En busca de la ciudad del sol poniente (17 page)

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Authors: H.P. Lovecraft

Tags: #Terror

BOOK: En busca de la ciudad del sol poniente
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Luego vino un profundo vacío en la cadena de montañas, donde los confines de la tramontana meseta de Leng se unían a la fría inmensidad por un gran desfiladero a través del cual brillaban pálidamente las estrellas. Carter prestó especial atención a este vacío, porque en él podría captar la silueta entera de aquella cosa inmensa que se desplazaba en un vuelo ondulante por encima de las cumbres. El objeto volador había avanzado algo, y todos los ojos de la expedición se quedaron fijos en la hendidura donde iba a aparecer entera la enorme silueta. Se acercó ésta poco a poco por encima de las cumbres, moderando su marcha como si se hubiera dado cuenta de que había dejado atrás al ejército de gules. Hubo otro minuto de suspenso, y luego, fugazmente, se reveló de lleno la esperada silueta. De los labios de los gules brotó un grito espantoso y enloquecedor que expresaba todo el terror cósmico. El viajero sintió en el alma un frío como no había sentido jamás. Aquella silueta colosal y bamboleante que descollaba por encima de la cordillera era sólo la cabeza —una doble cabeza mitrada— bajo la cual, con su terrible inmensidad, avanzaba a saltos por el desierto helado el cuerpo monstruoso al cual pertenecía. Grande como una montaña, el monstruo caminaba de manera furtiva y silenciosa. Su gigantesca figura era entre humana y de hiena, y al trotar, su par de cabezas tocadas con una mitra cónica se recortaba contra el cielo hasta media altura del cénit.

Carter no llegó a perder el conocimiento, ni dejó escapar ningún grito, porque era un soñador veterano. Pero miró hacia atrás y se estremeció de horror al ver que aún venían más cabezas monstruosas recortadas por encima de los picos, avanzando furtivamente detrás de la primera. Y justo detrás de ellos, descubrió que tres de las figuras talladas en la montaña, cuyos perfiles se dibujaban sobre las estrellas del sur, caminaban sigilosa y pesadamente, dando a sus mitras una oscilación de varios miles de pies al bambolear sus cabezas. Las montañas esculpidas, pues, no habían permanecido en el semicírculo del norte de Inquanok, inmóviles en su hierática postura, con sus manos derechas tendidas hacia arriba. Tenían una misión que cumplir y no la habían descuidado. Pero era horrible que no hablaran jamás, que jamás hicieran el menor ruido al caminar.

Entre tanto, el gul que fue Pickman dio una orden a las descarnadas alimañas de la noche, y el ejército entero se elevó aún más en los aires. La columna ascendió velozmente hacia las estrellas, hasta que desaparecieron de su vista todas aquellas sombras recortadas contra el cielo, tanto la inmóvil cordillera de granito gris como las mitradas montañas caminantes. Todo estaba oscuro abajo, mientras la voladora legión avanzaba hacia el norte entre vientos furiosos y risas invisibles que surgían del éter. Y ni un shantak ni otra clase de entidad menos deseable alzó el vuelo de las malignas inmensidades para perseguirles. Cuanto más avanzaban, más veloz se hacía el vuelo, hasta que su vertiginosa velocidad superó la de una bala de rifle, aproximándose a la de un planeta en su órbita. Carter se preguntaba cómo era posible que a esa velocidad tuvieran aún la tierra debajo de ellos, pero recordó que en el País de los Sueños, las dimensiones poseían extrañas propiedades. Estaba convencido de que se encontraban en una región de noche eterna, y se figuró que las constelaciones de la bóveda celeste habían acentuado sutilmente su orientación al norte, juntándose todas allá arriba como para arrojar al ejército volador al vacío del polo boreal, de la misma manera que se comprimen los pliegues de un saco para arrojar a su fondo hasta la última mota de su contenido.

Entonces observó aterrado que las alas de las alimañas descarnadas habían dejado de moverse. Las astadas criaturas sin rostro habían plegado sus apéndices membranosos y permanecían totalmente pasivas en el caos huracanado que giraba y reía mientras las arrastraba. Una fuerza extraterrestre había atrapado al ejército, y los gules y las descarnadas alimañas de la noche se hallaban a merced de un remolino irresistible que los sorbía hacia el norte, de donde jamás ha regresado mortal alguno. Finalmente vislumbraron una pálida luz solitaria en la raya del horizonte, la cual se fue elevando a medida que ellos se acercaban, y bajo ella vieron extenderse una masa negra que tapaba las estrellas. Carter entendió que debía de ser algún faro situado sobre una montaña, ya que sólo una montaña podía ser tan enorme como para verse desde tan prodigiosa altura.

