Por último, los gules detuvieron a su compañero. Extendiendo los brazos hacia arriba y palpando en las tinieblas, Carter se dio cuenta de que habían llegado a la losa de piedra. Levantarla del todo era imposible; los gules se limitarían a abrir una rendija suficiente para introducir la lápida a modo de palanca y permitir así que Carter saliera por la abertura. Los gules tenían pensado bajar nuevamente por la escalera y regresar por donde habían venido, ya que en la ciudad de los gugos les resultaba muy fácil pasar inadvertidos. Además, no sabrían orientarse por los caminos de la superficie para llegar a la espectral Sarkomand, ciudad donde se hallaba la entrada al abismo, custodiada por los leones.
Enorme fue el esfuerzo que hubieron de realizar los tres gules para levantar la losa. Carter les ayudó con todas sus fuerzas. Juzgaron que debían empujar en la parte de la losa que descansaba sobre la escalera, y allí aplicaron toda la fuerza de sus músculos innoblemente alimentados. Pocos segundos después se abrió una ligera rendija y Carter, a quien se había confiado esta misión, deslizó el canto de la vieja lápida por aquella abertura. A continuación siguió un forcejeo imponente, aunque sin resultados; como es natural, cada vez que fracasaban tenían que volver a empezar desde el principio.
De pronto, su desesperación se vio mil veces multiplicada por un ruido que oyeron al pie de la escalera. Este ruido no fue sino el choque sordo del cadáver del lívido y el golpeteo de sus pezuñas al caer rodando escaleras abajo. Pero la causa por la cual rodaba aquel cuerpo hacia abajo no resultaba nada tranquilizadora. Por tanto, conociendo las costumbres de los gugos, los gules redoblaron sus frenéticos esfuerzos, y en un plazo sorprendentemente breve consiguieron levantar la trampa de tal manera que Carter pudo introducir la lápida, dejando una abertura suficientemente holgada. Ayudaron entonces a Carter, haciéndole subir sobre sus hombros cartilaginosos y guiándole los pies cuando se agarró al borde del bendito suelo del Alto País de los Sueños. Un segundo más tarde habían salido los tres por la abertura, arrojando la lápida y cerrando la gran losa, mientras abajo se hacía audible un resuello jadeante. Debido a la maldición de los Grandes Dioses, ningún gugo osaría jamás salir por aquella trampa; por consiguiente, Carter se dejó caer confiadamente, con un suspiro de alivio y sosiego, entre los hongos grotescos del bosque encantado, mientras sus guías se acurrucaban en grupo, según es costumbre entre los gules.
Aunque era siniestro, en verdad, el bosque encantado por el que había viajado hacía ya tantísimo tiempo, ahora le parecía un paraíso y una delicia, después de haber recorrido los lúgubres abismos del mundo inferior. No había un solo ser vivo por los alrededores, ya que los zoogs sienten un gran temor por aquella entrada misteriosa, y Carter consultó inmediatamente con los gules acerca del itinerario que convenía seguir. Ellos no se atrevían ya a regresar por la torre; pero el viaje por el mundo vigil tampoco les convenció al enterarse de que, para subir a él, tenían que cruzar ante los sacerdotes Nasht y Kaman-Thah, en la caverna de fuego. Así que, por último, decidieron regresar por Sarkomand, pues allí existe una entrada al abismo, aunque de momento no supieran cómo llegar hasta esa ciudad. Carter recordaba que Sarkomand está situada en el valle que se abre al pie de la meseta de Leng y recordaba igualmente que en Dylath-Leen había visto a un viejo mercader siniestro y de ojos oblicuos que tenía fama de traficar con los pueblos de Leng, por lo que aconsejó a los gules que cruzaran los campos de Nyr hasta el Skai y que siguieran después el curso del río hasta su desembocadura, ya que en ella se alza Dylath-Leen. Decidieron hacerlo así sin demora ni pérdida de tiempo, porque la creciente oscuridad auguraba una noche entera de viaje. Carter estrechó las zarpas de aquellas bestias repulsivas, les dio las gracias por la ayuda que le habían prestado y les pidió que expresaran también su agradecimiento al gul que un día fuera Pickman. A pesar de todo, no pudo evitar un suspiro de alivio cuando los vio alejarse; porque un gul siempre es un gul, y en el mejor de los casos resulta un compañero poco grato para el hombre. Después de hacerse estas reflexiones, buscó Carter un manantial en el bosque, se limpió el fango y el moho que traía de las regiones inferiores, y después se vistió con las ropas que tan cuidadosamente había traído envueltas.
Era ya de noche en aquel bosque terrible de árboles monstruosos, pero la fosforescencia reinante permitía al peregrino caminar como si fuese de día, y Carter echó a andar por el conocido camino de Celephais, ciudad del país de Ooth-Nargai que se extiende tras los Montes Tanarios. Y mientras caminaba, pensaba en la cebra que hacía miles y miles de años había dejado atada a la rama de un árbol, en las estribaciones del Ngranek, en la lejana isla de Oriab, y se preguntaba si no le daría de comer algún recolector de lava y la soltaría después. Y se preguntaba igualmente si volvería algún día a Baharna para pagar la cebra que le habían matado la noche que pasó junto a las ruinas arcaicas que se alzan en las riberas del Yath, y si el viejo tabernero se acordaría de él. Tales eran los pensamientos que le venían a la cabeza mientras respiraba el reconfortante aire del Alto País de los Sueños.
