En busca de Klingsor (5 page)

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Authors: Jorge Volpi

Tags: #Ciencia, Histórico, Intriga

BOOK: En busca de Klingsor
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Nunca nadie volvió a referirse al científico que aprobaba los proyectos científicos del Reich. Nadie volvió a hablar de Klingsor. Göring jamás lo mencionó y el propio Von Sievers, al ser interrogado nuevamente, rechazó haber pronunciado su nombre. Esta errática mención era lo único que Bacon tenía para trabajar.

El teniente cerró el expediente de un golpe.

HIPÓTESIS: DE LA FÍSICA CUÁNTICA AL ESPIONAJE

H
IPÓTESIS
1

Sobre la infancia y la juventud de Bacon.

El 10 de noviembre de 1919, el
New York Times
publicó en su primera plana la siguiente noticia:

LUCES CURVAS

EN LOS CIELOS.

Hombres de ciencia Más o Menos

Sorprendidos por los Resultados de las

Observaciones del Eclipse.

TRIUNFA LA TEORÍA DE EINSTEIN.

Las Estrellas No están Donde Parecía

O Donde se Calculaba que estaban,

pero Nadie debe Preocuparse.

UN ESCRITO PARA 12 SABIOS

Nadie más en todo el Mundo Puede

Comprenderlo, Dijo Einstein Cuando

sus Editores lo Aceptaron.

Albert Einstein tenía cuarenta años y, sin embargo, era la primera vez que su nombre aparecía en el diario neoyorquino. Habían transcurrido ya tres lustros desde la publicación de su primer artículo sobre la relatividad espacial, titulado «Sobre la termodinámica de los cuerpos en movimiento» (1905) —en el cual aparecía la famosa fórmula E=mc
2
—, y cuatro desde su última revisión sobre la relatividad general, pero era ahora cuando el público llano tenía noticia de su importancia. A partir de esta fecha, Einstein se convirtió en una especie de oráculo —un símbolo de los nuevos tiempos—, y cada una de las palabras que pronunciaba comenzó a ser reproducida por los periódicos de todo el mundo. Hacía apenas unos meses que se había firmado el Tratado de Versalles dando por terminada la Gran Guerra, y el mundo había empezado a ser distinto. A lo largo de todo el orbe se tenía la impresión de que se iniciaba una nueva época para la humanidad y Einstein aparecía como el profeta al cual acudir en busca de consejo. En una carta dirigida a su amigo Max Born —uno de los primeros intérpretes de la teoría de la relatividad—, él mismo se lamentaba con la discreta vanidad de que hacía gala: «Como el hombre del cuento de hadas que transformaba en oro todo lo que tocaba, en mi caso todo se convierte en escándalo periodístico».

Entre 1916 y 1917, Einstein había estado ideando una forma de comprobar la teoría de la relatividad general. Por desgracia, había pocas formas de verificar que estaba en lo cierto. Una de ellas era medir la curvatura que sufre la luz al acercarse a una masa lo suficientemente grande, y esto sólo podía hacerse durante un eclipse de sol. Por desgracia, Europa estaba en guerra y la comunicación de los científicos alemanes con el resto del mundo había sido interrumpida. Muy pocos físicos pudieron enterarse entonces de los propósitos de Einstein, el cual tuvo que esperar a que concluyesen los enfrentamientos para encontrar a alguien capaz de verificar sus suposiciones.

Desde antes de la guerra, Einstein había mantenido contacto con sir Arthur Eddington. Cuando pudo volver a escribirle, el célebre astrofísico inglés no tardó en entusiasmarse con la idea de comprobar experimentalmente la teoría de la relatividad. La fecha precisa para llevar a cabo la medición era el 29 de mayo de 1919, apenas unos meses después de la firma del armisticio, cuando podría admirarse, desde cualquier punto cercano al ecuador terrestre, un formidable eclipse de sol. A principios de ese año, Eddington al fin obtuvo un financiamiento de mil libras por parte del astrónomo real, Sir Frank Dyson, para emprender su viaje al ecuador.

