Authors: Nick Hornby
—Así que supongo —siguió— que ahora tampoco se equivocan. Estuviste en ese edificio con la intención de tirarte de la azotea. Y en lugar de eso vuelves a la calle con una chica.
—Eso es, en líneas generales.
—¿Y qué me dices de tus hijas?
—¿Lo saben?
—Aún no. Pero en el colegio seguro que se lo dice alguna compañera. Siempre hay alguien que lo hace. ¿Qué quieres que les diga?
—Quizá debería hablar con ellas.
Cindy emitió una especie de gruñido. Un gruñido que, sospecho, quería ser una risa sarcástica.
—Diles lo que quieras —dije—. Diles que papá estaba triste, y que ha vuelto a ponerse contento.
—Muy ingenioso. Si nuestras hijas tuvieran dos años, sería perfecto.
—No sé, Cindy. Quiero decir que, si no puedo verlas, ya no es problema mío, ¿no? Es algo con lo que tendrás que vértelas tú misma.
—Hijo de puta.
Y ése fue el final de la primera llamada telefónica. Su negativa a dejarme participar en la educación de mis hijas, su intención de dejarme al margen, vino a ratificarme la pura y obvia realidad, pero no importaba. Al menos la había apartado del teléfono.
No sé qué más les debo a mis hijas. Dejé de fumar hace años, porque sabía que era bueno para ellas. Pero cuando has conseguido que tu vida sea un auténtico desastre, fumar se convierte en el menor de tus males —por eso volví a fumar—. Hay una gran diferencia: de dejar de fumar —dejar de fumar porque quieres proteger a tus hijas el mayor tiempo posible— a discutir con su madre sobre la mejor forma de decirles que has intentado suicidarte. En las charlas prenatales que nos dieron nunca nos hablaron de cómo hay que tratar este asunto. La distancia es la causante, por supuesto. Me fui alejando y alejando, y las niñas se fueron haciendo más y más pequeñas, hasta no ser más que unos puntos, y ya no podía verlas, literal o metafóricamente. No puedes visualizar sus caras, ¿no es cierto?, cuando se han convertido en meros puntos mínimos, de forma que no necesitas preocuparte de si son felices o están tristes. Por eso podemos matar hormigas. Así, después de un tiempo, el suicidio se vuelve algo imaginable, de un modo en que no sería posible si tus hijos te miraran a los ojos todos los días.
Cuando la llamé, Penny seguía llorando.
—Al menos eso tiene más sentido —dijo al cabo de unos segundos.
—¿Qué?
—Que te fueras de la fiesta para subirte a Toppers' House. Y luego llegaras con esa gente a casa. No lograba hacerme una idea de lo que tenían que ver contigo ni con nada.
—Lo único que creías era que, de una forma u otra, me habían ayudado a tener sexo con alguna mujer.
—Exactamente —dijo Penny.
Soltó un pequeño bufido compungido. Penny está bien, veo. No es ninguna arpía, en absoluto. Es de natural dulce, humilde, amoroso... Haría de uno un amante tierno.
—Lo siento.
—Soy yo quien te ha fallado, ¿no?
—Creo que mis fallos han sido anteriores a los tuyos, que, dicho sea de paso, no son ni fallos ni nada. Nada de nada. Quiero decir que no ha habido tales fallos. Has sido fantástica conmigo.
—¿Cómo te sientes hoy?
Era algo que yo no me había planteado. Me había despertado con resaca y había sonado el teléfono, y desde ese momento la vida parecía haber adquirido impulso. No había pensado en matarme en toda la mañana.
—Bien. De momento no voy a subirme otra vez a esa azotea, si es a lo que te refieres.
—¿Hablarás conmigo antes de hacerlo?
—¿De todo este asunto?
—Sí. De todo este asunto.
—No sé. No creo que sea algo que pueda arreglarse hablando.
—Oh, sé que no puedo arreglarlo. Sólo que no quiero tener que leerlo en los periódicos.
—Puedes hacer algo mucho mejor, Penny. Y mejor que yo.
—No quiero.
—Ah. ¿No estás de acuerdo con la premisa, entonces?
—Tengo el amor propio suficiente para pensar que en alguna parte puede haber un hombre que prefiera pasar la Noche-vieja conmigo que saltar al vacío para matarse.
—¿Por qué no intentas encontrarlo, entonces?
—¿Te importaría a ti algo?
—Bien. Importarme algo como eso... No parece lo más probable en la situación en la que estoy, ¿no te parece?
—Vaya, muy honesto por tu parte.
—¿Te lo parece? Yo diría que no es más que evidente.
—¿Qué es lo que quieres que haga, entonces?
—No estoy seguro de que puedas hacer mucho.
—¿Me llamarás luego?
—Sí, claro.
Podía prometerle eso, al menos.
