Dada la furia de Hitler, Dodd consideró más prudente evitar tocar el tema del juicio bufo, que tendría lugar aquel mismo día más tarde, según la hora de Nueva York. Hitler tampoco lo mencionó.
Por el contrario, Dodd habló de que la situación judía podía resolverse de una manera pacífica y humana. «Ya sabe que existe un problema judío en otros países», le dijo Dodd a Hitler. Dodd procedió a explicarle que el Departamento de Estado, extraoficialmente, apoyaba una nueva organización establecida por la Liga de Naciones bajo la dirección de James G. McDonald, recién nombrado alto comisario para los refugiados de Alemania, para reubicar a los judíos, tal y como lo expresó Dodd, «sin demasiado sufrimiento».
Hitler lo desdeñó de inmediato. Aquel esfuerzo fracasaría, dijo, por mucho dinero que recaudase la comisión. Los judíos, afirmaba, se convertirían en un arma para «atacar a Alemania y causar infinitos problemas».
Dodd replicó que el enfoque actual de Alemania estaba haciendo grandes daños a la reputación del país en Estados Unidos. Extrañamente, Dodd quiso buscar una especie de terreno intermedio con el dictador. Le dijo a Hitler: «Ya sabe que una gran cantidad de altos cargos de nuestro país en este momento los ocupan judíos, tanto en Nueva York como en Illinois». Nombró a «diversos hebreos justos», incluyendo a Henry Morgenthau hijo, secretario del Tesoro de Roosevelt desde enero. Dodd explicó a Hitler «que donde la cuestión de la hiperactividad de los judíos en la vida universitaria u oficial se convierte en un problema, hemos conseguido repartir los cargos de tal manera que no se ofenda a nadie, y que los judíos ricos continúen apoyando las instituciones que han limitado el número de judíos que sustentan puestos elevados». Dodd citaba un ejemplo de este tipo en Chicago y añadía: «Los judíos en Illinois no constituyen ningún problema grave».
Dodd explicaba en su memorándum: «Mi idea era sugerir un procedimiento distinto del que se estaba siguiendo allí. Por supuesto, sin dar ningún consejo concreto».
Hitler replicó que «un 59 por ciento de altos cargos en Rusia los ostentan los judíos; que han arruinado ese país, y que pretenden arruinar también Alemania». Más furioso que nunca, Hitler proclamó: «Si continúan con su actividad, tendremos que acabar con todos ellos en este país».
Fue un momento muy extraño. Allí estaba Dodd, el humilde jeffersoniano acostumbrado a ver a los estadistas como criaturas racionales, sentado ante el líder de una de las naciones más grandes de Europa mientras el líder se ponía cada vez más histérico y furioso y amenazaba con destruir a una parte de su propia población. Era extraordinario, algo totalmente ajeno a su propia experiencia.
Tranquilamente, Dodd volvió a llevar la conversación hacia las percepciones americanas y le dijo a Hitler que «la opinión pública en Estados Unidos está firmemente convencida de que el pueblo alemán, si no su gobierno, es militarista, incluso belicista», y que «la mayoría de la gente de Estados Unidos tiene la sensación de que Alemania se propone ir a la guerra un día». Dodd preguntó: «¿Existe alguna base para ello?».
«No hay ninguna base en absoluto», replicó Hitler. Su rabia pareció ceder entonces. «Alemania quiere la paz, y hará todo lo que esté en su poder para mantener la paz, pero Alemania exige y tendrá igualdad de derechos en materia de armamentos.»
Dodd le avisó de que Roosevelt concedía una enorme importancia a las fronteras nacionales existentes.
En ese aspecto, dijo Hitler, la actitud de Roosevelt coincidía con la suya, y por ese hecho se consideraba «muy agradecido».
Bueno, entonces, preguntó Dodd, ¿consideraría Alemania quizá tomar parte en una conferencia internacional de desarme?
Hitler desdeñó la pregunta y volvió a atacar a los judíos. Eran ellos, insistió, los que habían promovido la idea de que Alemania quería la guerra.
Dodd recondujo la conversación. ¿Estaría de acuerdo Hitler en dos puntos, que «ninguna nación debería cruzar las fronteras de otra, y que todas las naciones europeas deberían aceptar una comisión de supervisión y respetar las reglas de un organismo semejante»?
Sí, dijo Hitler, y Dodd observaba que lo hizo «de corazón».
Más tarde, Dodd escribió una descripción de Hitler en su diario. «Tiene una mente romántica y está medio informado solamente de los grandes acontecimientos y grandes hombres de Alemania.» Su historial era «semicriminal». «Ha dicho de manera contundente en muchas ocasiones que un pueblo sobrevive luchando, y muere como consecuencia de las políticas de paz. Su influencia es y ha sido enteramente beligerante.»
¿Cómo se podía conciliar esto pues con las muchas declaraciones de intenciones pacíficas por parte de Hitler? Como antes, Dodd creía que Hitler era «totalmente sincero» al decir que quería la paz. Sin embargo en esta ocasión el embajador se dio cuenta, como Messersmith antes que él, de que el objetivo real de Hitler era comprar tiempo para permitir el rearme de Alemania. Hitler quería la paz sólo para preparar la guerra. «En el fondo de su pensamiento», escribió Dodd, «está la vieja idea alemana de dominar Europa mediante la guerra».
