En picado (34 page)

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Authors: Nick Hornby

BOOK: En picado
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Y no sé qué cambió con este reconocimiento, con este repentino
flash
. No fue como a mí me habría gustado, ya saben, aferrarme a la vida con un apasionado abrazo y jurar no dejarla hasta que ella me deje a mí. En cierto modo, empeoró las cosas en lugar de mejorarlas. En cuanto dejas de hacer como que todo es una mierda y no ves el momento de liberarte de ello —que es la historia que me he estado contando desde hace un tiempo—, la cosa se hace más dolorosa, no menos. Decirte que la vida es una mierda es una especie de anestésico, y cuando dejas de tomarlo empiezas a darte cuenta de lo mucho que duele, y dónde, y que ese tipo de dolor no le hace a uno ningún bien.

Y estuvo muy bien que estuviera con mi ex amante y mi ex hermano en el preciso momento en que me di cuenta de todo esto, porque la reflexión valía para ambas cosas. Los amaba y siempre los amaría, pero ya no había sitio donde poder ubicarlos, porque yo ya no tenía sitio donde poner todas las cosas que sentía. No sabía qué hacer con ellos, y ellos no sabían qué hacer conmigo (pero ¿no es eso la vida?).

—Nunca dije que rompía contigo porque no ibas a ser una estrella del rock —dijo Lizzie al cabo de un rato—. Lo sabes, ¿verdad?

Negué con la cabeza. No lo sabía. Lo que llevo dicho corrobora lo que afirmo. Ni una sola vez en esta historia he reconocido ningún tipo de malentendido, deliberado o no. Hasta donde yo sé, Lizzie me había dejado porque yo era un perdedor en el mundo de la música.

—¿Qué es lo que dijiste, entonces? Dímelo de nuevo. Te escucharé con los oídos bien abiertos.

—¿Qué puede importar ya? Todos hemos cambiado, ¿no?

—Más o menos. —No iba a admitir que yo seguía sin moverme, o incluso que había retrocedido.

—Muy bien. Lo que dije fue que no podría estar contigo si no fueras músico.

—Eso no era tan importante para ti entonces. Ni siquiera te gusta tanto la música.

—No me estás escuchando, JJ. Eres músico. No es tanto lo que
hacías
. Es más lo que
eres
. Y no estoy diciendo que vayas a ser un músico de éxito. Ni siquiera sé si eres bueno o no. Pero yo veía que no ibas a servir para nada si lo dejabas. Y mira lo que ha pasado. Deshaces el grupo, y cinco minutos después te subes a lo alto de un edificio. Estás ligado a la música. Y sin ella estás muerto. O más te valdría estarlo.

—O sea que... Ya. No tiene nada que ver con no tener éxito...

—Dios, ¿por quién me has tomado?

Pero no estaba hablando de ella; estaba hablando de mí. Nunca lo había mirado de ese modo. Pensé que todo se había debido a mi fracaso, pero no era sí. Y en ese momento sentí ganas de llorar a mares, de verdad. Sentí ganas de llorar desconsoladamente porque sabía que Lizzie tenía razón, y a veces la verdad hace que te sientas de ese modo. Tenía ganas de llorar porque iba a volver a hacer música otra vez, y porque lo echaba de menos tanto... Y tenía ganas de llorar porque sabía que hacer música nunca me iba a hacer tener éxito; Lizzie acababa de condenarme, pues, a otros treinta y cinco años de pobreza, al desarraigo, a la desesperación, a no tener seguro médico, a moteles sin agua caliente y a hamburguesas infames. Sí, y la diferencia estribaba en que me las comería en lugar de hacerlas.

