—Excelente —comentó Haplo, acercándose a Marit—. Un trabajo espléndido.
Marit se sobresaltó y su mano se cerró en torno al asta del arma.
—Lo siento —añadió él, sorprendido de su reacción—. No pretendía asustarte.
Marit se encogió de hombros, fría e indiferente.
—No te he oído llegar, eso es todo. Este lugar espantoso... —dijo de improviso, al tiempo que echaba una mirada a su alrededor—. ¡Había olvidado cuánto lo detestaba!
Marit sacó una navaja —otro regalo, tal vez— y empezó a perfeccionar un signo mágico grabado en la punta de piedra. Sus ojos no miraron directamente a Haplo en ningún instante.
—¡Lo aborrezco! —repitió en voz baja.
—En cambio, por extraño que parezca —dijo Haplo—, esta mañana me he despertado pensando que, de algún modo, me alegraba de estar aquí otra vez. Mis recuerdos no son tan malos...
Impulsivamente, el patryn extendió las manos hacia ella. Marit echó la cabeza hacia atrás y se volvió de repente. Los cabellos, movidos por la inercia, azotaron el rostro de Haplo. Enseguida, la patryn interpuso la lanza entre ambos.
—Ahora estamos en paz. Te he salvado la vida. Ya no te debo nada. Recuérdalo.
Lanza en ristre, la mujer se alejó. Varios miembros del grupo de Kari se disponían a abandonar el claro para explorar el camino. Marit se unió a ellos y ocupó un lugar junto al patryn que le había dado la lanza.
Haplo la siguió con la mirada, perplejo. El día anterior, Marit había reclamado derechos sobre él y había advertido a Kari que no se le acercara. Y después, por la noche, había conversado con él y se había alegrado —al menos, así se lo había parecido a Haplo— de tenerlo cerca.
Aquello se había borrado. De repente, todo era distinto. ¿Qué había sucedido en aquel lapso de tiempo? No tenía la menor idea.
Kari y los suyos estaban levantando el improvisado campamento y se disponían a emprender la marcha. Los pájaros habían callado y el único ruido del bosque era la irritada cháchara de un trío de ardillas que, desde las ramas, arrojaban cáscaras de nuez al perro que ladraba al pie de un árbol. Haplo echó un vistazo a su piel: los signos mágicos emitían un leve resplandor. Peligro; no inminente, pero tampoco muy lejano. Nunca muy lejano.
Masticó un pedazo de pan. Le llenó el estómago; es lo único que pudo decir en su honor.
—¿Puedo..., puedo coger un poco?
Haplo encontró a Alfred a su lado, con la vista puesta en la hogaza. Prácticamente, se la arrojó al sartán.
Alfred agarró el pan después de que estuviera a punto de escurrírsele entre las manos y mordisqueó una esquina. Se dispuso a comentar algo, pero Haplo lo interrumpió.
—¡Aquí, perro estúpido! —Lanzó un silbido—. ¡Basta de alboroto!
El animal calló de inmediato al oír el tono de recriminación, severo e inhabitual. Con la cabeza gacha y un trotecillo, volvió a su lado mansamente, como si se preguntara qué había hecho para merecerlo.
—¿No tienes hambre? —preguntó Alfred.
Haplo dijo que no con la cabeza.
—Pues deberías comer algo...
—Aquí corres peligro —anunció Haplo en tono lúgubre.
Alfred puso cara de alarma y casi dejó caer el pan. Miró a su alrededor con expresión temerosa, como si esperara encontrar una manada de hombres tigres surgiendo de entre los árboles. En lugar de eso, vio solamente a Hugh
la Mano,
desnudo hasta la cintura, que sumergía la cabeza y los hombros en la impetuosa corriente. No muy lejos, el grupo de patryn se aprestaba a emprender la marcha.
Kari agitó la mano en dirección a Haplo, invitando a éste y a sus compañeros a unirse a ellos. Haplo respondió con otro gesto, indicando a la mujer que se pusiera en camino. Kari lo miró con aire dubitativo y expresión ceñuda. Dividirse no era una buena idea y Haplo lo sabía tan bien como ella. Pero, en realidad, él y los suyos no formaban parte del grupo, se dijo con amargura. Dirigió una sonrisa tranquilizadora a la patryn y levantó la mano con la palma vuelta hacia ella para indicar que no sucedía nada, que los alcanzarían en un momento. Kari se encogió de hombros y partió.
—Dices que estoy en peligro. No entiendo... —murmuró Alfred.
—Debes volver atrás.
—¿Atrás? ¿Adonde? —Alfred miró a Haplo, confuso e impotente.
—Al Vórtice. Hugh
la Mano
te acompañará. ¡Diablos, no podrías quitártelo de encima de ninguna manera! Creo que tenéis buenas posibilidades de conseguirlo. Los hombres tigres, si aún siguen rondando por aquí, nos seguirán a nosotros.
—Pero el Vórtice quedó destruido.