Eddington preparó dos expediciones, una que se instalaría en la isla Príncipe, en la costa occidental de África —dirigida por él mismo—, y otra en Sobral, al norte del Brasil. Según sus cálculos, ambos puntos eran perfectos para llevar a cabo las mediciones sobre la desviación que sufre la luz estelar al acercarse a la luna. De acuerdo con Einstein, ésta debía de ser de 1.745 segundos de arco, el doble de lo previsto por la física tradicional. Con el apoyo de Dyson, Eddington partió rumbo a Príncipe en marzo.

El 29 de mayo, día del eclipse, Eddington se despertó desde la madrugada sólo para comprobar, decepcionado, que la isla estaba cubierta por una obstinada nubosidad que parecía dispuesta a arruinar sus planes. Después de tantos preparativos y esfuerzos, la propia naturaleza traicionaba a sus estudiosos. Cabía esperar el consuelo de que el equipo de Sobral obtuviese los resultados, pero ello no bastaba para mejorar el ánimo del astrónomo. Eddington no deseaba la gloria que podría depararle el experimento, sino el orgullo de haber sido el primero en comprender la nueva noción del mundo. Como si alguien quisiese burlarse de él, a los pocos minutos se inició, para colmo, una de las más agresivas tormentas que hubiese visto en su vida. Los truenos sonaban en los oídos de Eddington como secos golpes de artillería. Si las cosas seguían así, la única curvatura que presenciaría el astrónomo sería la de las palmeras sacudidas por el huracán. Los telescopios, las cámaras fotográficas y los demás instrumentos de medición permanecían al abrigo de los elementos, inútiles y fatuos frente a las explosiones del cielo.

A la una y media de la tarde, cuando Eddington estaba a punto de dejarse vencer por la apatía, ocurrió el milagro: las nubes comenzaron a alejarse impulsadas por un viento refrescante y sabio. Eddington apresuró a los miembros de su equipo: sólo faltaban ocho minutos para el inicio del eclipse. Todos creían que les había sido concedido contemplar la historia del universo resumida en unos cuantos segundos: el sol apareció, radiante y altanero, sólo para ser devorado casi de inmediato por las tinieblas de su contrincante lunar. En medio de ese crepúsculo inconcebible, las aves aturdidas emprendían el regreso a sus nidos mientras que los monos y los lagartos se disponían a un sueño anticipado. Un blanco silencio impregnaba mágicamente aquella noche transitoria. Con perfecta sincronía, las cámaras atraparon el momento.

Durante los tres días siguientes, Eddington se encerró en un improvisado cuarto oscuro a revelar los dieciséis fotogramas que había conseguido para luego efectuar los cálculos necesarios. Sólo cuando las primeras imágenes aparecieron entre los concentrados, como si fuesen espectros perdidos en las aguas, el astrónomo supo que había tenido éxito. Tras revisar una y otra vez las mediciones, Eddington salió de su refugio con el orgullo del obispo que corona a un nuevo monarca. El resultado era contundente a pesar de un pequeño margen de error: Einstein había triunfado. Todavía pasaron unas semanas para que esta victoria lograse recorrer el mundo. No fue sino hasta ese 10 de noviembre de 1919, cinco meses después del experimento, que el
New York Times
proclamó la noticia.

Esa misma mañana, a las 7:30 horas, en un pequeño hospital de Newark, Nueva Jersey, no lejos de Princeton, como si fuese el primer habitante de un nuevo universo, nació un niño que poco después sería bautizado con el nombre de Francis Percy Bacon, hijo de Charles Drexter Bacon, dueño de los almacenes Albany, y de su esposa, Rachel Richards, hija del banquero Raymond Richards, de New Canaan, Connecticut.

