En alas de la seducción (6 page)

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Authors: Gloria V. Casañas

Tags: #Romántico

BOOK: En alas de la seducción
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Su naturaleza animosa pudo más que cualquier prudente consideración.

Con decisión, se dispuso a camuflarse nuevamente mientras silbaba bajito. Qué bien le había venido aprender a silbar de niña. Sí el abuelo la escuchase...

A la media hora, envuelta en la mortecina luz del anochecer, una figura algo desastrada cruzó la vereda del hotel de Los Notros y se dirigió resuelta al Galpón de las Artes, de donde todavía provenía una cálida luz amarilla mantenida por varias lámparas de queroseno.

Capítulo IV

Amaneció despejado y frío, con la promesa de un día radiante. Una niebla suave descendía sobre las montañas en el oeste creando un efecto fantasmal que se disiparía pronto. El bosque de abetos que marcaba el final del pueblo flotaba suspendido entre el cielo, todavía gris, y la tierra.

Cordelia se detuvo un instante ante la puerta del hotelito para contemplar el mundo al cual iba a ingresar en unos momentos y para aspirar bocanadas de ese aire puro y frío antes de sumergir su rostro entre el gorro, el viejo pulóver y la bufanda que había agregado a su atuendo. Detrás de ella, los empleados del hotel la miraban furtivamente. Ya todos sabían hacia dónde se encaminaba, pues había sido inevitable la pregunta cortés ante semejante madrugón.

Las cinco de la mañana. Ya debería estar en marcha.

Ahuecó los hombros para encajar mejor adentro de su montaña de ropa, colocó sobre su espalda la mochila y levantó con dificultad los dos bolsos que constituían su equipaje. Había rechazado toda ayuda. Cuanto menos compañía tuviera, más segura estaría. Además, necesitaba pensar, ensayar respuestas y gestos, y no podía hacer nada de eso delante de testigos.

Enderezó su cuerpo, algo rígido por la carga que llevaba, y emprendió su larga caminata hacia la colina del guardaparque que, desde esa callecita del hotel, ni siquiera se veía.

* * *

A las nueve de la mañana, Newen estaba francamente molesto. Era evidente que se había equivocado. El huésped del hotel no era su ayudante. De otro modo ya estaría allí, haciéndose cargo de sus tareas. Medina le habría dejado en claro que él comenzaba sus rondas antes del amanecer, pues era habitual que los cazadores aprovechasen la noche para instalarse. Además, había que controlar otros aspectos, como que ningún improvisado explorador hubiese dejado hogueras a medio apagar, o basura en los claros del bosque. La ronda completa, sin inconvenientes añadidos, le ocupaba más de medio día. Ya llevaba cuatro horas perdidas. Y todo por confiar en un pálpito. ¿Cómo había sido tan estúpido?

Volcó el resto de su quinta taza de café en la tierra y pateó malhumorado un
tocón que
le servía de asiento y de percha durante los trabajos. El dolor en el pie no le mejoró el ánimo, pero lo hizo reaccionar. Emprendería sus tareas en ese mismo momento, sin importar cuánto demorase. No podía darse el lujo de desperdiciar un día entero.

Se volvió hacia la cabaña con la taza en la mano y el ceño fruncido. Una vez adentro, la enjuagó con el agua fría que sacaba diariamente de la bomba y la depositó en uno de los largos estantes que adornaban con dudoso gusto la pequeña cocina. Se trataba de tres tablones sin pintar, donde se acomodaban todos los objetos de uso diario: cacharros, botellas, toallas, panes de jabón y hasta las pilas del papel que se usaba para escribir los informes. Era un buen sistema para quitar de en medio todo lo que podía molestar, a la vez que un modo efectivo de encontrarlo siempre.

Mientras buscaba su equipo de rastreo, escuchó lejanamente los gruñidos de Dashe. El enorme perro lobo deambulaba a su antojo por todo el bosque, aunque esa mañana, desconcertado por el cambio de rutina de Newen, no había querido alejarse.

Newen levantó la cabeza con la rapidez del instinto. Algo había afuera, algo que Dashe no reconocía. El temor de que algún turista exaltado quedase expuesto a la furia del perro lo hizo salir disparado hacia el patio de tierra.

Se paró en seco.

Una figura desgarbada, larguirucha, se encontraba detenida a varios metros, casi en la cima de la colina. Rodeada de enormes bultos, no se distinguía si era niño o adulto. Además, parecía paralizado por la visión de Dashe. Éste gruñó de nuevo, el pelo del lomo erizado y la cabeza levemente inclinada hacia abajo, como dispuesto a saltar sobre una presa. Newen no hizo nada para tranquilizarlo... todavía, mientras no supiera quién había en medio de todos esos bultos. Permaneció erguido junto al animal, dos centinelas en perfecta sintonía. Ya habría tiempo de dar la voz de alto si Dashe se disponía a atacar.

* * *

Desde su punto de observación, Cordelia no podía creer lo que veía. ¿Quién era ese hombre salvaje que montaba guardia en la cabaña del guardaparque?