—¡Para ti, no, sartán! ¡He visto tu magia! Mataste al rey de las serpientes dragón y resucitas a los muertos. Seguro que eres capaz de levantar los cascotes de la condenada montaña hasta dejarla como estaba antes.
—Pero dijiste que no utilizara la magia —protestó Alfred—. Ya viste lo que sucedió...
—Creo que el Laberinto te dejará en paz esta vez... sobre todo si sabe que te propones abandonarlo.
Alfred se sonrojó. Agachó la cabeza y miró de reojo a Haplo.
—Tú... dijiste que me necesitabas...
—Mentía. No te necesito. No necesito a nadie. Lo que he venido a hacer aquí es inútil, de todos modos. Mi hija está muerta. Asesinada por vuestra maldita prisión. Vamos, sartán. Vete de aquí.
—«Sartán», no. Me llamo...
—¡No me digas que te llamas Alfred! —De pronto, Haplo estaba furioso—. ¡Ése no es tu nombre! Alfred es un nombre mensch que adoptaste cuando decidiste disimular tu naturaleza haciéndote pasar por uno de ellos. Nadie sabe cuál es tu verdadero nombre porque es un nombre sartán y nunca has confiado en nadie lo suficiente como para revelárselo, de modo que...
—Coren.
—¿Qué? —Haplo se detuvo en seco, con un parpadeo.
—Me llamo Coren —repitió Alfred sin levantar la voz.
—¡Que me...! —Haplo rebuscó en sus conocimientos del lenguaje rúnico de los sartán—. Eso significa «escoger», o algo parecido.
Alfred asintió con una débil sonrisa.
—«Elegido», para ser preciso. Yo, elegido. Resulta ridículo, ¿verdad? El nombre no significa nada, desde luego. Entre los sartán es muy corriente. Casi todas las familias tienen..., tenían algún miembro llamado así. Supongo que con la esperanza de que el nombre sea un buen augurio. Ya ves por qué no te lo he revelado nunca. No es que desconfiara de ti; no quería que te burlaras.
—No me resulta divertido —respondió Haplo.
Alfred dio muestras de gran incomodidad.
—Pues debería. Es toda una ironía, realmente.
Hugh
la Mano
regresó del arroyo sacudiéndose el agua de la cabeza y los hombros. Al llegar al claro vacío se detuvo, preguntándose sin duda qué había sido de los demás.
—Ese nombre tuyo no te parecería tan divertido cuando despertaste y te encontraste solo en el mausoleo, ¿verdad, Coren? —lo interpeló Haplo sin alzar la voz.
Alfred se sonrojó de nuevo; después palideció. Un temblor se adueñó de sus manos y dejó caer el pan, para extrema satisfacción del perro. El sartán se derrumbó sobre un tocón de árbol y exhaló un suspiro que arrancó un estertor de su garganta.
—Tienes razón. Elegido. Elegido para seguir vivo cuando todos mis seres queridos habían muerto. ¿Por qué? ¿Para qué? Cualquiera de ellos era mucho mejor que yo. Cualquiera era más valioso. —Alfred levantó la vista con una expresión atribulada en sus pálidas facciones. La mano temblorosa se cerró con fuerza—. Entonces aborrecí mi nombre. Lo odié. Me alegré de adoptar el nombre que utilizo ahora y me propuse olvidar el otro. Y lo conseguí. Se me había borrado de la memoria... hasta que te encontré.
Alfred suspiró de nuevo con una triste sonrisa.
Haplo volvió la mirada al asesino y le hizo una seña.
La Mano
se encaramó con agilidad a las ramas de un árbol y estudió el camino en la dirección que habían tomado los otros patryn. Descendió del árbol y levantó un dedo.
Así pues, se dijo Haplo, Kari los tenía bajo observación. Había dejado a uno del grupo esperándolos. Una nueva muestra de cortesía. La patryn estaba preocupada y no quería que se perdieran.
Soltó un bufido.
Alfred seguía parloteando, visible y profundamente aliviado de poder soltar lo que llevaba dentro.
—Cada vez que me hablabas, Haplo, aunque me llamaras Alfred, yo entendía «Coren». Resultaba atemorizador y, al mismo tiempo, me sentaba bien oírlo. Era atemorizador porque no comprendía a qué venía aquello, pero también era un placer pues me recordaba mi pasado, mi pasado remoto, cuando mi familia y mis amigos vivían todavía.
»Me preguntaba cómo podías hacer tal cosa, quién eras... Al principio creí que podías ser uno de los míos, pero enseguida supe que no. Sin embargo, tampoco podías ser un mensch, evidentemente. Y entonces recordé. Recordé la historia de los tiempos antiguos. Recordé los relatos acerca del..., discúlpame, del enemigo ancestral.
»Esa noche, en Ariano, cuando fuimos encerrados en el tonel, te sometí a un hechizo y te hice dormir.
Haplo lo miró asombrado, con los ojos como platos.
—¿Un hechizo? ¿Tú a mí?