Todo el mundo —todo el mundo menos Chris Crichton, lógicamente— sabe dónde vivo. Todo el mundo tiene mi número de teléfono, mi número de móvil, mi dirección de e-mail. Cuando salí de la cárcel, di mis datos a todos aquellos que mostraron algún interés por mi persona: necesitaba trabajar, y necesitaba un perfil. Nunca he tenido noticias de ninguno de esos cabrones, por supuesto, pero ahora aquí los tenía, congregados ante la puerta de mi casa. Cuando digo «todos» me refiero a tres o cuatro gacetilleros bastante astrosos, y sobre todo a los jóvenes, chicos y chicas de cara hinchada que cubren festivales escolares para el periódico local, y ahora no pueden ni creerse la suerte que han tenido. Me abrí paso entre ellos, aunque podría haberlos rodeado sin el menor problema; cuatro personas que tiemblan en la acera y sorben café en vasos de plástico no constituyen una gran
troupe
mediática. Pero todos disfrutamos mucho de los empujones. Me hizo sentirme importante, y les hizo sentirse como si estuvieran en el centro de la historia. Sonreí un montón, dije «Buenos días» a nadie en particular, y aparté a uno de ellos hacia un lado con un golpe de maletín.
—¿Es cierto que intentó quitarse la vida? —preguntó una mujer particularmente poco atractiva con un impermeable beige.
Señalé mi persona con un gesto, a fin de atraer la atención del grupo hacia mi soberbia condición física.
—Bueno, si lo hice está claro que no tuve el menor éxito —dije.
—¿Conoce a Jess Crichton?
—¿A quién?
—Jess Crichton, la hija del ministro de... Educación.
—Soy amigo de la familia desde hace muchos años. Pasamos la Nochevieja juntos. Quizá de ahí venga este malentendido tonto. No fue un pacto de suicidio. Fue una fiesta de copas. Que son dos cosas completamente diferentes.
Empezaba a divertirme un poco. Casi me dio pena llegar al Peugeot que había alquilado, carísimo, para reemplazar el BMW que había regalado a quién sabe qué desconocido. Y no es que supiera adonde iba ni nada parecido. Pero en cuestión de minutos tenía ya planeado el resto del día: Chris Crichton me llamó al móvil para invitarme a charlar; y luego, poco después, desde el mismo número de teléfono, me llamó Jess para informarme de que íbamos a visitar a Maureen esa misma tarde. No me importaba. No tenía nada más que hacer.
Antes de tocar el timbre de la casa de Jess, me quedé sentado en el coche un par de minutos y me examiné la conciencia. La última confrontación con un padre airado fue poco después de mi relación sexual —mal aconsejada y, como se vería después, ilegal— con Danielle (uno setenta y tres de estatura, noventa de busto, quince años y doscientos cincuenta días de edad, y, creánme, esos ciento quince días que le faltan para cumplir dieciséis suponen una gran diferencia). El escenario de la mencionada confrontación fue mi apartamento, mi antiguo y gran apartamento de Gibson Square, y no, huelga decir, porque el padre de Danielle respondiera a una amable invitación por mi parte, sino porque me estaba esperando en la calle una noche en que yo trataba de entrar subrepticiamente en mi casa. No fue una entrevista particularmente fructífera, muy especialmente porque traté de sacar a colación el tema de la responsabilidad paterna y él trató de pegarme. Sigo pensando que tenía mucho que decir a ese respecto. ¿Qué estaba haciendo una chica de quince años esnifando cocaína en el servicio de caballeros del club nocturno Melons a la una de la madrugada de un martes? Pero cabe la posibilidad de que, si no me hubiera mostrado tan contundente en la expresión de mi punto de vista, él no habría ido directamente a la comisaría de policía de la vuelta de la esquina a denunciar mi relación con su hija.
Esta vez —pensé— evitaría esa línea argumental. Me daba cuenta de que la responsabilidad paterna era un tema particularmente delicado en la familia Crichton, dado el hecho de la desaparición, y posible muerte, de una de las hijas adolescentes, y la tentativa de suicidio de la otra. Y, de todas formas, yo tenía la conciencia limpia. Mi único contacto físico con Jess tuvo lugar cuando me senté encima de su cabeza, y ello por razones de todo punto ajenas a cualquier motivación sexual. De hecho, no sólo no habían sido sexuales sino que habían sido altruistas. Heroicas, incluso.
Chris Crichton, desafortunadamente, no parecía muy inclinado a recibirme como a un héroe. No me ofreció la mano, ni una taza de té. Me hizo pasar al salón y me echó un rapapolvo de no te menees, como si yo fuera algún desventurado indagador parlamentario. Al parecer yo había mostrado una falta de juicio considerable —debería haber averiguado el apellido de Jess y su número de teléfono, y haberle llamado—. Y mostrado asimismo «falta de gusto» (el señor Crichton parecía tener la impresión de que la presencia de su hija en los tabloides tenía algo que ver conmigo, sencillamente porque soy el tipo de persona que sale en los periódicos más de tres al cuarto). Cuando traté de señalar los fallos de su argumentación, él me hizo saber que me convenía no inmiscuirme más en sus asuntos. Me había puesto ya de pie para marcharme cuando apareció Jess.
