* * *
Daba la medida del extraño y nuevo clima de Berlín que otra cena, totalmente inocua, resultase tener unas consecuencias profundamente letales. El anfitrión era un rico banquero llamado Wilhelm Regendanz,
[646]
[4]
amigo de los Dodd, aunque por suerte los Dodd no estaban invitados en aquella ocasión en particular. Regendanz celebró la cena una noche de mayo, en su lujosa villa de Dahlem, en la parte suroccidental del gran Berlín conocida por sus encantadoras casas y su proximidad al Grunewald.
Regendanz, que tenía siete hijos, era miembro de los Stahlhelm o Cascos de Acero, una organización de algunos oficiales del ejército con inclinaciones conservadoras. Le gustaba unir a hombres de diversas posiciones para comer, discutir y oír conferencias. A aquella cena en particular invitó a dos huéspedes prometedores, el embajador francés François-Poncet y el capitán Röhm. Los dos habían estado en la casa en ocasiones anteriores.
Röhm llegó acompañado por tres jóvenes oficiales de las SA, entre ellos un ayudante de pelo rubio y rizado apodado el «Conde Guapito», que era secretario de Röhm y, según sostenían los rumores, amante ocasional suyo. Hitler más tarde describiría aquella reunión como «cena secreta», aunque de hecho los huéspedes no hicieron intento alguno de disimular su presencia. Aparcaron los coches frente a la casa a plena vista, en la calle, con sus reveladoras placas de matrícula totalmente expuestas.
Los invitados eran variopintos. A François-Poncet le desagradaba el jefe de las SA, tal y como dejó bien claro en sus memorias,
Souvenirs d’une ambassade à Berlin
. «Habiendo albergado siempre la más ardiente repugnancia hacia Röhm», decía, «le evité en lo posible, a pesar del papel eminente que representó en el Tercer Reich». Pero Regendanz le había «rogado» a François-Poncet que asistiera.
Más tarde, en una carta a la Gestapo, Regendanz intentó explicar su insistencia en unir a aquellos dos hombres. El impulso de la cena se lo atribuyó a François-Poncet, que, según él aseguraba, había expresado su frustración al no poder verse con el propio Hitler, y había pedido a Regendanz que hablara con alguien cercano a Hitler para que le comunicase su deseo de celebrar una reunión con él. Regendanz sugería que Röhm podía resultar un intermediario valioso. En el momento de la cena, aseguraba Regendanz, no era consciente de la rivalidad entre Röhm y Hitler, «por el contrario», decía a la Gestapo, «se suponía que Röhm era el hombre que tenía la absoluta confianza del Führer y que era seguidor suyo. En otras palabras, se creía que uno informaba al Führer, cuando informaba a Röhm».
Para la cena, a los hombres se les unieron la señora Regendanz y un hijo, Alex, que estudiaba para ser abogado internacional. Después de comer, Röhm y el embajador francés se retiraron a la biblioteca de Regendanz para mantener una conversación informal. Röhm habló de temas militares y negó todo interés por la política, declarando que se veía a sí mismo sólo como soldado, como oficial. «El resultado de aquella conversación», decía Regendanz a la Gestapo, «fue nada, literalmente».
La velada llegó a su fin… afortunadamente, según la opinión de François-Poncet. «Encontré a Röhm soñoliento y pesado; sólo se despertó para quejarse de su salud y del reumatismo que esperaba curarse en Wiessee», una referencia a Bad Wiessee, donde Röhm planeaba pasar un tiempo junto al lago para hacer una cura. «Volviendo a casa», escribió François-Poncet, «maldije a nuestro anfitrión por el aburrimiento de aquella velada».
No se sabe cómo se enteró la Gestapo de la existencia de aquella cena y de quiénes eran los invitados, pero por aquel momento seguramente Röhm estaba bajo estrecha vigilancia. Las placas de matrícula de los coches aparcados ante la casa de Regendanz pudieron dar una pista a cualquier observador de las identidades de los hombres que estaban dentro.
La cena se hizo tristemente famosa. Más tarde, a mediados del verano, el embajador británico Phipps observaría en su diario que de las siete personas que se sentaron a cenar en la mansión de Regendanz aquella noche, cuatro fueron asesinados, uno huyó del país bajo amenazas de muerte y otro fue recluido en un campo de concentración.
Phipps afirmaba: «La lista de bajas de aquella cena podía causar envidia a un Borgia».
* * *
Y así fue:
El jueves 24 de mayo,
[647]
Dodd se dirigía a comer con un funcionario de alto rango del Ministerio de Exteriores, Hans Heinrich Dieckhoff, a quien Dodd describía como «el equivalente a un ayudante del secretario de Estado». Se reunieron en un pequeño y discreto restaurante en Unter den Linden, el amplio bulevar que corre hacia el este desde la puerta de Brandenburgo, y allí se enfrascaron en una conversación que Dodd encontró extraordinaria.
