Aún no había empezado a anochecer, cuando el oscuro barco atracó a un muelle de piedra, y todos los marineros y mercaderes bajaron y penetraron en la ciudad por el pórtico de elevado arco. Las calles de la ciudad estaban pavimentadas de ónice, y unas eran amplias y rectas, y otras tortuosas y estrechas. Las casas de junto al mar eran más bajas que el resto, y sobre los arcos de sus puertas singulares había ciertos signos de oro en honor, al parecer, de los dioses familiares que las favorecían. El capitán del barco llevó a Carter a una vieja taberna donde se contrataban marineros de países exóticos, y le prometió que al día siguiente le mostraría los encantos de la ciudad crepuscular, y le llevaría a la taberna que frecuentaban los mineros, en las proximidades de la muralla norte. Y cayó la noche, y se encendieron las lamparillas de bronce; y los marineros de aquella taberna entonaron canciones de remotos lugares. Pero cuando el tañido de la gran campana del más alto campanario vibró por toda la ciudad, y se elevó en misteriosa respuesta el son de los cuernos y las violas acompañado de cánticos y coros, los marineros callaron y se inclinaron en silencio, hasta que se hubo apagado el último eco. Esta es una de las rarezas y prodigios de la ciudad crepuscular de Inquanok, cuyos habitantes temen descuidar sus ritos por miedo a que se abatan sobre ellos una maldición y una venganza insospechadamente próximas.
En un rincón oscuro de aquella taberna vio Carter una silueta achaparrada que le impresionó desagradablemente; se trataba, sin lugar a dudas, de aquel mercader de ojos rasgados que había visto en las tabernas de Dylath-Leen del cual se decía que traficaba con los horribles poblados de piedra de Leng, jamás visitados por hombres de sano juicio, y cuyos fuegos malignos se ven en la noche de lejos. También se decía de aquel individuo que tenía tratos con ese gran sacerdote indescriptible que oculta su rostro bajo una máscara de seda y vive solitario en un prehistórico monasterio de piedra. Los ojos de este hombre habían mostrado un brillo especial de inteligencia la vez que oyera a Carter preguntar a los mercaderes de Dylath-Leen por la inmensidad fría y la ciudad de Kadath. Y en verdad, su presencia ahora en la oscura y encantada ciudad de Inquanok no tenía nada de tranquilizadora. Antes de que Carter pudiera dirigirle la palabra, desapareció furtivamente de la taberna; y los marineros le dijeron después que había venido en una caravana de yaks procedente de algún lugar no bien determinado, cargada de colosales y sabrosísimos huevos de los fabulosos pájaros shantaks para trocarlos por las finas copas de jade que otros mercaderes traían de Ilarnek.
A la mañana siguiente, el capitán llevó a Carter por las calles de ónice de Inquanok, oscuras bajo el cielo crepuscular. Las puertas taraceadas y las fachadas cubiertas de frescos y bajorrelieves, los balcones labrados y los miradores acristalados, resplandecían con un encanto misterioso y sombrío; y a cada paso se abrían ante ellos nuevas plazas adornadas de negros pilares, columnatas y estatuas de seres extraños, a la vez humanos y fabulosos. Casi todas las perspectivas, ya fueran de calles largas y rectas o de callejones laterales, y las cúpulas bulbosas, las agujas de campanario y los tejados cubiertos de arabescos, eran indeciblemente fantásticos y bellos. Pero nada resultaba tan fabuloso como la majestuosa mole central del gran Templo de los Dioses Arquetípicos: la inmensa torre de dieciséis caras, todas ellas esculpidas, con su cúpula aplastada y su elevadísimo campanario coronado por un capitel que descollaba por encima de todos los edificios. Y a oriente, muy lejos de los muros de la ciudad, más allá de los vastos pastizales, se elevaban los flancos grises de aquellos picos infranqueables tras los que, según se decía, estaba la espantosa meseta de Leng.
