Read Encuentros (El lado B del amor) Online
Authors: Gabriel Rolón
Tags: #Amor, Ensayo, Psicoanálisis
Viene a mi memoria un chiste que escuché en los pasillos de la facultad en la época en la que estaba cursando psicopatología, que era el del masoquista que se arrodillaba y le decía al sádico:
por favor, pégame
, a lo que el sádico le respondía:
no, no, de ninguna manera
.
Ahí sí aparecía la obtención del placer para el sádico. ¿Cómo le iba a pegar si era lo que el otro deseaba, si era de lo que disfrutaba? De ningún modo, porque lo que él necesita para excitarse es que se angustie.
Pero la cultura que, como dijimos, se apropia de los términos clínicos, ha hecho de la palabra perversión un sinónimo de maldad. Así se dice de alguien en las noticias, como si fuera lo mismo, que es un sádico, un psicópata, un perverso o un psicótico. Todas estas, cosas bien diferentes.
Y lo cierto es que
la perversión
es un cuadro clínico con características propias que pueden no tener nada que ver con la maldad ni con infligir dolor a otro. Y estoy pensando en la que sea tal vez la más clara de todas, una a la que, por algo, Freud le dedica un artículo especial, que es el fetichismo.
Ustedes saben, el fetichista es alguien que establece una relación con un objeto que actúa como causa y sostén de su deseo. Pero antes de avanzar me permito una pequeña digresión: casi todos los hombres tienen algo de fetichistas, aunque no lleguen a serlo. Las mujeres, en cambio, no. El fetichismo es una perversión exclusivamente de hombres, porque el fetiche viene a reemplazar un objeto que la mujer no tiene, algo que le falta.
Por supuesto que hablo de una falta imaginaria y no real, porque en la realidad a la mujer no le falta nada, sino que tiene otra cosa. Pero en el inconsciente de algunos hombres la ausencia de pene en la mujer actúa como algo que angustia e inhibe la excitación; entonces, el fetiche se ubica cubriendo esa falta y le permite acceder al disfrute sexual sin problemas.
Por eso es una perversión de hombres, porque el hombre intenta tapar con el fetiche eso que el fetichista cree, inconscientemente repito, que a la mujer le falta.
Cuando Lacan dijo que «la mujer no existe», o Freud que «no hay un representante psíquico del órgano sexual femenino», lo que decían en realidad es que lo que hay en el inconsciente es presencia o ausencia del pene. A esto lo llamamos
la premisa universal del falo
. Y todos sabemos que esto es así. De hecho, cuando los chicos empiezan a preguntar e interesarse por la diferencia anatómica entre hombres y mujeres, se les explica diciéndole que «los nenes tienen pito y las nenas no», es decir que aparece esto del que tiene y el que no tiene.
A veces algunos padres intentan ser explícitos y aclaran con todas las letras que los varones tienen pito y las nenas vagina, pero aun así, la hija les pregunta: «¿Y por qué yo no tengo pito?». No va a escuchar que tiene vagina, va a escuchar que no tiene pito. Porque en el inconsciente esto funciona de este modo.
Lo antedicho sólo intenta dilucidar lo enigmática que es la sexualidad, y ya no sólo para los niños, sino también para los adultos.
Pero, retomando, el fetiche es un objeto que aparece como condición del deseo y la excitación del fetichista. Casi todos los hombres, decíamos, son un poco fetichistas. Basta con ver los famosos almanaques de las gomerías.
¿Qué vemos allí?
Una mujer que pareciera estar totalmente desnuda, pero que seguramente no lo está. Porque puede que esté sin ropa, pero sentada sobre una moto, o con un par botas, o con lentes, no importa el detalle, pero seguramente habrá alguno. Porque una mujer totalmente desnuda sirve más para una clase de biología que para despertar el erotismo. Algo debe de tener, aunque más no sea una lapicera en la boca. ¿Por qué? Porque aparece el fetiche tapando una cierta falta y produciendo un estímulo erótico en el hombre que mira sin saber muy bien qué ve.
Como dijo Marcial, Marco Valerio: «Para mí… ninguna mujer se acuesta lo suficientemente desnuda».
Y esto es algo que las mujeres saben muy bien. Por eso, cuando han decidido concretar con alguien, se preparan, eligen atentamente su ropa interior y despliegan una serie de actos dedicados a producir el impacto erótico.
En cambio los hombres carecen de esas conductas fetichizantes porque saben, con ese saber no sabido, que las mujeres no lo necesitan. Y si no pregúntense cuántos hombres conocen que antes de salir con una mujer vayan a comprarse ropa íntima.
Pero entonces, si todos los hombres disfrutan de una cierta fetichización de la mujer, ¿cuál es la diferencia entre el fetichista, en tanto que perverso, y ese deleite que de todos modos produce la mujer producida para el encuentro sexual?