MARTIN

Me fui a casa andando, desconecté el teléfono y me pasé las cuarenta y ocho horas siguientes con las cortinas echadas, bebiendo, durmiendo y viendo todos los programas de antigüedades que pude encontrar en la televisión. Durante esas cuarenta y ocho horas, diría que estuve en grave peligro de convertirme en Marie Prevost, la actriz de Hollywood cuyo cadáver fue descubierto algún tiempo después de su muerte en muy mal estado, tras haber sido parcialmente devorado por su perro salchicha. Recuerdo que, en el curso de aquellos dos días, el hecho de no tener ningún perro salchicha me sirvió de cierto consuelo. Ciertamente moriría solo, y mi cuerpo, cuando lo encontraran, estaría en avanzado estado de descomposición, pero al menos estaría entero (aparte de los trozos que se habrían caído por causas naturales). Así que, en este punto, todo en orden.

Veamos. La causa de mis problemas radica en mi cabeza, si es en mi cabeza donde mi personalidad se halla ubicada. (Cindy y otros argüirían que tanto mi personalidad como la fuente de mis problemas se hallaban ubicadas más abajo —y no más arriba— de mi cintura, pero escúchenme hasta el final.) He tenido muchas oportunidades en la vida, y todas las he ido desperdiciando, al tomar una y otra vez decisiones catastróficas, cada una de las cuales me iba pareciendo en su momento una buena idea (tanto a mí como a mi cabeza). Y sin embargo la única herramienta a mi alcance para corregir el desastroso curso que mi vida parecía ir tomando era precisamente esa misma cabeza que me la estaba jodiendo continuamente. ¿Qué podía hacer?

Un par de semanas después del
show
a lo Jerry Springer montado por Jess, leí unas notas que había tomado durante aquellas cuarenta y ocho horas. No sería cierto afirmar que había estado tan borracho como para olvidar que las había escrito, y de todas formas habían quedado por el suelo del apartamento a la vista de cualquiera. Pero tuvieron que pasar dos semanas para que me sintiera con el valor necesario para leerlas, y cuando lo hice casi me sentí compelido a correr de nuevo las cortinas y echar mano de la botella de Glenmorangie.

El objeto del ejercicio era analizar, con la única cabeza de la que podía disponer, por qué había actuado de forma tan absurda aquella tarde, y enumerar todas las posibles respuestas a ese comportamiento. Para dar a mi cabeza lo que es de mi cabeza —para ser justos con el muchacho, como dirían los santones del deporte—, diré que al menos fue capaz de reconocer que tal comportamiento había sido absurdo. Pero no había sido capaz de hacer nada al respecto. ¿Son así todas las cabezas, o sólo la mía?

En cualquier caso, en los reversos de varios sobres sin abrir —la mayoría facturas— podían encontrarse pruebas deprimentemente concluyentes de la circularidad de la conducta humana. ¿POR QUÉ ERA TAN HORRIBLE CON EL ENFERMERO?, había escrito. Y luego, debajo:

1) ¿GILIPOLLAS? ¿ÉL? ¿YO?

2) ¿LIGADO CON PENNY?

3) GUAPO Y JOVEN - ¿ME JODIÓ?

4) ESTABA ENFADADO CON LA GENTE.

Esta última explicación, que podía haber constituido algo brillantemente preciso cuando di con ella, se me antoja ahora increíblemente cándida en su vaguedad.

En otro sobre había garabateado: POSIBLES MEDIDAS (y obsérvese, de pasada, el cambio de números a letras, cambio acaso encaminado a hacer constar el carácter científico de lo que estaba haciendo):

a) ¿MATARME?

b) ¿PEDIRLE A MAUREEN QUE NO RECURRA A ESE ENFERMERO NUNCA MÁS?

c) NO

Y la c) se acababa ahí, bien porque en ese momento caí en un estupor alcohólico, bien porque «no» era un modo conciso de formular una solución profunda a todos mis problemas. Piénsese en ello: en lo mucho mejor que me habrían ido las cosas si «no hiciera», «no fuera a hacer», «no hubiera hecho jamás».