¿Y la bestia que lo acompañaba? ¿Le darían tiempo a explicar que ella venía a hablar con el ayudante de Parques?

Con el rabillo del ojo contempló el sendero por el que había subido. Trataba de calcular cuánto le llevaría descenderlo a toda prisa, corriendo si fuera necesario, y si sería capaz de lograrlo antes de que ese lobo hambriento le arrancase un bocado de su carne.

La fatiga y el susto le cortaban la respiración, volviéndola superficial y dolorosa. El frío teñía sus mejillas de rosa y el cuero cabelludo le picaba más que nunca. Quería rascarse, pero temía hacer cualquier movimiento que pudiera ser malinterpretado. A la distancia que se encontraba, no podía hacerse oír sin delatarse con su voz aguda, de modo que pensó rápidamente en algún gesto inocente.

Vino en su ayuda el graznido de un pajarraco en las alturas. Cordelia aprovechó la oportunidad para demostrar que su visita era de lo más pacífica y que nada había que temer de ella. Todavía cargada con sus bultos, echó la cabeza hacia atrás, dejando que el sol calentase su cara, mientras simulaba estar muy atenta observando un... ¿un qué, por Dios?

Un ave gigantesca, oscura, planeaba muy alto en círculos. Aunque volaba a gran altura, sus dimensiones se veían extraordinarias, así como las figuras que describía en el aire.

Lo que había comenzado como simulación terminó convirtiéndose en una admirada contemplación. Pero Cordelia no contaba con la aptitud necesaria para levantar el rostro hacia el cielo y, además, el peso de la mochila, sumado al de los bolsos que todavía sostenía en ambas manos, tiraron de ella hacia atrás, hacia la pendiente de la colina sobre la que se hallaba precariamente parada. De pronto se encontró tumbada de espaldas, con el hocico húmedo de un lobo gris sobre su cuerpo.

El aturdimiento del golpe y el terror al animal le impidieron tomar precauciones, de modo que su encantador rostro sonrosado quedó expuesto a la luz del sol cuando el hombre salvaje se aproximó, originando una sombra oscura sobre ella.

Cerró los ojos. Que no la viera, no todavía.

Tampoco quería verlo ella, en realidad. No sabía quién era ni qué hacía en el refugio del guardaparque. Mal comienzo para su aventura alocada.

Oyó un roce y un susurro. Cuando temía sentir el mordisco de aquella fiera, sintió en cambio una lengua áspera que hurgaba entre su bufanda y el gorro.

—¡Fuera! —escuchó.

Luego observó, entreabriendo los ojos, que el salvaje empujaba a la fiera lejos de ella con familiaridad, como si no esperase que el animal pudiera dañarla.

Resolvió retomar el plan donde lo había dejado.

Carraspeó hasta impostar la voz que deseaba y comenzó a incorporarse, a la vez que intentaba una presentación:

—Hola, perdón... ¿Quién es usted?

El miedo le impedía captar el verdadero sonido de su voz al preguntar.

Siguió un silencio que le pareció ensordecedor, tras el cual una voz profunda y gutural dijo algo que no entendió. Algo en un idioma desconocido para ella, que había sido criada en Europa y hablaba fluidamente el inglés, el francés y el castellano, además de entender bastante bien el italiano.

¿Con quién tenía que vérselas?

* * *

Newen estaba estupefacto. Sus temores se confirmaban. Aquel muchachito enclenque, afeminado, era su ayudante. Por un momento, cuando lo vio contemplar embelesado al cóndor, pensó que podía ser un acampante que había trepado a la colina como ejercicio o para la observación. Ahora que veía su equipaje, entendía que su pálpito había sido certero: acababa de llegar su inútil ayudante, casi cinco horas más tarde de lo adecuado y cargado de cosas inservibles.

Sintió una fría cólera correr por sus venas. ¿Sería esto una broma de Medina?

¿Una venganza por algo que él había hecho? Sabía que no era un personaje popular en Los Notros, pero tampoco recordaba agravios personales.

Con Medina la relación era cordial y distante. Nada especial. Nada que justificase la intención de perjudicarlo con un ayudante que, en lugar de aliviarle las tareas, se las complicaría de manera increíble.

—Levántese.

Ahora sonó en perfecto castellano.

Cordelia dio un respingo y de inmediato recuperó su papel, incorporándose con torpeza. No tuvo que fingir mucho, porque la ropa holgada y los bultos le dificultaban de verdad los movimientos.

Ya de pie, se entretuvo en acomodarse y sacudirse los hierbajos que se le habían pegado, para darse tiempo a componer su expresión hosca de muchacho.

Aquel hombre no parecía muy impresionado.

—Usted es...

—Newen Cayuki.

Cordelia tragó saliva para asimilar eso. ¡Ese era el guardaparque! ¡Un verdadero indio de las pampas!

