Por último, cuando la galera de bestias lunares se hubo puesto a salvo alejándose de allí, y los enemigos desembarcados se hubieron concentrado en un solo punto, Carter hizo saltar una fuerza considerable al morro oriental, a espaldas del enemigo. Gracias a esta maniobra, la lucha fue efectivamente breve. Atacados en dos frentes, las fétidas entidades, ya vacilantes, fueron inmediatamente despedazadas o precipitadas al mar. Por fin, hacia el atardecer, los jefes de los gules comprobaron que el islote había quedado otra vez limpio de enemigos. La galera adversaria, entretanto, había desaparecido. Decidieron que lo más prudente sería abandonar la roca maligna, antes de que los horrores lunares consiguieran reclutar una horda numerosa y se lanzaran sobre ellos de nuevo.
De este modo, pues, llegó la noche. Pickman y Carter reunieron a todos los gules y les pasaron revista cuidadosamente, descubriendo que habían perdido más de la cuarta parte de sus efectivos en la refriega del día. Colocaron a los heridos en las literas del barco, ya que a Pickman le repugnaba la costumbre que tenían los gules de rematar y comerse a sus propios heridos, y los individuos disponibles fueron asignados a los remos o a los puestos en que pudieran ser más útiles. Bajo la fosforescencia de las nubes nocturnas, la galera se hizo a la mar, y Carter sintió el gran alivio de abandonar aquel islote de abominables misterios donde descubriera aquel recinto abovedado que tenía un pozo sin fondo y una repugnante puerta bronce, que tanto había inquietado a su imaginación. El día sorprendió al barco frente a los ruinosos muelles basálticos de Sarkomand, donde, como centinelas, aguardaban todavía algunas descarnadas alimañas de la noche. En lo alto de las columnas truncadas y de las esfinges erosionadas de aquella espantosa ciudad que había vivido y muerto antes de aparecer el hombre sobre la tierra, las descarnadas alimañas velaban como negras gárgolas y fantásticas quimeras.
Los gules montaron su campamento entre las rocas derruidas de Sarkomand y despacharon a un mensajero con la misión de traer suficientes alimañas descarnadas para transportarles por los aires. Pickman y los demás jefes se mostraron efusivamente agradecidos por la ayuda que Carter les había prestado, y éste se dio cuenta de que sus planes iban efectivamente por buen camino, puesto que ahora podría pedir ayuda a sus repugnantes aliados no sólo para salir de la región del país de los Sueños en que se hallaban, sino también para emprender su última expedición en busca de los dioses que reinan sobre la desconocida Kadath y la maravillosa ciudad del sol poniente que tan extrañamente disipaban ellos de sus sueños. Por consiguiente, habló de estas cuestiones a los jefes de los gules y les dijo lo que sabía de la fría inmensidad donde se encuentra Kadath y de sus centinelas: tanto de los monstruosos shantaks como de las montañas esculpidas en forma de figuras bicéfalas. También les habló del miedo que los pájaros shantaks sienten por las descarnadas alimañas de la noche, y de cómo estos inmensos pájaros hipocéfalos salen chillando de sus negras madrigueras excavadas en lo alto de los picos desnudos y grises que separan el país de Inquanok de la odiosa meseta de Leng. Les habló asimismo de lo que había averiguado sobre las descarnadas alimañas de la noche en los frescos del monasterio del gran sacerdote indescriptible, y de cómo eran temidas incluso por los Grandes Dioses, y cómo su señor no era el caos reptante Nyarlathotep, sino el venerable e inmemorial Nodens, señor del Gran Abismo.