El principal motivo de Dodd para querer ver a Dieckhoff era expresarle su consternación por haber quedado como un ingenuo con el discurso que dio Goebbels comparando a los judíos con la sífilis, después de todo lo que él había hecho para acallar las protestas judías en Norteamérica. Le recordó a Dieckhoff que el Reich había anunciado su intención de clausurar la prisión de Columbia Haus y requerir órdenes para todos los arrestos, y había prometido que Alemania «iría bajando el ritmo de las atrocidades contra los judíos».
Dieckhoff se mostró comprensivo. Confesó que él también tenía mal visto a Goebbels, y le dijo a Dodd que esperaba que Hitler acabase derrocado pronto. Dodd escribió en su diario que Dieckhoff le dio «buenas pruebas de que los alemanes no soportarían mucho tiempo un sistema bajo el cual se les obligaba a hacer la instrucción interminablemente, medio muertos de hambre».
Tal sinceridad sorprendió a Dodd. Dieckhoff hablaba tan libremente como si estuvieran en Inglaterra o en Estados Unidos, observó Dodd, hasta el punto de expresar la esperanza de que continuasen las protestas judías en Estados Unidos. Sin ellas, dijo Dieckhoff, las oportunidades de derrocar a Hitler disminuirían.
Dodd sabía que incluso para un hombre del rango de Dieckhoff hablar así era peligroso. Escribió: «Sentí gran preocupación por un alto funcionario que arriesgaba así su vida criticando al régimen existente».
Después de salir del restaurante, los dos hombres se dirigieron caminando a lo largo de Unter den Linden hacia Wilhelmstrasse, la calle principal del gobierno. Se separaron, dijo Dodd, «con bastante tristeza».
Dodd volvió a su despacho, trabajó un par de horas, y luego fue a dar un largo paseo en torno al Tiergarten.
RETIRO DE UN ESCRITOR
Las crecientes pruebas de opresión social y política causaban cada vez más y más preocupaciones a Martha, a pesar de su entusiasmo por los resplandecientes y rubios jóvenes a quienes atraía Hitler a miles. Uno de los momentos más importantes de su educación
[648]
llegó en mayo cuando un amigo, Heinrich Maria Ledig-Rowohlt, habitual en el salón de Mildred y Arvid Harnack, las invitó a ella y a Mildred a acompañarle a visitar a uno de los pocos autores importantes que no se había unido a la gran huida de talentos artísticos de la Alemania nazi, un éxodo que incluía a Fritz Lang, Marlene Dietrich, Walter Gropius, Thomas y Heinrich Mann, Bertolt Brecht, Albert Einstein y el compositor Otto Klemperer, cuyo hijo, el actor Werner Klemperer, retrataría al amable y ofuscado comandante nazi de un campo de concentración en la serie de televisión
Los héroes de Hogan
. Ledig-Rowohlt era hijo ilegítimo del editor Ernst Rowohlt y trabajaba como editor en la empresa de su padre. El autor en cuestión era Rudolf Ditzen, conocido universalmente por su seudónimo, Hans Fallada.
[649]
Se suponía que la visita iba a tener lugar antes, aquel mismo año, pero Fallada la había pospuesto hasta mayo debido a su ansiedad por la publicación de su último libro,
Antiguo delincuente
. En aquel momento Fallada había conseguido una considerable fama mundial por su novela
Pequeño hombre… ¿y ahora qué
? sobre la lucha de una pareja durante la agitación económica y social de la República de Weimar. La ansiedad de Fallada por
Antiguo delincuente
se debía a que era la primera obra importante que publicaba desde que Hitler se había convertido en canciller. No estaba seguro de cuál era su posición a ojos de la Cámara de Cultura del Reich, de Goebbels, que se arrogaba el derecho de decidir lo que consideraba literatura aceptable. Intentando allanar el camino para su nuevo libro, Fallada incluía en su introducción una declaración que alababa a los nazis por conseguir que la espantosa situación que formaba el núcleo del libro no pudiera ocurrir ya. Incluso su editor, Rowohlt, pensaba que Fallada había ido demasiado lejos y le dijo que la introducción «parece, realmente, demasiado obsequiosa». Pero Fallada la mantuvo.
En los meses que siguieron a la ascensión de Hitler a la cancillería, los escritores alemanes que no eran nazis declarados se dividieron rápidamente en dos campos: los que creían que era inmoral seguir en Alemania y los que sentían que la mejor estrategia era resistir, alejarse lo más posible del mundo y esperar el colapso del régimen de Hitler. Este último enfoque se empezó a conocer como «inmigración interior»,
[650]
y era el camino que había elegido Fallada.
Martha le pidió a Boris que fuese también. El aceptó, a pesar de que su opinión previa de Mildred era que Martha debía evitarla.
* * *
Salieron la mañana del domingo 27 de mayo dispuestos a viajar tres horas hasta la granja de Fallada en Carwitz, en el país de los lagos, Mecklenburg, al norte de Berlín. Boris iba conduciendo su Ford, por supuesto, con la capota bajada. La mañana era fresca y agradable, las carreteras estaban casi vacías de tráfico. Una vez fuera de la ciudad, Boris aceleró. El Ford recorría a toda velocidad las carreteras campestres bordeadas de castaños y acacias, y el aire primaveral era fragante.
