En el Laberinto (45 page)

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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

BOOK: En el Laberinto
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Runas de reclusión... No podía cruzar.

Estas runas son las más poderosas que es posible invocar. ¡Tras esa puerta existe algo terrible...!

La figura de Alfred, ridícula y desmañada, empezó una danza solemne ante el arco en llamas. La luz roja de las runas de reclusión parpadeó, se difuminó y terminó por apagarse.

Ya podíamos pasar...

El túnel era ancho y espacioso, con las paredes y el techo secos. El suelo de roca estaba cubierto de una capa virgen de polvo, sin marcas de pisadas o de garras, ni rastros sinuosos como los dejados por serpientes y dragones. Allí no se había producido intento alguno de borrar las runas [sartán) y éstas brillaban con intensidad, iluminando el camino hacia lo que nos esperaba...

De no haberme parecido descabellado, mi Señor, habría jurado que experimentaba, en realidad, una sensación de paz, de bienestar, que relajaba mis músculos en tensión y calmaba mis nervios exacerbados... La sensación era inexplicable...

El túnel se extendía en línea recta, sin curvas ni recodos, sin otros pasadizos que se bifurcaran de él. Pasamos bajo varios arcos, pero ninguno de ellos estaba protegido por runas de reclusión como las que habíamos encontrado en el primero. Entonces, de pronto, las runas azuladas que nos guiaban desaparecieron bruscamente, como si el pasadizo quedara interrumpido por una pared.

Efectivamente, de eso se trataba.

Un muro de roca negra, sólida y firme, se alzaba ante nosotros. Sobre su pulida superficie se adivinaban unos trazos borrosos. Runas. Más runas sartán. Sin embargo, había algo raro en ellas.

Runas de santidad.

Y, dentro... un cráneo.

Cuerpos. Incontables. Asesinato en masa. Suicidio en masa.

Vi aparecer una serie de runas que formaba un círculo en torno a la parte superior de las paredes de la cámara.

«Quién traiga la violencia a este lugar... encontrará que se vuelve contra él mismo.»

¿Por qué es sagrada esta cámara, mi Señor? Casi tenía la respuesta... estaba tan cerca...

Y, entonces, Haplo y su grupo habían sido atacados por... Kleitus.

Kleitus sabía dónde estaba la Cámara de los Condenados... es decir, la Séptima Puerta (Xar ya se había convencido de que ambos lugares eran uno solo). ¡Kleitus había muerto en aquella cámara!

Una y otra vez, Xar repasó mentalmente el informe de Haplo. Algo acerca de una fuerza que se oponía a ellos, una fuerza antigua y poderosa... Una mesa, un altar, una visión...

El Consejo encargó a los sartán la tarea de establecer contacto con los otros mundos, de explicarles su situación desesperada en Abarrach y de rogarles que enviaran la ayuda prometida antes de la Separación. ¿Y cuál fue el resultado? Durante meses, no habían hecho nada. Luego, de pronto, se presentaron diciendo tonterías que ni un niño habría creído...

Por supuesto, se dijo Xar. Era absolutamente lógico. Aquellos miserables sartán de Abarrach, aislados de sus congéneres durante innumerables generaciones, habían olvidado gran parte de su magia rúnica y habían perdido mucho de su poder. Un grupo de ellos, que había dado casualmente con la Séptima Puerta, había redescubierto de improviso lo que había quedado en el olvido. No era de extrañar que quisieran ocultarlo y reservarlo para ellos solos. Y que inventaran historias sobre fuerzas antiguas y poderosas que se oponían. Incluso Haplo se había dejado embaucar por sus mentiras.

Los sartán no habían sabido qué hacer con aquel poder.

Pero Xar sí sabría.

Sólo tenía que encontrar la cámara. ¿No podría, tal vez, hacerlo sin la ayuda de Haplo? El Señor del Nexo evocó lo que había visto en la mente de Haplo al regreso de éste de Abarrach. Reconoció las mazmorras en las que Haplo había estado a punto de morir. Al escapar de las mazmorras, había recorrido un pasadizo guiado por el resplandor azulado de unas runas sartán.

¿Qué pasadizo? ¿En qué dirección? Allí abajo debía de haber cientos de corredores, el Señor del Nexo había explorado las catacumbas bajo el castillo de Necrópolis, una ratonera de túneles y pasadizos —unos de origen natural, otros horadados en la roca mediante la magia— digna del Laberinto. A un hombre podía llevarle toda una vida encontrar el bueno.

Pero Haplo lo conocería. Si escapaba del Laberinto.

Xar se limpió las manos del polvo del pergamino.

—¡Y yo, aquí atrapado, sin poder hacer nada! Y con una nave a la vista. Una nave cubierta de runas sartán. Los mensch pueden abrir las runas. Lo hicieron para entrar aquí. Pero es imposible que lleguen vivos hasta la nave, a causa de los titanes. Tengo que...