El capitán condujo a Carter a aquel templo imponente que rodea un jardín tapiado en una gran plaza circular de donde parten las calles como los rayos de una rueda. Las siete puertas del jardín, con sus elevados arcos coronados de rostros esculpidos como los de las puertas de la ciudad, están siempre abiertas; y las gentes pasean respetuosas por los senderos enlosados y por los caminos flanqueados de bustos extravagantes y de altares consagrados a las divinidades menores. Hay allí surtidores, estanques y fuentes de ónice donde se reflejan las llamas de los trípodes que con frecuencia se encienden en la elevada terraza; y en sus aguas se agitan unos pececillos luminosos traídos por los buzos de las regiones más profundas del océano. Cuando el grave tañido de la campana del templo hace estremecer el aire quieto del jardín y de la ciudad toda, y la respuesta de cuernos, violas y cánticos brota de los siete recintos que flanquean las puertas del jardín, salen de las siete puertas del templo las largas columnas de los sacerdotes encapuchados, envueltos en negros ropajes, portando en las manos grandes cuencos dorados de los que emana un vapor singular. Y las siete columnas discurren en fila de a uno, caminando todos con las piernas estiradas y sin doblar las rodillas, hasta los siete recintos, en donde desaparecen para no volver a salir. Se dice que unos pasadizos subterráneos comunican tales recintos con el templo, y que las largas filas de sacerdotes vuelven al templo por dicho camino; y corre el rumor también de que hay unas escaleras de ónice que descienden a unas profundidades cuyos misterios no se han revelado jamás. Y hay incluso quienes insinúan que esos sacerdotes encapuchados no son seres humanos.
Carter no entró en el templo; porque a nadie le está permitido hacerlo, excepto al rey Velado. Pero antes de salir del jardín sonó la campana, y oyó su tañido vibrante y ensordecedor, y el gemido de cuernos violas y cánticos que provenía de los recintos que estaban junto a las puertas. Y comenzaron a desfilar por las siete grandes avenidas, con su paso singular, las largas filas de sacerdotes portadores de cuernos; y provocaron en el viajero un malestar que ningún sacerdote humano habría podido causarle jamás. Cuando hubo desaparecido el último, el capitán y él se marcharon del jardín; y vieron al pasar una mancha que había quedado en el pavimento, de algo que había caído de los cuencos. Ni aun al capitán le gustó la mancha aquella, y apremió a Carter para que fuera sin más tardanza a visitar la colina donde se eleva el maravilloso palacio de múltiples cúpulas, en donde mora el rey Velado.
Las calles que conducen al palacio de ónice son todas empinadas y estrechas, excepto una ancha y sinuosa por la que el rey y sus acompañantes cabalgan sobre yaks. Carter y su guía subieron por un callejón escalonado, entre muros labrados que ostentaban extraños signos trazados en oro, y pasaron por debajo de balcones y miradores de donde salían a veces melodías y efluvios de exótica fragancia. Ante ellos seguían elevándose los muros titánicos, los imponentes contrafuertes, y las apiñadas y bulbosas cúpulas por las que es tan famoso el palacio del rey Velado; y finalmente cruzaron por debajo de un gran arco de color negro, y desembocaron en los jardines de recreo del monarca. En ellos se detuvo Carter maravillado de tanta belleza: las terrazas de ónice y los paseos bordeados de columnas, los alegres parterres y los delicados arbustos floridos, las enredaderas abrazadas a doradas celosías, las urnas de bronce y los trípodes de primorosos bajorrelieves, las fantásticas estatuas erguidas en pedestales de mármol veteado, las fuentes de fondos basálticos en cuyas aguas rebullían pececillos luminosos, los templetes diminutos llenos de iridiscentes pajarillos cantores, construidos en lo alto de columnas esculpidas, los maravillosos relieves de las grandes puertas de bronce, y las parras florecientes que trepaban por toda la superficie de los bruñidos muros, se unían para formar un escenario cuya belleza superaba cualquier realidad hasta el punto de parecer casi fabulosa aun en el propio país de los sueños. Todo resplandecía como una visión gloriosa bajo el crepuscular cielo gris; y frente a todo ello se alzaba la magnificencia del palacio con sus cúpulas y esculturas, y el perfil fantástico de los lejanos picos infranqueables a la derecha del fondo. Y los pajarillos y las fuentes cantaban eternamente, mientras el perfume de exóticas flores se extendía como un cendal por todo aquel jardín increíble. No había allí más seres humanos que ellos dos, y Carter se alegraba de que fuera así. Luego bajaron otra vez por el callejón de peldaños de ónice, porque a ningún visitante le está permitida la entrada al palacio, y no conviene demorarse contemplando la gran cúpula central; pues se dice que en ella se aloja el arcaico antecesor de todos los míticos pájaros shantaks, y éste puede enviar extraños sueños a los curiosos.
