En el jardín de las bestias (40 page)

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Authors: Larson Erik

Tags: #Intriga, #Bélico, #Biografía

BOOK: En el jardín de las bestias
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Fallada tomó fotos del grupo; Boris hizo otro tanto. Durante el viaje de vuelta a Berlín, los cuatro compañeros de nuevo hablaron de Fallada. Mildred le describía como un hombre cobarde y débil, pero luego añadió: «Tiene conciencia, y eso está bien. No es feliz, no es un nazi, no es incorregible».

Martha recogía otra impresión: «Vi la huella del miedo desnudo en la cara de un escritor por primera vez».

* * *

Fallada acabó por convertirse en una figura controvertida en la literatura alemana, vilipendiado en algunos casos por no enfrentarse a los nazis, y defendido en otros por no elegir el camino más seguro del exilio. En los años que siguieron a la visita de Martha, Fallada se vio cada vez más obligado a someter su escritura a las exigencias del Estado nazi. Se dedicó a preparar traducciones para Rowohlt, entre ellas la de
Vivir con papá
de Clarence Day, entonces muy popular en Estados Unidos, y a escribir obras inocuas que esperaba que no ofendiesen la sensibilidad nazi, entre ellas una colección de historias infantiles sobre una marioneta de cuerda de un niño,
Hoppelpoppel, Wo bist du
? (
Hoppelpoppel, ¿dónde estás
?).

Su carrera se revitalizó brevemente con la publicación en 1937 de una novela titulada
Lobo entre lobos
, que los dirigentes del partido interpretaron como un interesante ataque al mundo de la antigua Weimar, y que Goebbels mismo describía como «un libro soberbio». Aun así, Fallada iba haciendo cada vez más y más concesiones, y al final permitió que Goebbels escribiera el final de su siguiente novela,
Gustav de hierro
, que describía las penalidades de la vida durante la anterior guerra mundial. Fallada lo veía como una concesión prudente. «No me gustan los grandes gestos», decía, «ser asesinado ante el trono del tirano, sin sentido, para beneficio de nadie, y para detrimento de mis hijos, eso no es lo mío».

Reconocía, sin embargo, que sus diversas capitulaciones perjudicaban su escritura. Escribió a su madre que no estaba satisfecho con su obra. «No puedo actuar como quiero… si quiero seguir vivo. Y así este desgraciado da menos de lo que puede ofrecer.»

Otros escritores, en el exilio, miraban con desdén a Fallada y sus compañeros, los emigrantes interiores, que se rendían a los gustos y las exigencias del gobierno. Thomas Mann, que vivió en el extranjero todos los años de Hitler, más tarde escribió su epitafio: «Quizá sea una creencia supersticiosa, pero a mis ojos, cualquier libro que se imprimiese en Alemania entre 1933 y 1945 es peor que inútil, y es un objeto que nadie desea tocar. Un hedor a sangre y a vergüenza se les queda pegado. Deberían ser reducidos a pulpa».
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* * *

El temor y la opresión que Martha vio en Fallada no hizo más que coronar una creciente montaña de pruebas que a lo largo de la primavera habían empezado a erosionar su enamoramiento con la nueva Alemania. Su ciego apoyo al régimen de Hitler primero se fue apagando hasta convertirse en un cierto escepticismo favorable, pero a medida que se acercaba el verano, empezó a sentir una repulsión cada vez más profunda.

Mientras antes era capaz de desestimar el incidente de la paliza de Núremberg considerándola un episodio aislado, ahora reconocía que la persecución alemana de los judíos era un pasatiempo nacional. Le repelía el martilleo constante de la propaganda nazi que retrataba a los judíos como enemigos del Estado. Ahora escuchaba las charlas antinazis de Mildred y Arvid Harnack y a sus amigos, y ya no se sentía tan inclinada a defender a los «seres extraños» de la joven revolución que antes había encontrado tan fascinante. «En la primavera de 1934»,
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escribía, «lo que había oído, visto y sentido me revelaba que las condiciones de vida eran peores que en los días anteriores a Hitler, que el sistema de terror más complicado y desgarrador regía el país y reprimía la libertad y la felicidad del pueblo, y que los líderes alemanes inevitablemente conducían a esas masas con gran docilidad y amabilidad hacia otra guerra, contra su voluntad y sin su conocimiento».

Todavía no estaba preparada, sin embargo, para declarar abiertamente su nueva actitud al mundo. «Todavía intentaba mantener mi hostilidad guardada y sin expresar.»

Por el contrario, la revelaba de una manera indirecta proclamando deliberadamente y a contracorriente un nuevo y enérgico interés por el mayor enemigo del régimen de Hitler, la Unión Soviética. Afirmaba: «Empezó a crecer en mi interior la curiosidad por la naturaleza de su gobierno, tan odiado en Alemania, y por su gente, de la que se decía que era despiadada».

Contra la voluntad de sus padres, pero animada por Boris, empezó a planear un viaje a la Unión Soviética.