»¡Vivos!

Xar hizo una profunda inspiración y expulsó el aire de los pulmones lentamente, con expresión pensativa.

—Pero ¿quién ha dicho que los mensch tengan que estar vivos?

CAPÍTULO 33

EL LABERINTO

El sendero que conducía al Laberinto a través de la caverna era largo y tortuoso. Tardaron varias horas en recorrerlo, avanzando lentamente, obligados uno a uno a comprobar cada paso que daban, pues el suelo podía cambiar y hundirse bajo los pies de cualquiera de ellos después de que quien lo precedía hubiera pasado por aquel punto sano y salvo.

—¿Acaso esta condenada roca está viva? —Preguntó Hugh
la Mano—.
Os juro que la he visto empujar a Marit deliberadamente.

Entre pesados jadeos, Marit contempló las aguas negras y turbias que formaban remolinos debajo de ella. La patryn estaba salvando un estrecho resalte rocoso que corría a lo largo de la pared de la caverna cuando, de pronto, el resalte había cedido bajo sus pies. Hugh
la Mano,
que la seguía pisándole los talones, la había agarrado cuando Marit ya empezaba a deslizarse por la húmeda pared. Tendido en el saliente rocoso, el asesino sostuvo con fuerza a Marit por la muñeca y el brazo hasta que Haplo pudo alcanzarlos desde el otro lado del resalte hundido.

—Está viva y nos odia —respondió el patryn tétricamente, al tiempo que alzaba a Marit a la relativa seguridad del punto del camino en el cual se encontraba.

Hugh salvó el hueco de un salto y aterrizó junto a ellos. Aquella parte del camino era estrecha y llena de grietas y serpenteaba entre un maremágnum de peñascos, bajo una cortina de estalactitas.

—Quizás ha sido su último golpe contra nosotros. Ya estamos cerca de la salida...

A unos pocos pasos quedaba la boca de la caverna y, tras ella, se divisaba una luz grisácea, unos árboles dispersos y una hierba empapada por la niebla. Una carrera a toda velocidad los llevaría hasta allí. Pero todos ellos estaban agotados, doloridos y asustados. Y aquello era sólo el principio.

Haplo dio un paso adelante.

El suelo tembló bajo sus pies. Los peñascos próximos empezaron a bambolearse. Del techo cayó una cascada de esquirlas de roca y polvo.

—¡Quietos! ¡Que nadie se mueva! —ordenó Haplo.

Todos obedecieron, y el temblor cesó.

—Es el Laberinto —murmuró el patryn—. Siempre te concede una oportunidad.

Miró a Marit, que estaba de pie junto a él. Tenía unos arañazos en la cara y unos cortes en las manos a consecuencia de la caída. Su expresión era firme y sus ojos estaban fijos en la salida. Marit sabía tan bien como él lo que les esperaba.

—¿Qué hay? ¿Qué sucede? —inquirió Alfred con voz temblorosa.

Haplo volvió la cabeza muy despacio. Alfred se había quedado atrás, en el estrecho resalte de roca que ya había intentado precipitar a Marit a las turbulentas aguas oscuras. Parte del camino había desaparecido. El sartán tendría que salvar el hueco de un salto, y Haplo recordaba perfectamente lo maravilloso que era Alfred en la especialidad de salto de hendiduras. Sus pies eran más anchos que el reborde que tendría que recorrer. Hugh
la Mano
ya había salvado al torpe sartán, tan propenso a los accidentes, de caer en dos hoyos y en una grieta.

El perro se quedó cerca de Alfred, mordisqueándole los talones de vez en cuando para apremiarlo a seguir. El animal ladeó la cabeza con un gañido desconsolado.

—¿Qué sucede? —repitió Alfred con voz temerosa, al comprobar que nadie respondía.

—La caverna va a intentar impedir que salgamos de ella —repuso Marit fríamente.

—¡Oh, vaya! —exclamó Alfred, perplejo—. ¿Y puede..., puede hacerlo?

—¿Qué crees que ha sido eso, si no? —repitió Haplo con irritación.

—¡Oh, pero...! —Alfred avanzó un paso para discutir el asunto—. ¡Vamos, lo dices como si...!

El suelo se encabritó. Una ondulación sincopada lo estremeció como... Como si se estuviera riendo. Haplo habría jurado que eso hacía la caverna. Alfred soltó un grito, agitó los brazos y se contorsionó. Sus torpes pies no tardaron en resbalar, pero el perro hundió los colmillos en los calzones y lo sostuvo. Sin dejar de mover los brazos como aspas, Alfred consiguió recuperar el equilibrio con la ayuda del perro. Con los ojos cerrados de espanto, se aplastó contra la pared de roca mientras le caían gruesos regueros de sudor de la calva.

En el interior de la caverna, todo había quedado paralizado de pronto.

—No vuelvas a hacer eso —ordenó Marit, escupiendo las palabras entre dientes.