Carter contó todas estas cosas en el lenguaje de los gules allí reunidos, y luego les expuso a grandes rasgos la ayuda que tenía intención de solicitarles, no pareciéndole abusiva considerando los servicios que acababa de prestar últimamente a los perrunos y cartilaginosos carroñeros. Les pidió vivamente que le facilitaran los servicios de un número suficiente de alimañas descarnadas para sobrevolar el reino de los shantaks y las montañas esculpidas, y llevarle a la inmensidad fría, más allá de los últimos puntos alcanzados por los mortales más osados. Quería volar hasta el castillo de ónice que domina desde lo alto la desconocida Kadath de la inmensidad fría, y presentarse ante los Grandes Dioses para pedirles ese acceso a la ciudad del sol poniente que Ellos le denegaban. Estaba seguro de que las descarnadas alimañas de la noche podrían llevarles hasta allí sin dificultades, sobrevolando los peligros que acechan en la llanura y aquellas horribles figuras bicéfalas esculpidas en la montaña que hacen de eternos centinelas en la penumbra gris. Gracias a las descarnadas criaturas astadas y sin rostro, no correría peligro alguno, puesto que eran temidas incluso por los Grandes Dioses. Y aun cuando surgiera cualquier dificultad inesperada por parte de los Dioses Otros, los cuales acostumbran a inmiscuirse en los asuntos de los benignos dioses de la tierra, las descarnadas alimañas no tendrían por qué preocuparse, ya que los infiernos exteriores son totalmente inocuos para unos seres voladores, mudos y silenciosos como ellos, cuyo amo y señor no es Nyarlathotep sino el poderoso arcaico Nodens. Un bando de diez o quince alimañas descarnadas sería sin duda suficiente, según Carter, para disuadir a los shantaks de cualquier intervención. Acaso fuera también conveniente llevar consigo algunos gules para dirigirlas, ya que los gules las conocen mejor que los hombres. La expedición podía dejarle a él en el interior del recinto amurallado de aquella fabulosa ciudadela de ónice, y esperar después a que regresara por la noche o les diese alguna señal. Mientras tanto, iría él a orar ante los dioses de la tierra. Si alguno de los gules se decidiera a escoltarle hasta el salón del trono de los Grandes Dioses, él se lo agradecería infinitamente, ya que la presencia de los gules podría añadir más peso e importancia a su petición. Pero Carter no quería insistir en este detalle; únicamente pedía que le transportaran primero a la desconocida Kadath, y después a la última etapa de su destino, que sería la maravillosa ciudad del sol poniente, en el caso de que los Grandes Dioses accedieran a concederle su favor, o las Puertas del Sueño Profundo, en el bosque encantado, si sus súplicas resultaban vanas.
Mientras Carter hablaba, los gules todos escuchaban con gran interés, y a medida que pasaba el tiempo, el cielo se iba oscureciendo con las nubes de alimañas descarnadas que los mensajeros habían ido a buscar. Las aladas criaturas se posaron en semicírculo alrededor del ejérrcito de gules, y aguardaron respetuosamente mientras sus perrunos cabecillas estudiaban la petición del viajero terrestre. El gul que un día fuera Pickman habló gravemente con sus compañeros, y al final ofreció a Carter mucho más de lo que él esperaba. Ya que Carter había ayudado a los gules en su lucha contra las bestias lunares, ellos le ayudarían en su atrevido viaje a las regiones de donde nadie ha regresado jamás; y no le transportarían sólo unas cuantas alimañas descarnadas, sino todo el ejército allí congregado: los gules veteranos de guerra y las alimañas descarnadas recién llegadas de refresco. Sólo quedaría en los muelles de Sarkomand una pequeña guarnición para custodiar la negra galera y el botín capturado en la roca desgarrada. Emprenderían el vuelo en el momento que dijera Carter, y una vez llegados a Kadath, le escoltaría un numeroso séquito de gules mientras él exponía su petición a los dioses de la tierra, en su palacio de ónice.
