo con tres correas para que no dejara una huella delatora en el hielo.
Había veintitrés en la tribu, banda, clan o como se llamara, y al principio no pudimos discernir si incluía mujeres. Los chitchatuk usaban túnicas en todo momento, y sólo las alzaban para no ensuciarlas cuando orinaban o defecaban en las fisuras del hielo. Comprobamos que había mujeres en la banda en nuestro tercer período de sueño, cuando vimos a la mujer llamada Chatchia copulando con Cuchiat.
Poco a poco, caminando y hablando con ellos en la inmutable penumbra de los túneles durante los dos próximos días, aprendimos a reconocer sus rostros y sus nombres. El jefe Cuchiat era —a pesar de su voz tumultuosa— un hombre afable que sonreía con sus finos labios y sus ojos negros. Chiaku, su lugarteniente, era el más alto de la banda y usaba una túnica de espectro con una estría de sangre, lo cual era una marca de honor, como supimos luego. Aichacut era iracundo, malhumorado y distante. Creo que si Aichacut hubiera sido jefe de la partida de caza cuando nos encontramos con ellos, ese día habrían quedado cadáveres en el hielo.
Cuchtu parecía ser una especie de médico brujo, y su tarea era trazar un círculo en el nicho o túnel de hielo donde dormíamos, murmurando encantamientos y quitándose los guantes de cuero de espectro para apretar las palmas contra el hielo. Sospeché que así ahuyentaba los malos espíritus. Aenea sugirió con sorna que tal vez estuviera haciendo lo que hacíamos nosotros, tratando de encontrar una salida en ese laberinto de hielo.
Chichticu era el portador del fuego, y se enorgullecía de haber obtenido ese honor. Las ascuas eran un misterio para nosotros: resplandecían y daban lumbre durante semanas, pero nunca las revolvían ni las cambiaban. Sólo desciframos este acertijo cuando conocimos al padre Glaucus.
No había niños en la banda, y costaba diferenciar la edad de los chitchatuk que conocimos. Cuchiat era mayor que la mayoría —su rostro era una telaraña de arrugas que nacían en el puente de su nariz ancha y filosa pero nunca logramos hablar de la edad con ninguno de ellos. Reconocían a Aenea como niña —o al menos como joven adulta— y la trataban como tal. Las mujeres, según notamos después de identificar a tres de ellas, se turnaban con los hombres en el papel de cazador y centinela. Aunque nos honraron a A. Bettik y a mí con la tarea de montar guardia mientras la banda dormía —siempre permanecían despiertas tres personas armadas— nunca pidieron a Aenea que realizara esa tarea. Pero obviamente le tenían simpatía y gustaban de hablar con ella, usando esa combinación de palabras simples y gestos complejos que han servido para franquear la brecha entre los pueblos desde el paleolítico.
El tercer día Aenea logró pedirles que regresaran al río con nosotros. Al principio estaban desconcertados, pero sus señas y las pocas palabras que ella había aprendido pronto comunicaron el concepto: el río, la balsa flotante, el arco congelado del teleyector (esto provocó exclamaciones), la muralla de hielo y nuestra excursión por el túnel antes de encontrarnos con nuestros amigos los chitchatuk.
Cuando Aenea sugirió que regresáramos juntos al río, la banda recogió las mantas de dormir, las guardó en las mochilas de cuero de espectro y se puso en marcha. Esta vez encabecé la marcha, y la reluciente esfera de la brújula inercial rastreó los muchos virajes, recodos, ascensos y descensos que habíamos realizado en nuestros tres días de vagabundeo.
Debo aclarar que, de no ser por nuestros cronómetros, el tiempo habría desaparecido en los túneles de hielo de Sol Draconi Septem. El inmutable y tenue fulgor del brasero de hueso, el destello de las paredes de hielo, la oscuridad que había delante y detrás, el frío punzante, los breves períodos de sueño y las incesantes horas de ascenso bajo el peso de esa gravedad, todo se combinaba para descalabrar la percepción del tiempo. Según el cronómetro, era el anochecer del tercer día desde que abandonamos la balsa cuando descendimos por el último tramo del estrecho corredor y regresamos al río.
Era un triste espectáculo: el mástil astillado y los troncos carcomidos, la popa sumergida en el hielo, los faroles cubiertos de escarcha, la embarcación vacía. Los fascinados chitchatuk demostraron mayor entusiasmo que nunca desde que los habíamos conocido. Usando sogas de cuero trenzado, Cuchiat y otros bajaron a la balsa y examinaron los detalles: la losa central, el metal de los faroles, la cuerda de nylon que habíamos usado para atar los troncos. Su interés era manifiesto, pues en una sociedad donde la materia prima para construir armas y ropas procedía de un solo animal —para colmo un habilidoso depredador— la balsa debía de representar un tesoro de recursos.