La diferencia es el valor de condición erótica del fetiche. Es decir, que un hombre puede disfrutar de que su amante lleve puesto, por ejemplo, un portaligas. Pero si el objeto no está, lo mismo da. En cambio el fetichista, en ausencia del portaligas no podría concretar la relación sexual. En un caso es un elemento más del juego erótico y en el otro una necesidad que sostiene el deseo y evita la angustia.
Y hasta tal punto el fetichista necesita de ese objeto que, para evitar que falte, suele llevarlo él. Entonces le pedirá a su amante que se ponga tal o cual prenda.
Recuerdo
Casanova
, la película de Fellini, en la cual había un pájaro metálico montado sobre un pene erecto, a cuerda, que subía y bajaba con una música horrorosa, y que Giacomo ponía en funcionamiento al empezar su encuentro sexual, el cual concluía justamente cuando la cuerda se terminaba y el movimiento del pájaro se detenía. He ahí un buen ejemplo de fetichismo.
Pero como vemos, y separando el concepto clínico de Perversión con la idea de maldad, el fetichista no lastima a su partenaire. Si ella quiere usa el portaligas, si no, él no podrá concretar, pero eso no la lastima más que en su autoestima. Y esa inseguridad ya no es culpa del fetichista.
A todos nos falta algo
Es cierto que también las mujeres exigen ciertas cosas de un hombre para erotizarse, pero esas cosas no son del mismo orden que el fetiche, sino que son elementos que le dan a su amante un brillo que lo vuelve atractivo. En ese sentido tienen que ver con eso que los analistas llamamos
valor fálico
, y también ellas deben encontrarlo en alguien para erotizarse, ya que nadie está completo y no debemos creer que el hombre no está en falta. Por el contrario, lo está tanto como la mujer y de allí que también requiera de ciertos elementos que lo vuelvan atractivo. Pero esos elementos no tienen, como el fetiche, el lugar del sostenimiento de la posibilidad erótica.
En ese sentido, puede ser que el poder o la inteligencia sean algo que a alguna mujer la seduzca, pero seguramente su falta no va a producirle angustia y no va a inmovilizar su deseo.
Ahora, si damos por válida esta idea de que a todos nos falta algo, debemos preguntarnos entonces ¿qué es lo que nos falta?
Pues bien, ya hemos respondido a esa pregunta, nos falta el instinto. Somos seres sociales, sujetos fruto ya no de lo natural sino de la palabra y el deseo. Y eso que nos falta nos pone en un lugar de desconocimiento.
Por eso, ante una desgracia, por ejemplo, nos preguntamos: «¿Y ahora qué hago? Me enteré de que mi padre tiene cáncer, ¿cómo se hace? ¿Se lo tengo que decir o no? ¿Cómo debo comportarme para que no se dé cuenta? ¿Cómo hago para sobrellevarlo? ¿Se va a morir?». Nos preguntamos cómo y por qué, porque no tenemos un instinto que nos dé respuestas.
Entonces, y volviendo a la primacía universal del falo, el tener o no tener siempre es un «como si». De allí que las distintas personas puedan proyectar este valor fálico, este tener o no tener, en distintas cosas; y habrá personas a las que les atraerán los deportistas, o los intelectuales, a otras la belleza, la inteligencia, alguien con una actitud más tierna, o más erótica.
Pero este desplazamiento hacia uno u otro lugar ¿es voluntario? No. ¿Es casual? Tampoco. Lo que quiero decir es que hay muchas cosas que se ponen en juego detrás de lo que parece una libre elección. Cosas que tienen que ver con la historia, los miedos y la estructura de cada persona en particular.
Por eso es importante analizarse, para poder asumir los propios deseos y respetarlos, para poder diferenciar incluso cuando se trata de un deseo verdadero o se mezcla algo de ese impulso destructivo que todos llevamos dentro (Goce). Para eso también sirve el análisis, para poder reconocer si en esa elección que un sujeto hace no está implícita la aparición del dolor, para que no entre en juego la seducción del padecimiento, porque en ese caso, esa elección es enferma.
La sexualidad es, entonces, un enigma que cuestiona permanentemente y cuyos comportamientos presentes han tenido como origen el inicio mismo de la historia emocional de cada sujeto; eso de lo que todos hemos oído hablar y que llamamos Complejo de Edipo. Que no es, como creen algunas revistas semanales, que la mamá tiene preferencia por el varón y el papá por la nena. No. Entonces ¿qué es el Edipo?
Pues bien, cito nuevamente a Juan David Nasio y digo que: «el complejo de Edipo no es una historia de amor y odio entre padres e hijos, es una historia de sexo, no involucra sentimientos tiernos u hostiles, sino que es un asunto de cuerpos, de deseos, de fantasías y de placer. El Edipo es una inmensa desmesura, es un deseo sexual propio de un adulto vivido en la cabecita y el cuerpo de un niño o una niña de cuatro años que no tiene la maduración ni psíquica, ni física para asumirlo y cuyo objeto son los padres».
