En alas de la seducción (2 page)

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Authors: Gloria V. Casañas

Tags: #Romántico

BOOK: En alas de la seducción
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El vértigo lo traspasó como un latigazo y con desesperación sacudió a la joven por los hombros para cerciorarse de que estaba viva. Quiso llorar de gratitud cuando Isabel abrió los ojos enturbiados por el golpe, pero no alcanzó a evitar que retrocediera espantada, arrastrándose entre los pastos húmedos, dispuesta a huir de él como de un monstruo.

—Señorita, está herida —le dijo, en un intento vano de apaciguarla.

Esas palabras precipitaron la reacción de la muchacha, que se puso de pie tambaleante y corrió a ciegas hacia su yegua. Montó como pudo, medio de costado, y el animal, asustado por la maniobra, salió disparado rumbo al barranco.

—¡Espere! —gritó él, y el eco de su grito se perdió en el monte.

Escuchó los cascos apagarse en la oscuridad y, sin detenerse a pensar en nada, montó a su vez y taloneó enloquecido al zaino para alcanzarla a tiempo.

Al llegar a donde el monte se cortaba en dos por el barranco, se detuvo en seco. "La Elisa" se encontraba justo en el límite, cojeando de la mano izquierda y lanzando pequeñas coces que levantaban terrones de tierra colorada.

El barranco.

El horror demudó su rostro oscuro al comprobar que la yegua había perdido su silla y no se veía a Isabel por ningún lado. El mozo desmontó con lentitud y se acercó al borde. La luna traidora señaló con un tajo de luz el lugar donde la pequeña figura se dibujaba, en el fondo de la hondonada.

La noche lo envolvió silenciosa, en un capullo de miedo que lo aisló de todo. No escuchaba el aleteo de las aves nocturnas ni veía dónde ponía los pies. Estaba caminando en círculos. El pecho aún le latía con fuerza, aunque el temor había ocupado el lugar del odio y un pensamiento constante batía el mismo estribillo en su cabeza: "huir... huir..."

¿Adónde?

Se miró las manos. No había señales en ellas y sin embargo deberían estar ahí, marcándolo. El hombre cayó de rodillas y escondió la cabeza entre esas manos culpables. Durante unos minutos, formó parte del leve palpitar de la noche, meciéndose como si el aire fresco pasara entre los matorrales.

Huir... huir... El repiqueteo de esa idea le taladraba las sienes y una fuerza desconocida lo enraizaba a la tierra. ¿Por qué no huía de una buena vez? No pasaría mucho tiempo antes de que extrañaran la presencia de la joven señorita y él sería el primero al que preguntarían. Vendrían voces perentorias, miradas acusadoras que leerían en su cara las huellas del crimen.

Siempre se dejan huellas.

Se levantó, sumido en una especie de trance, y desandó el camino hacia el sitio donde se había desgraciado. Los pasos lo llevaban a través de pajonales y senderos estrechos, mientras su mente se alejaba, vagando sin rumbo hacia un lugar tranquilo donde nadie supiera, donde pudiese empezar de nuevo.

Nueva identidad. Una vida sin pasado.

No podía dejarla allí, no podía. El no era un criminal, sólo un estúpido enamorado. ¿Cómo explicarlo? ¿Quién lo escucharía? Por su imaginación desfilaron escenas de espanto, en las que hombres de uniforme lo sacaban a empujones de la barraca, mujeres llorosas le gritaban improperios, un padre vengativo le tajeaba la cara y, sin embargo, las huellas no se borraban. Aunque recorriese el mundo entero bajo un nombre falso, aunque se inmolara arrojándose al barranco, nada cambiaría.

Irguió el pecho y tomó una decisión. Buscaría el cuerpo de la muchacha y se entregaría, ofreciendo su alma y su vida al carcelero. Sería como morir, lo sabía, pues la gente de su linaje no soportaba el encierro bajo ninguna forma, ya lo había demostrado la historia. Sin embargo, no tenía elección: una vida por otra, ésa era la ley.

Un batir de cascos lo retuvo en la espesura, aguardando como un tigre al acecho. Su aguzado oído le dijo que eran más de dos cabalgaduras. Quienquiera que galopase de ese modo en la noche, estaba detrás de algo, o bien huyendo. La prudencia le aconsejó permanecer escondido hasta que el retumbar se volvió lejano. Luego se incorporó, sintiéndose miserable, y caminó sin hollar siquiera la hojarasca hasta donde debía estar "la Elisa" pastando, pobre animal. Debería curarle la pata, aunque ya no importaba, dada la magnitud del desastre que se avecinaba.

Bajó por la pared de rocas casi rebotando, sujetándose en los matojos que crecían entreverados, resbalando con sus zapatillas de esparto y arañándose la cara y las manos con los espinos. No sentía nada.

De pronto se detuvo, desconcertado. Paseó la mirada a su alrededor, intentando recordar. Era allí, estaba seguro. El mismo rumor del arroyo cercano, la hierba crecida. ¿Cómo...?