Ninguno de los sobres me inspiraba demasiada confianza en mis poderes de cogitación. Veía con claridad que habían sido escritos por el hombre que recientemente había querido decirle a un selecto grupo de gente —grupo que incluía a sus propias hijas pequeñas— que todos los enfermeros eran afeminados y moralistas biempensantes: la palabra «gilipollas» sin duda proporcionaría a cualquier psicólogo forense la prueba irrefutable para tal deducción
[35]
. Y, de forma similar, el hombre que se había pasado parte de la Nochevieja tratando de dilucidar si tirarse o no de la azotea de un edificio era exactamente el tipo de hombre que anotaría «¿MATARME?» en una lista de cosas que hacer. Si el pensamiento pedestre fuera un deporte olímpico, yo habría ganado más medallas que Carl Lewis.

Estaba claro: necesitaba dos cabezas (dos opiniones son siempre mejor que una y todo eso). Una tendría que ser la antigua, porque es la que sabe los nombres y los números de teléfono de la gente, y qué cereal prefiero para desayunar, etcétera; y la otra la que sería capaz de observar e interpretar el comportamiento de la primera, a la manera de un experto en fauna y flora de la televisión. Pedirle a la cabeza que tengo ahora que explique su propio pensamiento sería como marcar tu número de teléfono desde tu propio teléfono: o estaría comunicando u oirías el contestador automático (si es que dispones de esa prestación).

Me llevó una penosa cantidad de tiempo darme cuenta de que la demás gente también tiene cabeza, y de que cualquiera de esas cabezas habría sabido explicar mucho mejor que la mía a qué podía deberse mi estallido en Starbucks. Por eso, supongo, la gente persiste en la idea de los amigos. Al parecer yo perdí por completo la mía en la época en que me metieron en la cárcel, pero sabía que había muchísima gente dispuesta a decirme lo que pensaba de mí. De hecho, parecía que mi propensión a dejar a la gente en la estacada y a enajenarme su simpatía podía servirme de mucho en el caso que nos ocupa. Los amigos y los amantes tal vez podrían tratar de arrojar una luz amable sobre el episodio, pero, dado que yo no tenía más que ex amigos y ex amantes, estaba en una situación ideal para saber lo que realmente pensaban. Lo cierto es que sólo conocía a gente que me cantara las cuarenta sin el menor rodeo.

Y también sabía por quién empezar. En efecto: tuve tanto éxito con mi primera llamada telefónica que en realidad ya no necesité hablar con nadie más. Mi ex mujer estuvo perfecta —directa, elocuente, perspicaz—, y la verdad es que acabé sintiendo lástima por las personas que viven con alguien que las ama, cuando es obvio que lo que hay que hacer es no vivir con alguien que te detesta. Cuando uno tiene a una Cindy en su vida, ni siquiera tiene cosas graciosas que recordar: sólo malos tragos, y los malos tragos son esenciales para el proceso de aprendizaje.

—¿Dónde has estado?

—En casa. Borracho.

—¿Has escuchado tus mensajes?

—No. ¿Por qué?

—Bueno, te he dejado unas cuantas reflexiones sobre la otra tarde.

—Ah, ya. Es exactamente de lo que quería hablarte. ¿A qué crees que se debió todo aquello?

—Estás desequilibrado, ¿no? Desequilibrado y venenoso. Eres un cabrón desequilibrado y venenoso.

Era un buen comienzo, pensé. Pero mal enfocado.

—Escucha. Aprecio lo que dices, y no quiero parecer brusco, pero la parte de «cabrón desequilibrado» la encuentro menos interesante que la de «venenoso». ¿Podrías hablarme de ella un poco más?

—Quizá deberías pagar a alguien para que haga esto —dijo Cindy.

—¿Te refieres a un terapeuta?

Soltó un resoplido.

—¿Un terapeuta? No. Estaba pensando más bien en una de esas mujeres que te mean encima si les pagas lo suficiente. ¿No es eso lo que quieres?