Fue una tarde de junio cuando su madre decidió enseñarle a contar. Lo acomodó en su regazo y con la misma voz indiferente con la cual narraba historias de ángeles y bestias le reveló el secreto de las matemáticas, susurrando cada cifra como si se tratase de una estación más en el vía crucis, o un salmo inserto en sus plegarias. Detrás de los cristales, la arboleda se estremecía con la primera tormenta del verano; su violento martilleo les recordaba la presencia de Dios y el tamaño de su misericordia. Ese día, Frank obtuvo un remedio contra las tempestades y aprendió, además, que los números son mejores que las personas. A diferencia de los seres humanos —pensaba en la repentina cólera de su padre o en la distante soberbia de su madre—, uno siempre puede confiar en ellos: no se alteran ni mudan su ánimo, no engañan ni traicionan, no te golpean por ser frágil.

Pasaron varios años antes de que descubriera, durante un ataque de fiebre, que la aritmética oculta sus propios trastornos y manías, y que no forma, como creyó en un principio, una comunidad tenue e inconmovible. Entre delirios —el médico había bañado su cuerpo desnudo con trozos de hielo—, el pequeño Frank observó por primera vez sus pasiones secretas. Al igual que los hombres que conocía hasta entonces, los números luchaban entre sí con una ferocidad que no admitía capitulaciones. Luego comprobó la variedad de sus conductas: se amaban entre paréntesis, fornicaban al multiplicarse, se aniquilaban en las sustracciones, construían palacios con los sólidos pitagóricos, danzaban de un extremo a otro de la vasta geometría euclidiana, inventaban utopías en el cálculo diferencial y se condenaban a muerte en el abismo de las raíces cuadradas. Su infierno era peor: no yacía debajo del cero, en los números negativos —odiosa simplificación infantil— sino en las paradojas, en las anomalías, en el penoso espectro de las probabilidades.

Desde entonces, las invenciones numéricas fueron su mayor consuelo; en ellas se encontraba, para él, la única existencia verdadera. Sólo quienes no estaban acostumbrados a escucharlas —como su padre y los doctores— podían creer que eran criaturas perversas y ambiciosas. No era cierto que le devoraban el cerebro, haciéndole imaginar al mundo como una torpe conjetura matemática. Tampoco era verdad que sólo obedeciese los dictados de la lógica, rebelde a las leyes de los hombres. Simplemente se resistía a abandonar el reino de la geometría para volver, resignado, a la sórdida rutina de su hogar.

La primera de las muchas veces que fue raptado por los demonios del álgebra, Frank tenía cinco años. Su madre lo encontró en el sótano, aterido por las heladas de noviembre, con la vista fija en las tuberías. De sus labios manaba una saliva correosa, espumante, y su cuerpo había adquirido la consistencia del cáñamo. Tras consultarlo con un neurólogo, el médico que lo atendía concluyó que el único remedio era la paciencia. «Es como si estuviese dormido», añadió, incapaz de explicar ese estado similar a la hipnosis o al autismo. Pasó un día y medio antes de que se cumpliera la predicción del facultativo. Tal como éste había afirmado, Frank comenzó a arrastrarse por la cama como una mariposa que sale de su capullo. La madre, que dormitaba a su lado desde el inicio de la enfermedad, lo abrazó convencida de que su amor lo había salvado de la muerte. Minutos más tarde, cuando al fin movió los labios con soltura, el pequeño la contradijo. «Sólo resolvía un problema», confesó para sorpresa de todos. Luego sonrió: «Y lo he conseguido».

Frank guardaba como un tesoro el recuerdo de la única vez que su padre le hizo un regalo. Debía tener entonces unos seis años. Era un domingo y, sin previo aviso, el viejo se levantó de su asiento y le entregó un estuche de piel negra lleno de polvo. Durante años había permanecido oculto en un rincón del armario, como una herencia secreta, la mayor enseñanza que le tenía preparada a su hijo. Ante los asombrados ojos del niño, Charles extrajo de su interior una amplia variedad de figurillas: dragones, samurais, bonzos y pagodas —que él insistía en llamar caballos, peones, alfiles y torres—, al igual que un hermoso tablero de ébano y marfil que se apresuró a extender sobre la mesa del salón.