—¡Sartán bendito! —murmuró Alfred mientras sus dedos trataban de hundirse en la roca.

Haplo soltó un juramento.

—¡Fue tu sartán bendito quien creó esto! ¿Cómo vamos a salir ahora?

—No deberías haberme traído —dijo Alfred con voz temblorosa—. Te advertí que sólo retrasaría la marcha y os pondría en peligro. No te preocupes por mí. Seguid adelante. Yo volveré atrás...

—¡No te mué...! —empezó a decir Haplo, pero calló antes de acabar la frase.

Alfred no hizo caso. Ya había empezado a desandar el camino y no sucedía nada. El suelo seguía quieto.

—¡Alfred, espera! —exclamó.

—¡Déjalo que se vaya! —Intervino Marit con desdén—. Ya nos ha retrasado bastante.

—Eso es lo que quiere el Laberinto. Quiere que se vaya, y no pienso seguirle el juego. ¡Perro, detenlo!

El perro, obediente, apresó entre sus dientes los faldones de la levita de Alfred y lo retuvo. El sartán se volvió a Haplo con una mirada lastimera.

—¿Qué puedo hacer yo para ayudaros? ¡Nada!

—Eso es lo que tú crees, pero el Laberinto no opina igual. Por extraño que te parezca, sartán, tengo la sensación de que el Laberinto te tiene miedo. Quizá porque ve a su creador.

—¡No! —Alfred se encogió—. ¡Yo, no!

—Sí, tú. Si te escondes en tu tumba, si te niegas a actuar, si te quedas «absolutamente sano y salvo», alimentas el mal y lo perpetúas.

Alfred rechazó sus palabras con un gesto de cabeza. Asió los faldones de la levita y tiró de ellos.

El perro lo tomó por un juego, gruñó alegremente y tiró también.

—A mi señal —dijo Haplo a Marit en un susurro—, tú y Hugh echad a correr hacia la salida. Tened cuidado. Ahí fuera puede haber algo esperándoos. No os detengáis por nada. No miréis atrás.

—Haplo... —musitó Marit—. No quiero... —vaciló, se ruborizó y dejó la frase a medias.

Sorprendido al escuchar un tono diferente en su voz, Haplo la miró.

—¿No quieres qué? ¿Dejarme? No me sucederá nada.

Emocionado y complacido por su mirada de preocupación —la primera muestra de afecto que veía en ella— alzó la mano para apartar de la frente de Marit el cabello empapado en sudor.

—Estás herida. Deja que eche un vistazo...

Con un destello de furia en los ojos, ella lo apartó.

—Eres un estúpido —masculló, lanzando una mirada de desprecio a Alfred—. Que se muera. Que se mueran todos.

Marit se volvió de espaldas y fijó la vista en la abertura de la caverna.

El suelo tembló bajo los pies de Haplo. No tenían mucho tiempo. El patryn alargó la mano sobre el resalte roto.

—Alfred —dijo sin aspavientos—, te necesito.

Demacrado, ojeroso y contraído de dolor, Alfred contempló a Haplo con perplejidad. El perro soltó su presa a una señal silenciosa de su amo.

—No puedo hacer esto yo solo —continuó el patryn, sin apartar la mano—. Necesito tu ayuda para encontrar a mi hija. Ven conmigo.

A Alfred se le llenaron los ojos de lágrimas, mezcladas con una sonrisa trémula.

—¿Cómo? No puedo...

—Dame la mano. Yo tiraré de ti.

Alfred se inclinó precariamente sobre el abismo y alargó una mano huesuda y desgarbada cuya muñeca sobresalía de los puños de encaje deshilachados de la levita, de mangas excesivamente cortas. Y, por supuesto, siguió lloriqueando:

—Haplo, no sé qué decir...

El patryn lo agarró por la muñeca y cerró la mano con fuerza. El suelo se bamboleó hasta que Alfred perdió pie.

—¡Corre, Marit! —gritó Haplo, y empezó a invocar su magia.

A su orden, unos signos mágicos rojos y azules prendieron en el aire. Haplo trenzó las runas en una soga azul radiante que se deslizó de su brazo y se enroscó en torno al cuerpo de Alfred.

La caverna se estaba hundiendo. Haplo se arriesgó a volver la mirada un instante y vio que Marit y Hugh corrían como posesos hacia la salida. Una roca se desplomó del techo y rozó a Marit. Las runas de su cuerpo la protegieron de posibles heridas, pero la masa de la roca la derribó. Hugh
La Mano
se apresuró a incorporarla y los dos reemprendieron la carrera. El asesino volvió la cabeza una vez para comprobar si Haplo los seguía. Marit no miró.

Haplo tiró de la cuerda hasta recuperar al sartán —cuyos brazos y piernas colgaban como patas de una araña muerta— a su lado del resalte. Justo en aquel momento, el tramo que Alfred ocupaba instantes antes se desmoronó.

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