* * *

En junio, Dodd había llegado a ver que el «problema judío», como seguía llamándolo, no había mejorado en absoluto. Ahora, le decía al secretario Hull en una carta, «la perspectiva de una cesación parece menos esperanzadora».
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Como Messersmith, veía que la persecución lo invadía todo, aunque hubiese cambiado de carácter y se hubiera vuelto «más sutil y menos proclamada».

En mayo, decía, el Partido Nazi lanzó una campaña
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contra «gruñones y criticones» destinada a dar nuevas energías al
Gleichschaltung
. Inevitablemente, creció también la presión sobre los judíos. El periódico de Goebbels,
Der Angriff
, empezó a instar a sus lectores «a vigilar con ojos agudos a los judíos, e informar de cualquiera de sus defectos», según escribía Dodd. Los propietarios judíos del
Frankfurter Zeitung
se vieron obligados a abandonar su control, igual que los últimos propietarios judíos del famoso imperio editorial Ullstein. A una gran empresa del caucho se le exigió que aportase pruebas de que no tenía empleados judíos antes de poder hacer ofertas a los municipios. De repente se requirió a la Cruz Roja alemana que certificase que sus nuevos contribuyentes eran de origen ario. Y dos jueces en dos ciudades distintas concedieron permiso a dos hombres para divorciarse de sus mujeres por el único motivo de que las mujeres eran judías, alegando que tales matrimonios producirían una descendencia mixta, que no haría más que debilitar la raza alemana.

Dodd afirmaba: «Esos casos y otros de menor importancia revelan un método distinto en el trato a los judíos: un método quizá calculado para tener menos repercusiones desde el extranjero, pero aun así, reflejando la decisión de los nazis de obligar a los judíos a salir del país».

La población aria de Alemania
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también había experimentado una intensificación del control. En otro despacho escrito el mismo día, Dodd decía que el Ministerio de Educación había anunciado que la semana escolar se dividiría de tal modo que los sábados y miércoles por la tarde se pudiesen dedicar a las exigencias de las Juventudes Hitlerianas.

A partir de entonces el sábado se denominaría Staatsjugendtag, Día Estatal para la Juventud.

* * *

El tiempo seguía siendo cálido, con lluvias escasas. El sábado 2 de junio de 1934, con temperaturas sobre los veintiséis grados, el embajador Dodd escribía en su diario: «Alemania parece seca por primera vez; árboles y campos están amarillos. Los periódicos están llenos de artículos sobre la sequía en Bavaria y en Estados Unidos».
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En Washington, Moffat también tomaba nota del tiempo. En su diario hablaba del «gran calor»,
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y citaba el domingo 20 de mayo como el día que había empezado con unas máximas de 34 grados. En su despacho.

Nadie lo sabía aún, pero Estados Unidos acababa de entrar en la segunda de una serie de sequías catastróficas que pronto convertirían las Grandes Llanuras en el
Dust Bowl
(cuenca de polvo).

Capítulo 41

PROBLEMAS CON LOS VECINOS

A medida que se acercaba el verano, la sensación de intranquilidad en Berlín se fue agudizando. El humor general era «tenso y eléctrico»,
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según afirmaba Martha. «Todo el mundo sentía que había algo en el aire, pero no sabían lo que era.»

La extraña atmósfera y el estado frágil de Alemania eran temas de conversación a última hora de la tarde en un té,
Tee Empfang
, que dio Putzi Hanfstaengl el viernes 8 de junio en 1934, y al que asistió la familia Dodd.

De camino a casa después del té, los Dodd notaron que algo extraño ocurría en Bendlerstrasse, la última calle lateral por la que pasaron antes de llegar a su casa. Allí, a la vista, se encontraban los edificios del Bendler Block, el cuartel general del ejército. En realidad, los Dodd y el ejército eran casi vecinos por la parte de atrás. Un hombre de brazo fuerte podía tirar una piedra desde el patio de atrás de la familia y romper un cristal de una de las ventanas del ejército.

El cambio era obvio.
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Había soldados de guardia en los tejados de los edificios de los cuarteles. Patrullas fuertemente armadas se movían a lo largo de las aceras. Camiones del ejército y coches de la Gestapo atestaban la calle.

Esas fuerzas permanecieron allí a lo largo de la noche del viernes y durante todo el sábado. Luego, el domingo por la mañana, 10 de junio, tropas y camiones desaparecieron.

En casa de los Dodd entraba un frescor que provenía del terreno boscoso del Tiergarten. Había jinetes en el parque, como siempre, y el ruido de los cascos era audible en la quietud del domingo por la mañana.

Capítulo 42

LOS JUGUETES DE HERMANN

Entre los muchos rumores de agitaciones que se avecinaban, era difícil para Dodd y sus colegas en el cuerpo diplomático imaginar que Hitler, Göring y Goebbels podían durar mucho más. Dodd aún los veía como adolescentes ineptos y peligrosos, «de dieciséis años», como decía entonces, que se enfrentaban a un cúmulo de problemas desalentadores. La sequía cada vez era más grave. La economía mostraba pocas señales de mejora, aparte del ilusorio descenso del paro. La brecha entre Röhm y Hitler parecía haberse agrandado. Y seguía habiendo momentos (extraños, ridículos) que sugerían que Alemania era simplemente un escenario dispuesto para una comedia grotesca, y no un país serio en una época seria.