A Frank le extrañó la repentina euforia de su padre y que de pronto estuviese dispuesto a compartir parte de su tiempo con él para mostrarle la forma de dar jaques, el modo de contar el trote de los caballos o la técnica para construir esas bizarras intrigas palaciegas conocidas como enroques. Al viejo Charles aquel juego le permitía rememorar su antigua fortaleza, como si aquellas inocuas batallas fuesen un pálido remedo de las que ya sólo dirigía con sus empleados del almacén.

—Muy bien, si ya has comprendido las reglas, ¿qué te parece sí echamos una partidita?

—Sí, señor —respondió Frank de inmediato.

Aunque se tratase de una mera distracción, Charles concentraba toda su energía en el juego: sustituía el campo del honor con ese mantel cuadriculado y dirigía órdenes marciales contra su hijo de seis años. Desde la apertura, meditaba cuidadosamente cada jugada, como si necesitase consultar los planos del terreno o debiese ponerse en contacto con el Estado Mayor que lo saludaba en su cuartel imaginario. A Frank le inquietaba verlo así y apenas lograba concentrarse en sus pinitos de estrategia. Las manos callosas del padre, plagadas de lunares y venas hinchadas, insistían en tomar las piezas con la fuerza necesaria para descorchar una botella. En cada movimiento, parecía que las geishas y los mandarines de pasta iban a estallar en pedazos. Sin misericordia, aquella tarde el padre consiguió siete victorias seguidas con ultrajantes mates al pastor. Su disciplina le impedía hacer trampa y dejarse ganar. Si su hijo quería convertirse en un hombre de verdad, debía aceptar esas derrotas con agradecimiento. Tenía que aprender a sobrevivir en el campo minado de la vida, salir de las trincheras y enfrentarse a diario con sus enemigos.

«Un error mío», musitó Charles la primera vez que perdió, encendiendo un habano para demostrar su espíritu deportivo, «aunque de cualquier modo no jugaste mal». Pero al día siguiente no esperó a que su hijo lo invitase al tablero. Al regresar de la escuela —entonces ya había cumplido los ocho años—, el chico lo encontró acomodando las piezas sobre el tablero, no sin antes limpiarlas con un paño como si le pasase revista a un escuadrón insubordinado. «¿Empezamos?». Frank aceptó; arrojó su mochila al suelo y se dispuso a encarar no ya una batalla, sino una guerra a muerte. Después de varias horas, el saldo final beneficiaba al más joven: ganó la primera, la tercera, la cuarta y la quinta partidas. El ofuscado padre, sólo la segunda y la sexta, aunque al menos se reservó el consuelo de ser el último en triunfar, aduciendo que era muy tarde y tenía mejores cosas que hacer.

Frank descubrió el significado de obtener una victoria pírrica en este rasgo autocomplaciente de su padre. La paulatina serie de descalabros que Charles comenzó a sufrir no hizo sino acrecentar la acidez de su temperamento y, a la larga, contribuyó a la depresión crónica que lo aquejaría meses más tarde. Al abatirlo, Frank observaba la mirada impotente del viejo y no podía dejar de regocijarse en esa mínima revancha. Pero el ánimo de su padre no estaba diseñado para soportar la vergüenza. Después de un año en el cual su porcentaje de pérdidas superaba con mucho al de sus aciertos, decidió no volver a enfrentarse a su hijo. Unos meses más tarde, Charles murió de un infarto. Frank nunca supo si aquel hombre, receloso y mezquino, en alguna ocasión se había sentido orgulloso de él.

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