Con pavor, recorrió el sitio a grandes zancadas, escudriñando las sombras. No vio más que una nube de luciérnagas y la figura del atajacaminos en medio del sendero.

El ruido de los cascos reverberó en sus oídos como si se repitiese.

¡La habían encontrado antes que él!

Ni siquiera el honor de reconocerse culpable le quedaba. Respiró hondo, intentando calmar la alocada sucesión de imágenes que desfilaban por su mente. Lo encerrarían, lo condenarían, ya no podría asumir su destino con la dignidad del que se sabe merecedor de un castigo porque lo atraparían como a una liebre, le robarían lo único que poseía la gente como él: el buen nombre.

Un grito agorero zumbó a su lado: el caburé. El sonido lo sacó del trance en que se hallaba y levantó la vista hacia las estrellas: la Cruz del Sur, nítida y hermosa, se desplegaba ante sus ojos como una flecha en un arco tensado por la mano del destino. La visión titilaba, apuntando hacia la tierra de sus ancestros.

Acostumbrado a interpretar las señales que se le cruzaban por delante, el hombre sintió en los huesos el mandato.

Capítulo I

Pueblo de Los Notros, sur argentino, marzo de 1995.

Oscurecía. El final del verano creaba sombras nuevas en el valle. Ñires y lengas anunciaban el oro rojo que teñiría sus hojas durante el otoño.

En la cima de la colina, el hombre que hachaba leña se detuvo a contemplar el espectáculo. Su figura imponente, oscura, se delineaba contra el arco azul formado por los cerros en el poniente.

Inmóvil, respirando el aire diáfano de la cordillera, el rostro vuelto hacia el sol, parecía un extraño tótem enclavado entre las montañas y el bosque, un Dios de piedra custodiando el valle.

El otoño era la época más hermosa en la montaña, cuando alternaban el verde profundo con el rojo y el dorado, cuando el río serpenteante perdía su ímpetu y retozaba entre los maitenes amarillos como si fuera inofensivo. Aquí y allá, algunos arbustos ofrecían todavía sus flores intensamente rojas. Los notros. Su abundancia en aquel rincón de la Patagonia había dado nombre al pueblo.

Newen no frecuentaba el pueblo. Prefería su vida solitaria y resguardada en la cabaña del monte. Como ayudante nativo de la oficina de Parques Nacionales, no podía evitar bajar a la civilización de vez en cuando para presentar sus informes o comprar provisiones. Él mismo se procuraba la mayor parte de ellas, pues conocía a fondo lo que ofrecía la naturaleza en el majestuoso escenario del bosque andino. Sabía, por ejemplo, que además de adornar el valle con sus manchones rojos, los notros tenían virtudes curativas. Había usado sus hojas en llagas y heridas y hasta para aliviar el dolor de muelas.

A pesar de haber vivido muy lejos de aquella tierra en otros tiempos, llevaba en sus venas la sangre puelche-guénaken y sabía que sus ancestros habían dejado allí sus huesos, en la comarca del Nahuel-Huapi y el Neuquén.

Puelche: "gente del Este", como los habían bautizado los indios del otro lado de la cordillera de los Andes.

Gente del Este: altos, delgados y ligeros. Rostro ancho y serio, de pómulos marcados y ojos como obsidiana. Cabello liso y negro y boca gruesa de dientes magníficos. Ésa era toda su herencia. Ni el río ni el bosque le pertenecían ya, como tampoco habían pertenecido a su abuela ni a los abuelos de ella.

La tierra se había perdido hacía mucho a manos de otros indios y de los blancos.

Pero Newen tenía la suerte de poder vivir allí, de haber conseguido el puesto de ayudante de guardaparque, lo que, en cierto modo, lo había salvado de la humillación de emigrar. La tierra no era suya, pero vivía de ella y en ella, y la disfrutaba como si fuera su dueño.

Aquel atardecer era sólo para él y lo gozaba con los ojos y la piel como si fuera el último día de su vida. El presente era lo único cierto y no pensaba más allá del próximo amanecer.

Un gruñido lo distrajo de su ensimismamiento.

—Dashe... —murmuró en tono gutural.

Sin mirar, extendió su mano morena y callosa hacia la enorme cabeza gris que se frotaba contra su pierna. Ambos contemplando el anochecer, hombre y animal, formaban una imagen espléndida de fuerza y bravura.

Cuando titilaron las primeras estrellas, Newen abandonó el risco de la colina y se encaminó hacia la leñera, seguido de cerca por el silencioso perro lobo. Uno y otro sabían desplazarse sin ruidos, como fantasmas en la noche o espíritus del bosque.

Los rasgados ojos de Newen veían en la lejanía con la agudeza del halcón, mientras que Dashe atravesaba las sombras con sus ojos amarillos. Eran la pareja perfecta.

Newen tomó su camisa de franela de la roca donde la había dejado y cubrió su torso moreno, lustroso y bien formado. Cogió el hacha y, echándosela al hombro, subió el corto trecho que separaba la leñera de su cabaña.

La rústica vivienda, instalada en un promontorio rocoso del cerro antes de su descenso en picada hacia el bosque, ya estaba envuelta en la oscuridad.