El domingo 10 de junio de 1934
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hubo un episodio semejante cuando Dodd, el embajador francés François-Poncet y el británico sir Eric Phipps, junto con tres docenas de invitados más, asistieron a una especie de fiesta abierta, en la extensa propiedad de Göring, a una hora en coche al norte de Berlín. La había llamado Carinhall por su difunta esposa sueca, Carin, a la que adoraba; aquel mismo mes planeaba exhumar su cuerpo, que reposaba en Suecia, transportarlo a Alemania y enterrarlo en un mausoleo en las tierras de su propiedad. Aquel día, sin embargo, Göring sólo quería presumir de sus bosques y su nuevo recinto para bisontes, donde esperaba criar a esos animales y luego dejarlos en libertad en sus terrenos.

Los Dodd llegaron tarde en su nuevo Buick, que les había traicionado por el camino con un fallo mecánico de poca importancia, pero aun así, consiguieron llegar antes que el propio Göring. Sus instrucciones exigían que se dirigiesen hasta un lugar concreto de la finca. Para evitar que los invitados se perdiesen, Göring había colocado hombres en cada cruce para que indicaran la dirección. Dodd y su mujer encontraron a los demás huéspedes ya reunidos en torno a un portavoz que les habló de algunos aspectos de aquellas tierras.

Al final llegó Göring, conduciendo muy deprisa, solo, en lo que Phipps describía como un coche de carreras. Salió con un uniforme que era en parte traje de aviador, en parte cazador medieval. Llevaba botas de caucho, y metido en el cinturón un cuchillo de caza muy grande.

Göring ocupó el lugar del primer conferenciante. Aunque había micrófono hablaba muy alto, produciendo un efecto discordante en aquel escenario idílico. Explicó su plan de crear una reserva forestal que reprodujese las condiciones de la Alemania primigenia, con animales primigenios y todo, como el bisonte que ahora permanecía indolentemente a corta distancia. Tres fotógrafos y un operador de «cinematógrafo» captaban el acontecimiento en sus películas.

Elisabetta Cerruti, la bella esposa húngara y judía del embajador italiano, recordaba lo que pasó después.

—Damas y caballeros —dijo Göring—, dentro de pocos minutos presenciarán una exhibición única de la naturaleza en pleno funcionamiento. —Hizo una señal hacia una jaula de hierro—. En esta jaula se encuentra un potente bisonte macho, un animal que ya casi no existe en el continente… Se reunirá aquí mismo, ante sus propios ojos, con la hembra de su especie. Por favor, permanezcan quietos y no tengan miedo.

Los cuidadores de Göring abrieron la jaula.


Iván el Terrible —
ordenó Göring—, te ordeno que abandones la jaula.

Pero el macho no se movió.

Göring repitió la orden. De nuevo, el macho le ignoró.

Los guardianes entonces intentaron provocar a
Iván
para que actuase. Los fotógrafos se prepararon para el lujurioso intercambio que seguramente ocurriría a continuación.

El embajador británico Phipps escribió en su diario que el macho salió de la jaula «de muy mala gana, y después de mirar a las vacas con algo de tristeza, intentó volver a ella». Phipps describía también aquel hecho en un memorándum posterior a Londres, que se hizo famoso en el Ministerio de Exteriores británico como «el despacho del bisonte».

A continuación, Dodd y Mattie y los demás invitados se subieron a treinta pequeños cochecitos de dos pasajeros conducidos por campesinos, y partieron para hacer un largo y serpenteante recorrido entre bosques y praderas. Göring iba en cabeza en un coche tirado por dos caballos grandes, con la señora Cerruti sentada a su derecha. Una hora más tarde la procesión se detuvo junto a una marisma. Göring saltó de su coche y pronunció otro discurso, éste sobre las bondades de los pájaros.

Una vez más, los invitados se subieron a sus coches y, después de otro largo camino, llegaron a un claro donde seguían esperando sus coches. Göring introdujo su enorme persona en su coche y salió a toda velocidad. Los demás invitados le siguieron a un paso mucho más lento, y veinte minutos después llegaron a un lago junto al cual se había construido un inmenso y nuevo pabellón que parecía querer evocar el hogar de un señor medieval. Göring les esperaba, vestido con un traje nuevo, «un maravilloso atuendo blanco veraniego», escribió Dodd: zapatillas de tenis blancas, pantalones de dril blancos, camisa blanca y chaqueta de caza de cuero verde, en cuyo cinturón aparecía el mismo cuchillo de antes. En una mano llevaba un instrumento largo que parecía un cruce entre un cayado de pastor y un arpón.

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