Después, el capitán llevó a Carter al barrio norte de la ciudad, próximo a la Puerta de las Caravanas, donde se hallan las tabernas que frecuentan los mercaderes de las caravanas de yaks, así como los mineros de las canteras de ónice. Y allí, en una taberna de techo bajo, entre trabajadores de canteras, se dieron la despedida: el capitán se fue a sus negocios, y Carter estaba impaciente por charlar con los mineros sobre aquellas misteriosas regiones del norte. La taberna estaba atestada de gente, y el viajero no esperó mucho tiempo para dirigirse a algunos de aquellos hombres. Se presentó diciendo que era un antiguo minero de las canteras de ónice y que deseaba conocer algunos detalles de las canteras de Inquanok. Pero la información que obtuvo no añadió gran cosa a lo que ya sabía, porque los mineros eran tímidos y evasivos en lo que se refiere al frío desierto del norte y a la cantera jamás visitada por seres humanos. Tenían miedo de los legendarios emisarios que venían de la parte de las montañas, donde se dice que está la meseta de Leng, y de las presencias malignas y los abominables centinelas que velan en el norte por entre las rocas. Y decían, no sin cierto temor, que los pájaros shantaks no son criaturas benéficas y normales, y que en definitiva, era una suerte que nadie hubiera visto jamás ningún ejemplar (ya que al legendario antecesor de los shantaks, al que habita en la cúpula real, se le alimenta en la oscuridad más completa).
Al día siguiente, Carter alquiló un yak, diciendo que deseaba reconocer las distintas minas y visitar las granjas dispersas y los lejanos pueblecitos de ónice del país de Inquanok, y llenó hasta arriba las enormes alforjas de cuero, dispuesto a emprender el viaje. Una vez franqueada la Puerta de las Caravanas, la carretera seguía recta entre campos cultivados y multitud de extrañas casitas de campo rematadas por cúpulas aplastadas. El explorador se detuvo en algunas de ellas a preguntar; y una de las veces dio con un anfitrión tan adusto y reservado, de una majestuosidad y unos rasgos tan asombrosamente parecidos a los del rostro del Ngranek, que en el mismo momento en que lo vio tuvo por cierto que había llegado ante la presencia de uno de los Grandes Dioses en persona; al menos, ante alguien por cuyas venas corrían nueve décimas partes de sangre divina, aunque viviera entre los hombres. Y al dirigirse a aquel adusto y reservado campesino, tuvo mucho cuidado en hablar bien de los dioses y en agradecer todos los favores que siempre le habían concedido.