A mitad de camino del recorrido, el paisaje se fue oscureciendo. «Pequeñas y afiladas líneas de relámpagos iluminaban el cielo», recordaba Martha, «y la escena adquirió unos colores crudos y violentos, verde intenso y violeta eléctrico, lavanda y gris». Una lluvia súbita lanzaba goterones que explotaban contra el parabrisas, pero aun así, para el deleite de todos ellos, Boris mantenía la capota bajada. El coche iba corriendo a través de una nube de chubascos.
De pronto el cielo se aclaró, dejando un vapor rayado por el sol y un color repentino, como si corrieran a través de un cuadro. El aroma de la tierra recién humedecida perfumaba el aire.
Al acercarse a Carwitz entraron en un terreno lleno de colinas, praderas y brillantes lagos azules, enlazados por senderos arenosos. Las casas y graneros eran cajitas sencillas, con los tejados muy puntiagudos. Sólo estaban a tres horas de Berlín, pero aquel lugar parecía remoto y oculto.
Boris detuvo el Ford ante una antigua granja, junto a un lago. La casa se asentaba en una lengua de tierra llamada Bohnenwerder que sobresalía hacia el lago y que estaba salpicada de colinas.
Fallada salió de la casa seguido por un niño pequeño de unos cuatro años, y su rubia y pechugona esposa que llevaba en brazos a su segundo hijo, un bebé. Apareció también un perro dando saltos. Fallada era un hombre recio, con la cabeza cuadrada, la boca ancha y los pómulos tan redondos y duros que parecían pelotas de golf implantadas bajo la piel. Llevaba unas gafas con montura oscura y cristales redondos. El y su mujer acompañaron a los recién llegados a hacer un breve recorrido por la granja, que habían comprado con las ganancias de
Pequeño hombre
. A Martha le llamó mucho la atención lo contentos que parecían ambos.
Fue Mildred quien sacó el tema que estaba en el aire desde la llegada del grupo, aunque tuvo mucho cuidado de enmascararlo con muchos matices. Mientras ella y Fallada iban caminando hacia el lago, según un detallado relato que hizo uno de los biógrafos de Fallada, ella hablaba de su vida en Estados Unidos, y de lo mucho que disfrutaba al ir caminando por la orilla del lago Michigan.
Fallada dijo:
—Debe de ser difícil para usted vivir en un país extranjero, especialmente cuando le interesa la literatura y la lengua.
Cierto, respondió ella, «pero puede resultar igual de difícil vivir en el país propio, cuando nos interesa la literatura».
Fallada encendió un cigarrillo.
Hablando muy despacio, dijo:
—Yo nunca podría escribir en otra lengua, ni vivir en otro lugar que no fuese Alemania.
Mildred replicó:
—Quizá, herr Ditzen, sea menos importante dónde vive uno que cómo vive.
Fallada no dijo nada.
Al cabo de un momento, Mildred le preguntó:
—¿Se puede escribir lo que uno desea, en estos tiempos?
—Eso depende del punto de vista de cada uno —dijo. Había dificultades y exigencias, palabras que se debían evitar, pero al final, la lengua pervivía, dijo—. Sí, creo que se puede escribir aquí en estos tiempos, si uno observa las normas necesarias y cede un poco. No en las cosas importantes, por supuesto.
Mildred preguntó:
—¿Qué es importante y qué no lo es?
* * *
Comieron y tomaron café. Martha y Mildred fueron andando hasta la cima del Bohnenwerder para admirar la vista. Una suave neblina diluía los bordes y los colores y creaba una sensación conjunta de paz. Al volver abajo, sin embargo, el humor de Fallada se había vuelto tormentoso. El y Ledig-Rowohlt jugaron al ajedrez. Salió a la luz el tema del prólogo de Fallada a
Delincuente
, y Ledig-Rowohlt cuestionó su necesidad. Le dijo a Fallada que había sido tema de conversación durante el viaje a Carwitz. Al oír eso, Fallada se puso furioso. No le gustaba ser objeto de cotilleos y ser cuestionado cuando nadie tenía derecho a juzgarle, y mucho menos dos mujeres norteamericanas.
Cuando Martha y Mildred volvieron, la conversación continuó, y Mildred se unió a ella. Martha escuchaba con la mayor atención que podía, pero su alemán todavía no era tan experto como para captar todos los detalles y entenderlo todo. Sin embargo, podía asegurar que Mildred estaba «cuestionando delicadamente» la retirada del mundo de Fallada. Su disgusto al verse así retado era obvio.
Más tarde Fallada les hizo entrar en su casa: tenía siete habitaciones, luz eléctrica, un desván espacioso, y diversas estufas que la calentaban. Les enseñó su biblioteca, con muchas ediciones extranjeras de sus propios libros, y luego les llevó a la habitación en la que dormía su hijo pequeño. Martha escribió: «Desprendía intranquilidad e inhibición, aunque intentaba mostrarse orgulloso y feliz del bebé, del jardín que él mismo cuidaba, de su sencilla y pechugona esposa, de las muchas traducciones y ediciones de sus libros que se alineaban en los estantes. Pero era un hombre infeliz».