Es decir que el Edipo es una historia de sexo entre padres e hijos, donde tanto unos como otros se ven involucrados de un modo fuerte, y que esa historia condicionará nuestras elecciones futuras y nuestro modo de desear. Y ése es uno de los grandes inconvenientes de la sexualidad: que se inicia, justamente, con las personas con las que después no se podrá tener sexo.
Porque los primeros en tocar y erogenizar el cuerpo de un chico son sus padres. Lo hacen cuando lo bañan, cuando lo miman, cuando lo cuidan. Y el gran desafío es, entonces, poder constituirnos en sujetos deseantes a pesar de que no haya un saber posible sobre este tema y que el punto de partida haya estado cargado de deseos prohibidos.
«El estilo del deseo es la eternidad.»
J. L. BORGES
El desafío de amar y desear a la misma persona
Resulta ineludible, en un libro que centra su recorrido alrededor del amor, no introducir la temática del deseo. Y creo que estamos ya en condiciones de intentar hacerlo, dado que hay conceptos que hemos venido desarrollando y en los que podremos apoyamos sin que suenen a premisas caprichosas.
Entonces, emprendamos ese camino recordando que en el hombre ya casi nada queda de su condición de «animal biológico» y que no existe en nosotros lo que se llama Instinto, esa fuerza que impulsa a todos los miembros de una especie a tener la misma reacción frente a situaciones idénticas.
Todos hemos leído alguna publicación o visto algún programa de televisión en el que se nos muestra cómo algunos animales viajan cientos o miles de kilómetros en una época determinada del año o etapa de la vida, ya sea para procrear, invernar o morir. Y dijimos que este comportamiento masivo no es, ni en lo más mínimo, fruto de una reflexión o un acuerdo entre los miembros del grupo, sino que cada uno siente de pronto el impulso a tener ese proceder como un mandato que corre por su sangre.
Pues bien, nada de esto ocurre en el ser humano, porque cada sujeto es único y sus reacciones tienen que ver, no con su pertenencia a la especie, sino con la combinación de tres factores distintos cuya interrelación irá formando la base de su personalidad: la herencia, la historia personal y la sociedad en la que vive.
La herencia, que no es sólo genética sino también discursiva, pone en juego muchos de los factores que forman parte de una persona: su estatura, el color de sus ojos o ¿por qué no? la tendencia a sufrir ciertas enfermedades.
Su historia será fundamental en la construcción de su identidad. Y nos estamos refiriendo a los padres que ha tenido, sus vivencias infantiles, su paso por el colegio, la existencia o no de momentos traumáticos acontecidos, sobre todo en los primeros años, su paso por la adolescencia y el comienzo de su vida sexual.
¿Cómo ha sido todo esto? ¿Ha recibido aliento y contención por parte de su familia o, por el contrario, fue atravesado por discursos frustrantes que pudieran haberlo dejado preso de una sensación de soledad e indefensión frente al mundo?
Es en este punto en el que se definirá la subjetividad característica de cada hombre, su identidad sexual y su manera particular de disfrutar, sufrir o encarar los acontecimientos de su vida.
Existimos mucho antes de nacer
En su libro
El psicoanálisis ilustrado
, Jorge Bekerman escribe:
«Usted mismo fue, muchos años antes de existir como realidad objetiva en el mundo, mucho antes de berrear y ensuciar pañales (y por supuesto mucho antes de comprar y leer libros) un sueño en la cabeza de la niña que fue su madre. Y puede dar por cierto que la manera en que usted existió como ente abstracto en la imaginación de la niña que fue su madre es mucho más decisiva para su destino que lo que usted se esfuerza cotidianamente por construir para su vida.»
¿Qué es lo que Bekerman está diciendo con esto? Que, cuando una persona nace, ya la está esperando un mundo hecho de palabras y deseos ajenos, que no le pertenecen. Hay una palabra, por ejemplo, que lo antecede y que los padres han elegido para él: el nombre; que no es, ni más ni menos, que la palabra con la que se lo identificará durante toda su vida.
Y la elección de ese nombre no es algo casual ni azaroso, sino que en ella se ponen en juego los deseos y anhelos que los padres vuelcan, consciente e inconscientemente, en ese hijo que llega al mundo.
No es lo mismo llevar el mismo nombre que su padre o que el de su abuelo, o uno que haya sido elegido porque tiene un significado determinado. Porque nuestro nombre nos obliga a hacernos cargo de algo que se espera de nosotros desde antes de nacer.
Van Gogh, por ejemplo, llevaba el nombre de un hermano muerto: Vincent. Y es evidente darse cuenta de qué manera sufrió eso, cómo lo atravesó el hecho de haber llegado al mundo para ocupar el lugar de un muerto, para tapar esa ausencia y cómo esto lo ligó desde siempre a la muerte de un modo fatal.