—Te he dicho que te quedaras arriba.
—Sí, lo sé. Pero da la casualidad de que dejé de ser una niñita hace la tira de años. ¿Te ha dicho alguien alguna vez que eres un imbécil?
Al ministro le aterraba su hija: lo veías claramente de inmediato. Pero poseía el amor propio suficiente como para ocultarlo tras una seca fachada de hombre de mundo.
—Soy un político. Nadie me habla así nunca.
—¿A ti qué diablos te importa dónde haya pasado yo la Nochevieja?
—Parece que la habéis pasado juntos.
—Sí, por casualidad, viejo hijoputa estúpido.
—Así es como me habla —dijo, mirándome con aire lastimero, como si mi larga relación con los dos me autorizara de algún modo a interceder por él ante su hija.
—Apuesto a que lamenta su decisión de no haberla mandado a la privada, ¿me equivoco?
—¿Cómo dice?
—Muy admirable y demás mandarla a la escuela pública. Pero ¿sabe? Obtiene aquello por lo que paga. Y usted incluso un poco menos que eso.
—El colegio de Jess hace un magnífico trabajo en circunstancias muy adversas —dijo Crichton—. El cincuenta y uno por ciento de la clase de Jess sacó un suficiente o más en el bachillerato. Un once por ciento más que el año anterior.
—Excelente. Debe de ser de gran consuelo para usted.
Los dos miramos a Jess, que nos hizo un corte de mangas.
—La cuestión es que usted estuvo
in loco parentis
[17]
—dijo el orgulloso padre. Se me había olvidado que Jess sentía por las palabras largas
(inlocoparentis)
lo mismo que los racistas sienten por los negros: las odiaba, y deseaba mandarlas al lugar de donde procedían. Dirigió a su padre una mirada asesina.
—En primer lugar, tiene dieciocho años. Y en segundo lugar, me senté sobre su cabeza para impedirle que se tirara de lo alto de Toppers' House. Lo cual quizá lo considere «no paterno», pero al menos resultó práctico. Y lamento no haber redactado para usted un completo informe al final de la velada.
—¿Se acostó con ella?
—¿Es acaso asunto tuyo, papá?
No iba a pasar por aquello. No iba a verme implicado en una discusión sobre el derecho de Jess a una vida sexual privada.
—Rotundamente no.
—Oye —dijo Jess—. No tienes por qué decirlo así.
—¿Así cómo?
—Como si sintieras un gran alivio o algo así. Qué más quisieras tú...
—Valoro demasiado nuestra amistad como para meterme en complicaciones.
—Ja, ja, ja.
—¿Piensa usted seguir manteniendo una relación con Jess?
—Precise lo que quiere decir.
—Creo que debe usted precisar lo suyo primero.
—Escuche, amigo. He venido a verle porque sabía lo preocupado que estaría. Pero si va usted a hablarme de ese modo, cojo el portante y me voy a mi puta casa. —El racista de las palabras se animó un poco: el anglosajón devolvía el golpe al invasor romano.
—Lo siento. Pero ahora ya conoce usted la historia de la familia. Una historia que, como comprenderá, no me facilita mucho las cosas.
—Ja! —dijo Jess—. Como si a mí me las facilitara...
—Es duro para todos. —Estaba claro que Crichton había decidido hacer un esfuerzo.
—Sí, lo entiendo.
—¿Qué podemos hacer, entonces? Por favor. Si tiene alguna idea...
—El caso es que yo también tengo problemas —dije yo.
—No fastidies —dijo Jess—. Nos preguntábamos qué hacías allí arriba.
—Agradezco su actitud, Martin. —Se veía claramente que había sido aleccionado para el trato con los medios de comunicación (tratar a la gente por su nombre de pila a la primera de cambio, como el resto de los robots de Blair, a fin de dejar bien claro que todos éramos compadres)—. Tengo una corazonada respecto a usted, Martin. Veo que ha tenido algún..., que ha dado algún que otro
mal paso
en la vida...
Jess soltó un resoplido.
—Pero no creo que sea un mal hombre.
—Gracias.
—Somos de una pandilla —dijo Jess—. ¿No es cierto, Martin?
—Sí, es cierto, Jess —dije, confiando en que mi tono diera a entender a su padre mi cansina falta de entusiasmo—. Somos amigos para siempre.
—¿Qué tipo de pandilla? —dijo Crichton.
—Vamos a cuidarnos unos a otros. ¿No es cierto, Martin?
—Sí, Jess. —Si mis palabras se volvieran un poquito más hastiadas, carecerían ya de fuerza para subir por mi garganta y asomarme por la boca. Las imaginaba incluso dándose la vuelta y retornando al lugar de donde procedían.
—¿Así que va a estar
in loco parentis
, a fin de cuentas? —dijo Crichton.
—No estoy seguro de que sea ese tipo de pandilla —dije yo—. La pandilla
Loco parentis
... No suena a muy dura, ¿no? ¿Y qué vamos a hacer? ¿Apalear a los
paterfamilias
?