Aquella noche acampó Carter en un prado contiguo a la carretera, bajo un árbol lygath, a cuyo tronco ató el yak, y por la mañana reanudó su peregrinaje hacia el norte. A eso de las diez de la mañana llegó al pueblo de Urg, de pequeñas cúpulas, donde suelen pararse a descansar los traficantes y los mineros de ónice, y se cuentan sus incidencias. Allí se detuvo también Carter, y dio una vuelta por las tabernas hasta el mediodía. En Urg es donde la gran ruta de las caravanas tuerce hacia el oeste en dirección a Selarn, pero Carter continuó hacia el norte por la ruta de las canteras. Durante toda la tarde estuvo viajando por aquella senda ascendente, algo más estrecha que la gran calzada, que atravesaba una región en la que ya se veían más rocas que campos cultivados. Y al anochecer, las lomas de la izquierda se habían convertido ya en negros peñascos de considerable elevación, y Carter comprendió que estaba muy cerca de la cuenca minera. Durante todo este tiempo, los desnudos flancos de los montes infranqueables se elevaron a su derecha, allá en la lejanía, y cuanto más se adentraba en aquellas regiones, peores cosas oía decir de aquellos montes, a los granjeros, a los traficantes y a los carreteros que conducían sus pesados carruajes cargados de ónice por los caminos.
La segunda noche acampó al abrigo de un enorme peñasco negro, atando su yak a una estaca clavada en el suelo. Observó la inmensa fosforescencia de las nubes en aquella región septentrional, y más de una vez le pareció ver recortarse contra ellas ciertas sombras oscuras. Y al tercer día llegó a la primera cantera de ónice, y saludó a los hombres que trabajaban allí con picos y cinceles. Y antes de que empezara a caer la tarde, había dejado atrás otras once canteras. El terreno aquí era muy accidentado, con infinidad de farallones y riscos de ónice, y en el suelo no había forma alguna de vegetación, sino sólo fragmentos enormes de rocas esparcidas por la tierra negra; y los infranqueables picos grises alzándose desnudos y siniestros a su derecha. La tercera noche la pasó en un campamento de canteros, cuyos fuegos vacilantes arrojaban fantásticos reflejos sobre los bruñidos peñascos del oeste. Y cantaron muchas canciones y relataron muchas historias, poniendo de manifiesto tan insospechados conocimientos sobre los tiempos antiguos y las costumbres de los dioses, que Carter quedó convencido de que ello se debía a los muchos recuerdos latentes que habían heredado de sus antepasados los Grandes Dioses. Le preguntaron adónde se dirigía, advirtiéndole que no debía adentrarse demasiado al norte, pero él contestó que estaba buscando nuevos yacimientos de ónice y que no se arriesgaría más de lo que es habitual entre los prospectores. Por la mañana se despidió de ellos y siguió su camino hacia el tenebroso norte, donde, según le dijeron, encontraría la temida y jamás visitada cantera de la que unas manos más antiguas que las del hombre habían arrancado bloques prodigiosos. Pero, cuando ya se volvía por última vez a decirles adiós, le pareció ver aproximarse al campamento la figura achaparrada del viejo y escurridizo mercader de ojos oblicuos, cuyo supuesto comercio con los seres de Leng era objeto de habladurías en la lejana Dylath-Leen. Y esto no le gustó nada.
Después de cruzar dos canteras más, terminó la zona habitada de Inquanok; el camino se estrechó convirtiéndose en un empinado sendero de yaks, flanqueado de peñascos siniestros y negros. Los picos distantes y austeros se alzaban a su derecha, y a medida que Carter se adentraba más y más en aquella región inexplorada, todo se le iba volviendo más oscuro y más frío. No tardó en comprobar que el negro sendero carecía de huellas y de pisadas de yak y que, en efecto, aquellos caminos desiertos y extraños databan de tiempos remotos. De cuando en cuando cruzaba graznando algún cuervo, o se oían fuertes aleteos tras alguna roca, lo que le hacía pensar con inquietud en las leyendas que corrían sobre los pájaros shantaks. Pero lo esencial era que él estaba solo con su lanuda montura y lo que le preocupaba era observar que su excelente yak se resistía cada vez más a avanzar, notándole más predispuesto por momentos a sobresaltarse al menor ruido.