Conmovido por una gratitud y satisfacción indescriptibles, Carter trazó los planes de este viaje audaz con los jefes de los gules. Decidieron que el ejército volaría muy alto por encima de la espantosa meseta de Leng, de su innominado monasterio y de sus perversos poblados de piedra. Se detendrían sólo en las inmensas cumbres grises para exigir información a los atemorizados shantaks, cuyas madrigueras convierten los picos más altos en verdaderas colmenas. Después, de acuerdo con la información obtenida de estos moradores de la altura, eligirían la ruta final y se acercarían a la desconocida Kadath a través del desierto de las montañas esculpidas, al norte de Inquanok, o bien se remontarían a regiones más septentrionales de la propia meseta de Leng. Perrunos unos y desalmadas otras, a los gules y a las alimañas descarnadas no les asusta lo que puedan descubrir en esos desiertos jamás hollados, ni tampoco experimentan pavor alguno ante la idea de la egregia y solitaria Kadath con su misterioso castillo de ónice.
Hacia mediodía, los gules y las descarnadas alimañas se dispusieron a emprender el vuelo; cada gul escogió la pareja de portadores que más le convenía. Carter fue colocado a la cabeza de la columna, junto a Pickman; y delante de todos, a modo de vanguardia, se constituyó una doble fila de descarnadas alimañas de la noche. A una voz de Pickman, el horrible ejército se alzó como una nube de pesadilla por encima de las rotas columnas y las esfinges ruinosas de la primordial Sarkomand, y se fue elevando más y más, hasta rebasar incluso la gran vertiente de basalto que se erguía tras la ciudad. Ante ellos fueron apareciendo los alrededores de la fría, estéril altiplanicie de Leng. Y aún más, se remontó la oscura hueste voladora, hasta que esta misma altiplanicie comenzó a empequeñecerse por debajo de ellos; y cuando tomaron rumbo hacia el norte y sobrevolaron la espantosa meseta que el viento barría, Carter vio de nuevo, con un escalofrío de horror, el círculo de toscos monolitos y el chato edificio sin ventanas que, como él sabía muy bien, cobijaba a aquella blasfemia enmascarada de seda, de cuyas garras había escapado tan milagrosamente. Esta vez no descendieron cuando el ejército cruzó como una bandada de murciélagos por encima del desolado paisaje, iluminado por el débil resplandor de las hogueras, ni se pararon a observar las morbosas contorsiones de los astados seres casi humanos que allí danzan y tañen sus instrumentos sin descanso. Una de las veces vieron un shantak que volaba bajo, planeando sobre la llanura; pero cuando éste los descubrió; soltó un chillido estremecedor y se alejó alocadamente hacia el norte, preso de un pánico indescriptible.
Al oscurecer, llegaron a los agrestes picos grises que forman la barrera de Inquanok y revolotearon en torno a esas cuevas que se abren junto a las cimas a las que tanto temen los shantaks. Ante los gritos insistentes de los jefes de los gules, brotó de cada madriguera una riada de negras alimañas astadas que luego se comunicaron con los gules y con sus monturas por medio de gestos repugnantes. Tras una breve deliberación, se llegó a la conclusión de que lo mejor sería dirigirse a la inmensidad fría por el norte de Inquanok, ya que el acceso por la meseta de Leng estaba plagado de trampas invisibles bastante desagradables aun para las descarnadas alimañas de la noche. Había, además, ciertos edificios semiesféricos construidos sobre unas lomas extrañas, sobre los cuales se concentran influencias del abismo que la tradición popular relaciona con los Dioses Otros y el caos reptante Nyarlathotep.
Las roqueras alimañas de la noche no sabían nada de Kadath, salvo que podía tratarse de cierta ciudad maravillosa e imponente que había más al norte, custodiada por shantaks y montañas esculpidas. Aludieron a ciertas anormalidades desproporcionadas que existían por aquellas regiones jamás holladas, y recordaron vagas alusiones sobre un reino donde la noche impera eternamente; pero no pudieron aportar ningún dato concreto. Así que Carter y sus compañeros les dieron las gracias y, cruzando los más elevados picos de Granito que se alzan en los cielos de Inquanok, descendieron después bajo las fosforescentes nubes de la noche para contemplar de lejos esas terribles gárgolas que habían sido montañas, hasta que una mano gigantesca y terrible esculpiera en ella la imagen del terror.