Nadie le había dicho qué clase de hombre era aquel al que debía engatusar con la comedia que habían planeado. Cuando su hermano completó la solicitud para el puesto, los datos hacían referencia a un tal Hugo Medina, un hombre que se había trasladado desde la ciudad a la zona de los lagos del sur argentino hacía ya veinte años. Cordelia y Emilio imaginaron entonces una figura campechana, amable y benefactora, un hombre dispuesto a aconsejar paternalmente a su novel ayudante sobre cómo desenvolverse en su trabajo.

"Una especie de Papá Noel", pensó con amargura Cordelia al recordar sus expectativas.

El hombre que se alzaba ante ella con mirada de águila parecía un ave de presa midiendo la distancia y el ángulo para caer en picada sobre su víctima.

Sobreponiéndose, extendió hacia él su mano enguantada. Llevaba a propósito unos guantes de cuero dos números más grandes, para disimular la delicadeza de sus manos. Esperaba que él no las apretase demasiado.

Newen no hizo eso. Permaneció imperturbable, escrutándola sin compasión.

Algo cohibida, Cordelia bajó la mano, sólo para sentir la tibieza de una cabeza que se frotaba contra ella. Miró hacia abajo y vio al enorme lobo gris arrimado a su costado, olisqueando su guante con la misma actitud juguetona de un perrito faldero. El salvaje también lo vio y pareció disgustarse con aquello.

—¿Quién lo envía?

El uso del masculino devolvió la presencia a Cordelia. ¡Lo había engañado!

—El señor Medina, de la oficina de Parques.

Debía recordar que convenía hablar poco, mostrarse como un joven lacónico, incluso poco amigable, un carácter que justificase los silencios y la distancia en el trato.

—¿Cómo se llama?

—Emilio... Emilio Ducroix.

Al oír la correcta pronunciación francesa, Newen quedó petrificado. ¿A quién le mandaba Medina? No había oído un apellido así en toda su vida, ni tampoco un modo de hablar como ése. El muchacho estaba ronco, sin duda, y su lengua parecía rodar entre los dientes. Newen se sentía incapaz de reproducir el nombre que había pronunciado. Ceñudo, decidió que dejaría el asunto de las presentaciones para otro momento. Nombrar a Medina era suficiente, por ahora.

Ubicaría al maldito muchacho en su cabaña y luego vería qué hacía con él. No convenía que se quejara de inmediato al comisario de Parques, no tenía argumentos. Tendría que ponerlo a prueba para encontrar algunos. Ya se ocuparía él de ofrecerle suficientes pruebas que demostraran su ineptitud para el trabajo. Sólo con verlo se sabía eso.

No se imaginaba qué le habría pasado por la cabeza a Medina cuando le envió un mocito como ése, extranjero y afeminado.

Lo más curioso era que Dashe lo había aceptado. Así, sin más, desde que lo husmeó en el suelo después de su ridícula caída. Él había corrido hacia el muchacho, temiendo que el perro lobo lo atacase, cuando en realidad Dashe lo estaba reconociendo como si fuese alguien que volvía a ver después de mucho tiempo. Incluso parecía contento de tenerlo allí. Se frotaba contra el jovencito del mismo modo que lo hacía con él. "Más aún", pensó furioso. Se sentía traicionado por Dashe y también por Medina.

Cordelia caminó detrás de aquel ogro insensible arrastrando sus bártulos y maldiciéndolo para sus adentros. El hombre no gastaba muchas cortesías, por lo visto. Ni siquiera había estrechado su mano aunque, pensándolo bien, aquello había sido una ventaja. No podía correr riesgos.

Tal vez era un buen augurio que el guardaparque fuera un grosero insufrible, eso le facilitaría no tener que acercarse demasiado en los pocos días que necesitara su hermano para recuperar la salud y reemplazarla. Qué sucedería entonces, cuando la farsa quedase al descubierto, era algo que no convenía pensar en ese momento. Bastante preocupación tendría en las próximas horas para atormentarse con situaciones futuras.

El perro lobo trotaba junto a Cordelia con la misma actitud retozona que había sorprendido a la muchacha y disgustado al hombre. Cuando creyó que ya no soportaría más el peso de todo su equipaje y temió ponerse en evidencia, el guardaparque se detuvo abruptamente frente a una especie de choza. Cordelia contempló demudada la pobre construcción que aquel sujeto poco civilizado le mostraba con un ademán.

El lugar parecía recién desmalezado, pues la tierra estaba desnuda, sin una brizna de verde, salvo un arco de arbustos espinosos que rodeaban la pared de atrás a manera de respaldo, y parecían colocados allí para evitar que aquella tapera rodase precipicio abajo. El techo, de cañas entreveradas y atadas con una soga reforzada con alambres, caía hacia un lado, creando un efecto asimétrico que resultaba simpático, como si se tratase de una casita de seres del bosque. Ahí se acababa la gracia: nada de cortinitas floreadas en las ventanas, ni macetones en la entrada para alegrar la vista con flores de estación. Ni siquiera un escalón que separase la tierra de afuera de la tierra de adentro, ya que la puerta de troncos, abierta, dejaba expuesto el piso del interior, hecho de tierra amasada. No había tapetes, ni vidrios en el hueco de la pared del costado, ni revestimientos, ni mueble alguno.

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