* * *
Dodd se preparó para su viaje. Aunque estaría dos meses fuera, quería dejar a su mujer, a Martha y a Bill en Berlín. Los echaría mucho de menos, pero no podía esperar para meterse en aquel barco y dirigirse a Estados Unidos y a su granja. Menos halagüeña era la perspectiva de las reuniones a las que tendría que asistir en el Departamento de Estado en cuanto llegase. Quería tener la oportunidad de continuar su campaña para hacer el Servicio de Exteriores mucho más igualitario, enfrentándose directamente a los miembros del Club Bastante Bueno: el subsecretario Phillips, Moffat, Carr y un ayudante del secretario de Estado cada vez más influyente, Sumner Welles, otro graduado de Harvard que era además confidente de Roosevelt (de hecho fue paje en la boda de Roosevelt en 1905) que había sido fundamental a la hora de preparar la política de Buena Vecindad del presidente. A Dodd le habría gustado volver a Estados Unidos con alguna prueba concreta de que su enfoque de la diplomacia, su interpretación del mandato de Roosevelt de servir como ejemplo de los valores americanos, había ejercido una influencia moderadora en el régimen de Hitler, pero lo único que había conseguido hasta el momento era repugnancia hacia Hitler y sus ayudantes, y pesar por la Alemania de sus recuerdos, ahora perdida.
Poco después de su partida, sin embargo, atisbó un rayo de luz que le animó mucho y le indicó que sus esfuerzos no habían sido en vano. El 12 de marzo,
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un funcionario de Asuntos Exteriores alemán, Hans-Heinrich Dieckhoff, anunció en una reunión del Club de Prensa Alemán que a partir de entonces Alemania pediría que se emitiera una orden antes de cada arresto, y que la famosa prisión de Columbia Haus sería clausurada. Dodd creía que él personalmente tenía mucho que ver con esa orden.
Se habría sentido mucho menos animado de saber cuál fue la respuesta privada de Hitler a su última reunión, tal y como la consignó Putzi Hanfstaengl. «Dodd no le causó ninguna impresión»,
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escribió Hanfstaengl. «A Hitler casi le daba pena.» Después de la reunión, Hitler dijo: «
Der gute
Dodd. Apenas sabe hablar alemán y no se le entiende nada».
Una reacción que coincidía bastante con la de Jay Pierrepont Moffat, allá en Washington. En su diario Moffat escribió: «El embajador Dodd, casi sin instrucción, retomó con Hitler la idea de no agresión del presidente y le pidió a bocajarro que asistiera a una conferencia internacional para discutirlo. De dónde sacó el embajador la idea de que nosotros queríamos otra conferencia internacional es un misterio».
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Con evidente exasperación, Moffat escribía: «Me alegro de que vuelva pronto de permiso».
* * *
La noche antes de partir, Dodd subió a su dormitorio y encontró a Fritz, el mayordomo, haciéndole las maletas. Dodd se enfadó bastante. No confiaba en Fritz, pero ése no era el asunto. Más bien lo que pasaba es que la dedicación de Fritz iba erosionando sus instintos jeffersonianos. Dodd escribió en su diario: «No creo que sea ninguna vergüenza que un hombre se haga él mismo las maletas».
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El martes 13 de marzo, él y su familia se fueron a Hamburgo en coche, a 290 kilómetros al noroeste de Berlín, donde se despidió de todo el mundo y se introdujo en su camarote a bordo del
SS Manhattan
de las líneas de Estados Unidos.
* * *
Dodd estaba felizmente a flote cuando se disparó de nuevo la ira del gobierno alemán por el juicio bufo. Parece que el Tercer Reich no quería dar por concluido aquel asunto.
El día que Dodd se hizo a la mar, seis días enteros después del juicio, el embajador Luther en Washington llamó de nuevo al secretario Hull. Según lo que relataba Hull, Luther protestó «por actos tan ofensivos e insultantes por parte del pueblo de un país contra el gobierno y los dirigentes de otro país».
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Llegado aquel punto Hull ya estaba perdiendo la paciencia. Después de ofrecer una disculpa meramente formal y reiterar que el juicio bufo no tenía nada que ver con el gobierno de Estados Unidos, lanzó un astuto ataque. «Establecí que confiaba en que los pueblos de todos los países, en el futuro, ejercieran una contención que les impidiera caer en manifestaciones o demostraciones excesivas o impropias en cuanto a la acción de las personas de otros países. Con esto último quería hacer una velada referencia a Alemania. Luego añadí de manera general que el mundo parece estar en ebullición, con el resultado de que la gente de más de un país ni piensa ni actúa con normalidad.»
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Diez días después, entre una tormenta de nieve, el embajador alemán volvió a insistir otra vez, más enfurecido que nunca. Mientras Luther entraba en la oficina de Hull, el secretario bromeó diciendo que esperaba que el embajador «no se sintiera tan frío como la nieve que caía fuera».