La luz se fue elevando más y más, así como la negrura que parecía sostenerla, hasta que la mitad del firmamento septentrional quedó oscurecido por aquella masa cónica y rugosa. Aun cuando el ejército viajaba a una altura inconcebible, aquel faro pálido y siniestro se alzaba por encima de él, descollando monstruosamente sobre todas las cumbres y demás accidentes de la tierra, hasta alcanzar el éter inconsistente donde oscilan la luna misteriosa y los locos planetas. Aquella montaña que se alzaba frente a ellos no era ninguna de las conocidas por el hombre. Las altas nubes de allá abajo no formaban sino una orla en torno a sus estribaciones, y el aire irrespirable de las más altas capas de la atmósfera no era sino una franja para los flancos. Aquel puente entre la tierra y el cielo ascendía espectral y altivo, tenebroso en la noche eterna, y estaba coronado por una diadema de desconocidas estrellas cuyo espantoso y significativo trazado se iba haciendo cada vez más evidente. Los gules chillaron aterrados al descubrirlo, y Carter se estremeció ante la posibilidad de que todo el veloz ejército se estrellara contra el ónice impertérrito de aquella muralla ciclópea.

Y la luz siguió elevándose más y más, hasta confundirse con las esferas más altas del cénit, y parpadeó hacia ellos como en un gesto de espeluznante sarcasmo. Por debajo de la luz pálida, solitaria, inasequible, el norte ya no era más que una espesa negrura, una espantosa tiniebla petrificada que se alzaba desde infinitas profundidades a alturas ilimitadas. Carter examinó la luz más atentamente, y distinguió por fin las formas y las líneas de la masa negra que se recortaba sobre las estrellas del cielo. Eran unas torres que descollaban en lo alto de aquel monte gigantesco, unas horribles torres rematadas por cúpulas distribuidas en incalculables filas y agrupaciones, más fantásticas de lo que el hombre se crea capaz de imaginar. Murallas y terrazas maravillosas y amenazantes, pero negras y diminutas en la lejanía, se recortaban contra la estrellada diadema que resplandecía maligna en el borde superior de aquella monstruosa visión. Coronando aquel conjunto inconmensurable de montañas había, pues, un castillo que rebasaba toda humana fantasía, y en él brillaba una luz diabólica. Entonces fue cuando Randolph Carter comprendió que el viaje tocaba a su fin; porque lo que tenía ante sí era el objeto de todas sus prohibidas andanzas y audaces visiones: la fabulosa, la increíble mansión de los Grandes Dioses, erigida en lo más elevado de la Ignorada Kadath.

En el mismo momento en que se daba cuenta de esto, notó Carter un cambio en la trayectoria de su expedición, inexorablemente sorbida por el viento. Se estaban elevando bruscamente, y era evidente que el destino de esta loca travesía era el castillo de ónice donde brillaba la pálida luz. Tan cerca estaban de la gran montaña tenebrosa, que sus laderas desfilaban vertiginosamente junto a ellos mientras ascendían; y con la oscuridad no podían distinguir en ellas ninguno de sus detalles. Más y más crecían las inmensas torres negras de aquel castillo tenebroso, y Carter sintió que eran blasfemas por su misma inmensidad. Sus sillares podían muy bien haber sido tallados por los abominables canteros de aquel horrible abismo abierto en la roca del monte que viera en Inquanok, porque sus dimensiones eran tales que junto a ellos un hombre parecía encontrarse al pie de una de las más grandes fortalezas de la tierra. La diadema de desconocidas estrellas fulguraba con un resplandor lívido y enfermizo por encima de las torres infinitas de altísimas cúpulas, y esparcía una penumbra fantasmal alrededor de las sombrías murallas de bruñido ónice. Ahora se veía que la pálida luz que habían vislumbrado de lejos no era sino una ventana iluminada en la más alta de las torres; y mientras el desamparado ejército se aproximaba a la cúspide de la montaña, a Carter le pareció distinguir unas sombras inquietantes que se desplazaban lentamente por su interior. Tenía la ventana unos arcos muy singulares, y su trazado resultaba absolutamente desconocido en la Tierra.

La sólida roca dio paso entonces a los cimientos gigantescos del monstruoso castillo, y la velocidad del grupo pareció moderarse un poco. Aparecieron las enhiestas murallas y luego surgió un vasto pórtico a través del cual fueron absorbidos los viajeros. La oscuridad reinaba en el titánico patio de armas, pero luego se sumieron en una oscuridad más espesa aún al precipitarse la columna voladora en un portal de arcos inmensos. En la tenebrosa oscuridad de aquellos laberintos de ónice se formaron torbellinos de viento húmedo y frío, y Carter no llegó a saber jamás qué gigantescas escalinatas y corredores atravesaron en aquella loca carrera que no parecía terminar nunca. El impulso terrible los arrastraba invariablemente hacia arriba, y ni un ruido, ni un roce, ni un destello fugaz rasgó el espeso velo del misterio. El ejército de gules y descarnadas alimañas de la noche era innumerable, pero aun así se perdía en los prodigiosos espacios de aquel castillo supraterrestre. Y cuando finalmente se halló en el interior de la extraña habitación de la torre cuya altísima ventana iluminada había servido de faro, Carter tardó bastante tiempo en distinguir las lejanas paredes y el techo distante que sostenían, y en comprender que no se encontraba en un espacio abierto e ilimitado.