De pronto se detuvo al oír un murmullo que salía de un enorme tronco hueco. Había evitado el gran círculo de piedras porque ahora no quería encontrarse con los zoogs; pero a juzgar por la algarabía de chirridos que salía de aquel árbol inmenso, debía estarse celebrando una importante asamblea. Al acercarse más advirtió que se trataba de una acalorada discusión, cuyo tema le atañía a él de manera excepcional, pues lo que se deliberaba era nada menos que la declaración de guerra a los gatos. El motivo era la desaparición de los zoogs que habían seguido a Carter hasta Ulthar, a quienes los gatos habían castigado por mostrar las aviesas intenciones que ya se vieron, y el asunto había suscitado violentos y prolongados debates, hasta que por fin los adiestrados zoogs habían decidido lanzarse contra toda la tribu felina en el plazo máximo de un mes. Su plan consistía en efectuar una serie de ataques por sorpresa encaminados a capturar los gatos solitarios o en grupos que estuvieran desprevenidos, sin dar a la gran masa de gatos de Ulthar el tiempo necesario para organizarse y contraatacar. Carter comprendió que, antes de proseguir su extraordinaria empresa, tenía que desbaratar el atrevido plan de los zoogs.
Así pues, Randolph Carter se deslizó sigilosamente hasta un ángulo del bosque y lanzó el maullido del gato a través de los campos vagamente iluminados por la luz de las estrellas. Y una enorme gataza salió de una cabaña próxima, tomó el relevo y lo transmitió, a través de las praderas, a los guerreros grandes y pequeños, negros, grises, atigrados, blancos, amarillos y cruzados; y el eco fue repetido junto al Nyr y más allá del Skai, hasta Ulthar, y los innumerables gatos de Ulthar respondieron a coro y se dispusieron en orden de marcha. Era una suerte que la luna no hubiera salido, porque así todos los gatos estaban en la Tierra. Veloces y silenciosos, abandonaron sus hogares y saltaron de los tejados y se desparramaron como un mar de lustroso pelaje por las llanuras, hasta el borde del bosque. Carter estaba allí para recibirles; y el espectáculo de estos gatos sanos y bien proporcionados le resultó un descanso para los ojos, después de ver las criaturas que había visto en los abismos y de caminar con ellas. Se alegró de volver a encontrar a su venerable amigo y salvador a la cabeza del destacamento de Ulthar, con el collar de su graduación en torno a su sedoso cuello, y los bigotes tiesos en gesto marcial. Y se alegró aún más cuando vio, como alférez de aquel mismo ejército, a un avispado jovenzuelo que no era otro que el mismísimo gatito de la taberna, a quien Carter había regalado con un riquísimo plato de leche una mañana ya lejana, en Ulthar. Ahora se había convertido en un gato robusto y de gran porvenir, y al estrecharle la mano a su amigo, se puso a ronronear. Su abuelo dijo que cumplía muy bien en el ejército y que tras otra campaña más podría aspirar al grado de capitán.
Carter les contó el peligro que corría la tribu gatuna, por lo que recibió agradecidos ronroneos de todos los presentes. De acuerdo con los generales, trazó un plan de acción inmediata que consistía en atacar sin más dilación la asamblea de los zoogs y sus plazas fuertes conocidas, anticipándose a sus ataques por sorpresa y obligarles a aceptar un armisticio antes de que pudieran movilizar su ejército invasor. Por tanto, sin perder un solo momento, el gran océano de gatos inundó el bosque encantado y se cerró en torno al árbol donde se celebraba la asamblea y al círculo de piedras. Los chirridos de los zoogs se elevaron hasta un grado enloquecedor cuando las enemigas bestezuelas se vieron sorprendidas por los recién llegados. Escasa resistencia hubo por parte de los furtivos y curiosos zoogs de oscuro pelaje, porque al instante comprendieron que les habían ganado por la mano; y sus propósitos de venganza se tornaron en deseos de salvación.
La mitad de los gatos se sentó en círculo alrededor de los zoogs capturados y dejaron un pasillo por el que los demás gatos fueron introduciendo a los zoogs que iban apresando en otras partes del bosque. Por fin se discutieron las condiciones de un armisticio. Carter actuó de intérprete y se decidió allí que los zoogs seguirían siendo independientes a condición de que pagaran a los gatos un gran tributo de guacos, codornices y faisanes cazados en las zonas menos fabulosas del bosque. Los vencedores tomaron como rehenes a unos cuantos zoogs de familias nobles, que serían custodiados en el Templo de los Gatos de Ulthar, y dejaron bien sentado que cualquier desaparición de gatos en los alrededores de los dominios de los zoogs tendrían desastrosas consecuencias para los propios zoogs. Una vez expuestas estas condiciones, los gatos rompieron filas y dejaron que los zoogs se marcharan uno a uno a sus respectivas casas, cosa que se apresuraron a hacer mirando de soslayo con gesto sombrío.