Pensé en ello; no quería descartar nada de antemano.

—No creo —dije—. Nunca me ha llamado la atención.

—Hablaba metafóricamente.

—Lo siento. No te entiendo.

—Te sientes tan mal contigo mismo que no te importa que te hagan barbaridades. ¿No es ése el problema de esa gente?

—¿Qué gente?

—Esos tipos que necesitan mujeres que les... Déjalo.

Empezaba a vislumbrar oscuramente lo que insinuaba. Era cierto que te hacía sentirte bien el hecho de que te insultaran. O, mejor, te parecía que era lo que merecías.

—Sabes por qué te metiste con aquel pobre chico, ¿no?

—¡No! Y por eso te llamo, precisamente.

Si Cindy hubiera sabido el daño que podría haberme hecho si se hubiera callado en ese momento, la tentación habría sido demasiado grande. Pero, por suerte, Cindy estaba decidida a seguir hasta el final.

—Bueno, tenía quince años menos que tú, y era mucho más guapo. Pero no era eso. Él estaba haciendo más con su vida esa tarde que todo lo que hayas podido hacer tú con la tuya desde que naciste. Sí, sí.

—Te has pasado la vida mariposeando por la televisión y follándote a colegialas, y él lleva a minusválidos en silla de ruedas, seguramente por un salario muy bajo. No es extraño que Penny quisiera charlar con él. Para ella, era el equivalente de pasar del monstruo de Frankenstein a Brad Pitt.

—Gracias. Genial.

—No te atrevas a colgarme. No he hecho más que empezar. Tengo el respaldo de doce años para emplearme a fondo.

—Oh, volveré a por más, te lo prometo. Pero por ahora es suficiente.

¿Ven? Las ex esposas. Todo el mundo debería tener como mínimo una.

MAUREEN

Me siento un poco tonta explicando lo que sucedió al final del día de la «intervención», porque todo suena demasiado a coincidencia. Pero a lo mejor sólo me suena a coincidencia a mí.

Sé que dije antes que estoy aprendiendo a sentir el peso de las cosas, y eso significa que aprendo a saber lo que decir y no decir para que la gente no te compadezca. Así que si digo que en mi vida no había sucedido nada hasta que me encontré con estas tres personas del grupo, no quiero que suene a que me estoy quejando. Es justo lo que ha pasado, simplemente. Si te pasas el tiempo en una habitación muy silenciosa y alguien llega por detrás y dice ¡Buuu!, das un respingo. Si te pasas el tiempo con gente baja, y ves a un policía de uno ochenta y cinco, te parece un gigante. Y si no sucede nunca nada y de pronto sucede algo, ese «algo» se convierte en especial, casi como un Acto de Dios. La nada fuerza ese algo, ese suceso, hasta deformarlo.

Lo que pasó fue lo siguiente. Stephen y Sean me ayudaron a llevar a Matty a casa. Paramos un taxi negro, y nos metimos los cuatro en él, y casi no cabíamos, y los dos enfermeros y yo íbamos muy muy apretados en el asiento. Y hasta eso era algo. Si me hubiera pasado hacía unos meses, al volver a casa se lo habría contado a Matty (si es que él no hubiera estado conmigo en el taxi). Pero, por supuesto, si Matty no hubiera estado conmigo no habría habido nada que contar. No habría necesitado a Stephen ni a Sean, y no habríamos cogido un taxi para volver a casa. Yo habría cogido el autobús, sola (y habría hecho lo mismo aunque hubiera tenido que ir a alguna parte). ¿Ven a lo que me refiero con «algo» y «nada»?

Cuando estuvimos todos sentados en el taxi, Stephen le dijo a Sean:

—¿Has conseguido a alguien más?

Y Sean dijo:

—No, y no creo que vaya a poder conseguir a nadie.

Y Stephen dijo:

—¿Somos sólo los tres, entonces? Nos van a dar una paliza.

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