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Usando un lenguaje que Hull describía como «casi violento», Luther se pasó cuarenta y cinco minutos citando lleno de ira una lista de «expresiones insultantes y groseras de ciudadanos norteamericanos hacia el gobierno de Hitler».
Hull le expresó su pesar por el hecho de que Estados Unidos se hubiese convertido en objetivo de las críticas alemanas, pero luego observó que al menos «mi gobierno no era el único que se hallaba en aquella situación, que prácticamente todos los gobiernos que rodeaban a Alemania y también los que estaban dentro y fuera de ese país parecían estar del mismo modo en situación de desaprobación por un motivo u otro, y que su gobierno, tal y como estaba constituido en aquel momento, parecía que por algún motivo se hallaba totalmente aislado de otros países, aunque yo no quería decir con eso que tuviese la culpa en ningún momento. Dije que quizá fuese adecuado, sin embargo, que su gobierno se cerciorase de sus condiciones de aislamiento y viese dónde se encontraba el problema o de quién era la culpa».
Hull señaló también que la relación de Estados Unidos con los anteriores gobiernos alemanes había sido «en general agradable», y afirmó que «sólo durante el mandato del presente gobierno habían surgido los problemas de los que ellos se quejaban, para nuestro gran pesar tanto personal como oficial». Tuvo mucho cuidado de observar que, desde luego, se trataba simplemente de «una coincidencia».
Todo el problema desaparecería, insinuó Hull, si Alemania «conseguía que cesaran esas noticias de insultos personales que llegaban regularmente a Estados Unidos desde Alemania, y que despertaban amargo resentimiento entre muchas personas de aquí».
Hull escribía: «Nos referimos claramente a la persecución de los judíos a lo largo de toda la conversación».
Una semana más tarde, el secretario Hull lanzó la que resultaría la última salva sobre este tema. Al fin había recibido la traducción del
aide-mémoire
que Neurath entregó a Dodd. Le tocó el turno entonces a Hull de enfurecerse. Envió a su vez un
aide-mémoire
propio, para que se lo entregase a Neurath el encargado de negocios en Berlín, John C. White, que llevaba la embajada en ausencia de Dodd.
Después de censurar a Neurath por el «tono de aspereza inusual en la comunicación diplomática»
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que impregnaba todo el
aide-mémoire
alemán, Hull le dio un breve sermón sobre los principios norteamericanos.
Escribió: «Es bien conocido que el libre ejercicio de la religión, la libertad de expresión y de prensa, y el derecho de asamblea pacífica no sólo están garantizados para nuestros ciudadanos por la Constitución de Estados Unidos, sino que son creencias hondamente arraigadas en la conciencia política del pueblo norteamericano». Y aun así, decía Hull, Neurath en su
aide-mémoire
había descrito incidentes en los cuales Alemania sentía que el gobierno de Estados Unidos tenía que haber desoído esos principios. «Parece, por tanto, que el punto de vista de los dos gobiernos con respecto al tema de la libre expresión y asamblea son irreconciliables, y que cualquier discusión sobre esa diferencia no podría mejorar las relaciones que el gobierno de Estados Unidos desea mantener en un terreno amistoso, en el interés común que exigen los dos pueblos.»
Y de ese modo la batalla sobre el juicio bufo llegó a su fin, con las relaciones diplomáticas heladas, pero intactas. Una vez más, nadie en el gobierno de Estados Unidos había hecho declaración pública alguna apoyando el juicio o criticando el régimen de Hitler. La cuestión seguía en pie: ¿de qué tenía miedo todo el mundo?
Un senador de Estados Unidos, Millard E. Tydings, de Maryland, intentó forzar a Roosevelt para que hablase de la persecución judía introduciendo en el Senado una moción que habría obligado al presidente a «comunicar al gobierno del Reich alemán una declaración inequívoca de los profundos sentimientos de sorpresa y de dolor experimentados por el pueblo de Estados Unidos al enterarse de las discriminaciones y opresiones impuestas por el Reich sobre sus ciudadanos judíos».
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Un memorándum del Departamento de Estado sobre la moción, escrito por el amigo de Dodd, R. Walton Moore, ayudante del secretario de Estado, arroja cierta luz sobre la renuencia del gobierno. Después de estudiar la resolución, el juez Moore concluyó que lo único que conseguiría aquello sería poner a Roosevelt «en una posición muy violenta».
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Moore explicaba: «Si se negaba a cumplir aquel requerimiento, se vería sujeto a considerables críticas. Por otra parte, si aceptaba, no sólo incurriría en el resentimiento del gobierno alemán, sino que podía verse envuelto en una discusión muy agria con ese gobierno que podía preguntarle con toda razón, por ejemplo, por qué los negros de su país no disfrutaban de pleno derecho a voto, por qué el linchamiento de negros en el estado del senador Tydings y otros estados no se evitaba o se castigaba severamente, y cómo es que en Estados Unidos no se luchaba contra el sentimiento antisemita, que desgraciadamente parecía ir en aumento».