Sentadas sobre sus patas traseras, formaban un semicírculo infernal. Sus bases se hundían en la arena del desierto y sus mitras traspasaban las nubes luminosas. Eran siniestras sus formas de lobos bicéfalos y sus rostros airados, así como sus manos derechas levantadas en gesto amenazador. Hoscas y malignas, vigilaban los confines del mundo de los hombres y custodiaban las fronteras del frío mundo del norte en donde no existen los seres humanos. De sus entrañas espantosas surgieron los perversos shantaks, grandes como elefantes, pero huyeron lanzando chillidos enloquecedores cuando vislumbraron la vanguardia de alimañas descarnadas en el cielo brumoso. El alado ejército voló por encima de aquellas gárgolas grandes como montañas, y sobre leguas y leguas de tenebroso desierto donde jamás se había acotado un solo palmo de tierra. Las nubes se fueron haciendo cada vez menos luminosas, hasta que finalmente Carter se vio envuelto en tinieblas. No por ello vacilaron un momento sus portadores, criados en las más negras cavernas de la tierra y carentes de ojos, que se valían de toda la superficie de sus cuerpos resbaladizos y viscosos para orientarse. Y volaron más y más, y cruzaron vientos de extraños olores y ruidos de inquietante procedencia, siempre rodeados de la más espesa oscuridad, y recorrieron tan prodigiosas distancias que Carter se preguntó si no habrían dejado atrás el país de los Sueños terrestres.
De pronto, las nubes comenzaron a perder consistencia y aparecieron por arriba estrellas espectrales. Por abajo, todo seguía siendo oscuridad, pero los pálidos destellos del firmamento parecían palpitar con un significado que jamás tuvieron en otro lugar. No es que los rasgos trazados por las constelaciones fuesen diferentes, sino que aquellas mismas formas conocidas parecían revelar una significación que antes ocultaban. Todo convergía hacia el norte; cada curva, cada asterismo del tachonado firmamento formaba parte de un vasto trazado cuya función era orientar la mirada, y después, al observador entero, hacia un objetivo terrible y secreto situado más allá de la helada inmensidad que se extendía infinitamente ante ellos. Carter miró hacia el este, donde la gran barrera de picachos amurallaba las fronteras del país de Inquanok, y vio recortada en el firmamento su silueta mellada que ahora parecía más desgarrada aún con tremendas hendiduras y cumbres fantásticamente extravagantes. Carter estudió con atención los contornos y las curvas de aquel grotesco perfil, y sintió que éste, como las estrellas, le instaba a apresurarse hacia el norte.
Volaban a una velocidad prodigiosa, de suerte que Carter tenía que esforzarse sobremanera para captar algún detalle, cuando de pronto descubrió, justo por encima de la línea de picos y recortado contra las estrellas, un bulto oscuro que se desplazaba con una trayectoria paralela a la que llevaba su propia expedición. Los gules lo habían visto igualmente, y Carter los oyó murmurar entre ellos. Por un momento le pareció que se trataba de un shantak gigantesco, de un ejemplar de proporciones infinitamente mayores a las de su propia especie. Pero no tardó en comprobar que la forma que cruzaba por encima de las montañas no era ningún pájaro hipocéfalo. Su perfil recortado contra las estrellas, aun confuso, recordaba más bien a una inmensa cabeza mitrada, o a un par de cabezas unidas y enormes. Su rápido vuelo por el firmamento no parecía debido al impulso de unas alas. Carter no podía decir de qué lado de las montañas avanzaba, pero no tardó en darse cuenta, cada vez que la altitud de la cordillera descendía, de que la forma que había visto en un principio se prolongaba hacia abajo en un cuerpo que tapaba todas las estrellas.