Newen encendería el farol, avivaría el fuego y daría de comer a Dashe. Luego podría fumarse un cigarro, mientras se cocinaba la liebre que había cazado en la mañana.

Esa noche necesitaba reflexionar, tomar una decisión que podría alterar su modo de vida solitario. Sentía gran dolor al pensar en lo que estaba a punto de perder, pero no podía postergar más la solución al problema de los cazadores furtivos. Había descubierto cinco la semana pasada. Eso, sin contar los que seguramente lo habrían eludido. El territorio era demasiado extenso para que pudiese dominarlo sólo un hombre con su perro. El comisario de Parques se mostraba satisfecho con su trabajo, aunque eso podía cambiar si él no conseguía mantener a raya a los cazadores. Cada año se multiplicaban. El turismo creciente en la región había empeorado las cosas y, si bien Los Notros era un poblado alejado del circuito turístico tradicional, los cazadores tenían un olfato especial para descubrir rincones vírgenes que luego convertían en cotos de caza donde podían satisfacer su pasión depredadora.

Hablaría con Medina. En el fondo de su pensamiento detestaba la idea y, no obstante, no podía hacer otra cosa. Pediría un ayudante, alguien capaz de sobrevivir a la soledad, al frío y a su propio carácter. Sonrió interiormente al pensar en esto último. No era necio y sabía que él no tenía un ápice de gracia o de compasión para tratar con la gente. No le importaba, aunque entendía la dificultad de los otros para tratar con él en los asuntos cotidianos.

El mismo Medina lo sufría, siendo como era un hombre astuto que había sabido apreciar las cualidades de Newen como rastreador y conocedor de la tierra, su amor por los animales y también, por qué no reconocerlo, su condición de hombre desesperado.

Medina era astuto, sí. Jamás había preguntado, pero sus ojos celestes, achicados por las arrugas de la piel curtida, descubrieron un punto vulnerable en Newen, algo que él no supo esconder del todo en la primera entrevista.

Y si bien él llegó a perfeccionar su máscara con el correr de los años, aquel resquicio por donde escapó en un instante su alma torturada perduró entre ambos como un secreto.

En realidad, el empleo de Newen no era oficial. Las autoridades del Parque podían procurarse baqueanos para facilitar el trabajo, única razón por la que Newen había conseguido el puesto. Sin estudio y sin oficio, pocas oportunidades habría tenido de escapar al destino marginal de tantos otros nativos excluidos de la civilización blanca. Tuvo la suerte de presentarse a pedir trabajo en el momento adecuado, en medio de un aluvión de turistas atraídos por la filmación de una película en los alrededores del lago Nahuel Huapi. Medina lo había contratado prácticamente sin papeles.

"Ya arreglaremos", le dijo. Y cumplió su palabra. Al cabo de un mes de finalizada la película, le presentó su carnet y su designación como ayudante personal. Nada formal, apenas una carta garabateada por el propio guardaparque, pero eso bastaba.

Era lo mejor que podía esperar un fugitivo como Newen.

"En fin", pensó mientras aplastaba su cigarro con la bota blanda sobre la tierra apisonada del suelo. "No hay más remedio."

Solicitaría un ayudante. No sabía si Medina estaría de acuerdo. Le plantearía la gravedad de la situación del modo más crudo: o contaba con ayuda, o los ciervos y cóndores de la región se volverían leyenda.

Agachado frente al fuego, fue dando vuelta lentamente la espineta donde había ensartado el cuerpo de la liebre. Dashe soltó un gruñido apagado que hizo sonreír a Newen.

—Ya comiste.

El perro lobo estiró sus patas hacia delante y apoyó el enorme hocico en ellas, en actitud suplicante y engañosamente sumisa. Newen volvió a sonreír en su modo peculiar, sin mover los labios, sólo entrecerrando los ojos.

Dashe sabía lo que eso significaba y sacudió la cola, alentado.

—Ni hablar. Este bocado es mío.

Más audaz a cada momento, Dashe ensayó la técnica de girar de costado, mostrando su panza blanquecina y echando la cabeza hacia atrás.

Newen sacó su cuchillo de monte en un hábil movimiento y cortó una lonja de carne asada. Los ojos amarillos del perro, matizados de ámbar por el reflejo de las llamas, se entrecerraron de modo curiosamente parecido a los de su amo. Atento y expectante, fingía adormecerse, aunque la quietud de su abdomen lo delataba. Al gesto repentino del brazo de Newen reaccionó con una poderosa dentellada que arrancó el manjar de los dedos del hombre.

—Vas a dejarme manco —protestó Newen, y su comentario traslucía orgullo por los reflejos atávicos de Dashe.

Era su compañero, el mejor, el más fiel.. Ese pensamiento lo inquietó. Lo llevó a considerar de nuevo el tema del "intruso". ¿Cómo se llevaría Dashe con otro hombre en su territorio? No mejor de lo que podría llevarse él mismo. El tema de Dashe era un asunto difícil, pues ni siquiera Medina aprobaba del todo su presencia.

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