El viejo general ofreció entonces a Carter una escolta para atravesar el bosque hasta salir de él por donde deseara. Consideraba el gato —y no sin razón— que los zoogs abrigarían ahora un tremendo resentimiento contra Carter por haber hecho fracasar sus belicosos propósitos, y Carter acogió esta oferta con gratitud, no sólo por la seguridad que le proporcionaba, sino porque además le gustaba la grácil compañía de los gatos. Así pues, en medio del simpático y alegre regimiento, satisfecho por el feliz término de la empresa, Randolph Carter caminó dignamente a través de aquel bosque mágico y fosforescente de árboles descomunales. Mientras los demás se entregaban a fantásticas cabriolas o jugueteaban con las hojas caídas que el viento arrastraba entre los hongos de aquel suelo primordial, Carter iba hablando de Kadath con el general y el nieto. El viejo gato le dijo entonces que había oído hablar mucho de aquella desconocida ciudad de la inmensidad fría, pero que no sabía dónde se encontraba exactamente. En cuanto a la maravillosa ciudad del sol poniente, ni siquiera había oído hablar de ella, pero con mucho gusto comunicaría a Carter cualquier información que le llegara al respecto.
También le dio algunas contraseñas de gran valor entre los gatos del País de los Sueños, y le recomendó especialmente al viejo jefe de los gatos de Celephais, que era hacia donde él se dirigía. Aquel viejo gato, a quien Carter ya conocía de modo superficial, era un honrado maltés, y su influencia resultaría decisiva en transacciones de todo tipo. Ya amanecía cuando salieron del bosque por el lugar más conveniente, y Carter se despidió de sus amigos con cierto pesar. El joven alférez que Carter había conocido cuando era cachorrillo le habría acompañado de no habérselo prohibido su abuelo; pero este severo patriarca insistió en que el deber exigía la presencia de todo gato junto a su tribu y su ejército. Así que Carter emprendió solo el camino a través de los dorados campos que se extienden llenos de misterio junto al río bordeado de sauces, y los gatos regresaron al bosque.
El viajero conocía bien aquellas tierras paradisíacas que se extienden entre el bosque y el Mar Cerenario, y siguió alegremente el curso cantarino del Oukranos, que señalaba su ruta. El sol se elevó por encima de las suaves colinas cubiertas de prados y bosques, y encendió los colores de los millares de flores que tapizaban las cañadas y los oteros. En toda esta región flota una neblina mágica y la luz del sol parece durar un poco más que en otros lugares. También perdura allí la rumorosa música del verano que componen las abejas y los pájaros, de modo que los hombres cruzan por allí como por un paraje maravilloso y experimentan la mayor dicha y encanto que después les cabe recordar.
Hacia mediodía llegó Carter a Kiran, cuyas terrazas de jaspe descienden hasta el borde del río y conducen a un templo de encanto, a donde el rey de Ilek-Vad acude una vez al año con su palanquín de oro desde su lejano reino del mar crepuscular, a orar ante el dios del Oukranos, el que cantaba para él cuando el rey era joven y vivía en una cabaña, junto a la orilla del río. Este templo es todo de jaspe y cubre un acre de terreno con sus muros y sus patios, con sus siete torres rematadas en flecha y su capilla interior, adonde el río penetra a través de canales ocultos y el dios canta dulcemente por la noche. Muchas veces la luna oye extrañas melodías, mientras sus rayos bañan tales patios y terrazas y pináculos; pero nadie, excepto el propio rey de Ilek-Vad, podría decir si esa melodía es la canción del dios o el cántico de sus misteriosos sacerdotes, pues el rey es el único que ha entrado en el templo y ha visto a los sacerdotes. Ahora, en el sopor del mediodía, aquel templo esculpido y delicado permanecía en silencio; y mientras caminaba bajo un sol mágico, Carter sólo oía el rumor de la gran corriente y el murmullo de los pájaros y las abejas.
El peregrino caminó durante toda la tarde por las perfumadas praderas, al abrigo de las suaves colinas ribereñas cubiertas de pacíficas casitas de techumbre de paja y de santuarios erigidos a dioses amables, esculpidos en jaspe o en crisoberilo. A veces caminaba por el mismo borde del Oukranos, y silbaba a los peces vivarachos e iridiscentes de aquella corriente cristalina; otras veces, se detenía entre el susurro de los juncos a contemplar el gran bosque de la otra orilla, cuyos árboles descendían hasta el mismo borde del agua. En algunos sueños anteriores había visto salir de ese bosque a los buopoths, pesados y tímidos, que iban a beber en el río; pero ahora no se veía ninguno. Una de las veces se detuvo a mirar cómo un pez carnívoro atrapaba un pájaro pescador, al cual había atraído al agua con el señuelo de sus tentadoras escamas al sol. En el momento en que el alado cazador se lanzó a picarle, lo cogió por el pico con su boca enorme.