—Me temo que sí —confirmó Alfred, sonrojándose—. Sólo era un hechizo de sueño. Llevabas esos vendajes en las manos para ocultar los tatuajes, de modo que me acerqué, levanté una de las vendas y vi...
—¿De modo que fue así como lo supiste? —Con un gesto, Haplo indicó al asesino que se uniera a ellos—. Lo imaginaba. Y, por fascinante que haya sido ese viaje por los recuerdos, Coren, nada de ello cambia el hecho de que corres peligro y debes marcharte...
—Claro que lo cambia —replicó Alfred, poniéndose en pie tan deprisa que sobresaltó al perro. El animal se incorporó a cuatro patas con un bufido, con las orejas erguidas y el pelo del cuello erizado, preguntándose qué sucedía—. Ahora sé qué significa mi nombre.
—¡Es sólo un nombre, maldita sea! No significa nada. Tú mismo lo has dicho.
—Para mí, sí que significa. Tú me lo has hecho ver, Haplo. Incluso lo has dicho. No «Elegido», sino «El que elige». Ése es el verdadero sentido de la palabra. Hasta ahora, siempre se ha encargado otro de tomar las decisiones por mí. Me desmayo —Alfred abrió las manos en gesto de impotencia—, o me derrumbo o, si alguna vez me lanzo a alguna acción —miró de reojo a Hugh con aire culpable—, luego lo «olvido».
»Pero ahora las cosas han cambiado. —Alfred se plantó ante el patryn, muy erguido y solemne—. Ahora decido quedarme aquí. Dijiste que me necesitabas. Hiciste que me avergonzara de mí mismo.
Tú has tenido el valor de entrar en este lugar espantoso... ¿por qué motivo? ¿Por ambición? ¿Por poder? No; has venido por amor. Y el Laberinto tiene miedo, en efecto, pero no de mí. ¡Te teme a ti, Haplo! Has traído a él la única arma que no sabe combatir.
Alfred alargó la mano hacia abajo, dio unas tímidas palmaditas al perro y acarició sus orejas sedosas.
—Sé que es peligroso y no estoy seguro de si seré de alguna utilidad, pero escojo quedarme —dijo con un susurro, sin mirar a Haplo—. Escojo quedarme aquí contigo.
—Nos están observando —anunció Hugh
la Mano,
reapareciendo detrás de ellos—. A decir verdad, cuatro tipos han dado media vuelta y vienen hacia aquí. Con todas sus armas. Por supuesto, puede que nos aprecien tanto que no soportan tenernos lejos de sus ojos, pero lo dudo...
Hugh sacó la pipa del bolsillo y la estudió, pensativo. Se la llevó a la boca y habló entre dientes:
—Marit nos ha traicionado, ¿verdad?
—Sí —respondió Haplo, y volvió la mirada hacia atrás, hacia la montaña desmoronada de la que procedían.
LA CIUDADELA PRYAN
Roland, Rega y Paithan se hallaban en la antesala de la Cámara de la Estrella. Por debajo de la puerta de ésta se filtraba una luz brillante. Paithan y Roland se frotaban los ojos.
—¿Veis algo, ya? —preguntó Rega, inquieta.
—Sí —respondió Roland con aspereza—. Manchas. Si me has dejado ciego, elfo...
—Se te pasará. —Paithan empleó el mismo tono—. Dale tiempo.
—¡Te dije que no miraras abajo! —exclamó Roland, furioso—. ¡Pero no! ¡Tenías que asomarte a ese maldito pozo y desmayarte!
—¡No lo he hecho! ¡Me han resbalado las manos! Y, respecto al pozo, resulta fascinante... —dijo el elfo, estremeciéndose— y muy escalofriante...
—Algo parecido a lo que sucede con tu hermana —replicó el humano, burlón.
Paithan lanzó un puñetazo hacia donde había sonado la voz, pero no acertó y estrelló el puño contra una pared. Con un grito de dolor, empezó a lamerse los nudillos ensangrentados.
—Paithan, mi hermano no habla en serio —intervino Rega—. Sólo pretende burlarse. Está tan enamorado de Aleatha que es incapaz de ver las cosas como son.
—¡Y tal vez nunca vuelva a verlas de ninguna manera! —Exclamó Roland—. Respecto a que esté enamorado de esa descocada...
—¿Descocada? —Paithan cargó contra Roland—. ¡Discúlpate ahora mismo!
Los dos rodaron por el suelo enzarzados, golpeándose mutuamente.
—¡Basta! —Rega se plantó junto a ellos, gritando y soltando alguna que otra patada a cualquiera de los contendientes que se ponía al alcance de su puntera—. ¡Estaos quietos los dos! Se supone que vamos a la fiesta...
La mujer dejó la frase sin terminar. Xar había aparecido al pie de la escalera que conducía a la Cámara de la Estrella. Con los brazos cruzados sobre el pecho, tenía la vista levantada hacia ellos con una expresión sombría y ceñuda.