Randolph Carter había abrigado el propósito de penetrar en la sala del trono de los Grandes Dioses con todo aplomo y dignidad, escoltado por las impresionantes filas de gules en riguroso orden de ceremonia, y de presentar su petición como un gran señor, libre y poderoso entre los soñadores. Sabía que es posible tratar con los Grandes Dioses, pues éstos no superan en poderío a los mortales, y había confiado en que los Dioses Otros y Nyarlathotep, el caos reptante, no vendrían a ayudarles en el momento decisivo, como había sucedido tantas veces cuando los hombres trataron de llegar a la morada de los dioses terrestres o a sus montañas. Y gracias a su escolta horrenda había confiado en poder desafiar incluso a los Dioses Otros, si llegaba el caso, pues los gules no tienen dueño ni señor, y las descarnadas alimañas de la noche no obedecen a Nyarlathotep, sino sólo al arcaico Nodens. Pero ahora veía que la excelsa Kadath, en el centro de la inmensidad fría, estaba cercada por oscuras maravillas e innominados centinelas, y que los Dioses Otros vigilan atentamente a los benévolos y tolerantes dioses terrestres. Pese a carecer de poderío sobre gules y alimañas descarnadas, las desalmadas y amorfas blasfemias de los espacios exteriores pueden, sin embargo, imponerse a ellos cuando llega el momento. Por consiguiente, no fue con las prerrogativas de libre y poderoso señor de soñadores como Randolph Carter llegó al salón del trono de los Grandes Dioses con su séquito de gules. Arrastrado en caótica confusión por tempestuosos torbellinos cósmicos, y acosado por los horrores invisibles de la inmensidad boreal, el ejército entero flotó cautivo e impotente en la cárdena penumbra, hasta que se derrumbó en el suelo de ónice cuando, obedeciendo a una orden muda, los vientos del terror se disiparon.

Randolph Carter no llegó ante ningún dorado dosel ni vio allí círculo alguno de augustos seres nimbados de rasgados ojos, largas orejas, fina nariz y barbilla puntiaguda, cuyo parecido con el rostro esculpido de Ngranek pudiera señalarles como Aquellos a quienes debía dirigir sus plegarias. Aparte de aquella habitación solitaria de lo alto de la torre, el castillo de ónice que dominaba Kadath estaba totalmente a oscuras, y sus moradores no estaban allí. Carter había llegado a la desconocida Kadath de la inmensidad fría, pero no había encontrado a los dioses. Sin embargo, la desmayada luz brillaba en aquella habitación de la torre de dimensiones inmensas, cuyos muros y techo casi se perdían de vista en las brumas de la distancia. Era evidente que los dioses terrestres no estaban allí, pero de algún modo se percibían ciertas presencias menos visibles: allí donde están ausentes los dioses benignos de la Tierra, los Dioses Otros no dejan de tener representación. Y ciertamente el castillo de los castillos de ónice estaba muy lejos de hallarse deshabitado. Carter no podía ni figurarse qué formas atroces revestiría el terror a continuación. Presentía que su visita era esperada, y se preguntaba cuán cerca habría venido vigilándole el caos reptante Nyarlathotep. Porque es a Nyarlathotep, horror de infinitas formas y espíritu terrible, mensajero de los Dioses Otros, a quien sirven las fungosas bestias lunares. Y Carter recordó la negra galera que había desaparecido cuando las entidades lunares con cuerpo de sapo vieron perdida la batalla en la desgarrada roca que emerge del mar.

Reflexionando sobre estas cosas, sentía temblar sus piernas en medio de la horda de pesadilla que le acompañaba, y de pronto, sin previo aviso, resonó en aquella cámara ilimitada y oscura el espantoso bramido de una trompeta infernal. Por tres veces sonó aquella espeluznante llamada de bronce, y cuando enmudecieron los ecos de la tercera, Randolph Carter se dio cuenta de que estaba solo. No comprendía cómo, adónde o por qué razón habían desaparecido los gules y las descarnadas alimañas de la noche. Sólo sabía que de pronto se hallaba solo y que, fueran cuales fuesen los poderes que acechaban invisibles en torno suyo, no pertenecían al amistoso País de los Sueños de la Tierra. En este momento brotó un nuevo sonido de los últimos rincones de la estancia. Era también un ritmo de trompeta, pero de naturaleza completamente diversa a los roncos clarinazos que habían aniquilado a su excelente cohorte. Era ahora una suave melodía en la que resonaban todo el encanto y la maravilla de los sueños etéreos. Exóticos paisajes de inimaginable belleza brotaban de cada acorde singular y de cada cadencia delicada. Y el aroma de los inciensos se conjugaba con aquellas notas doradas. Y un gran resplandor difundió por el espacio en círculos concéntricos de colores desconocidos en el espectro luminoso de la Tierra, y se cambiaban según el ritmo de las trompetas componiendo fantásticas y armónicas sinfonías de luz. Unas antorchas brillaron a lo lejos, y un batir de tambores se fue acercando en medio de una atmósfera de tensa expectación.

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