Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero (39 page)

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Authors: Álvaro Mutis

Tags: #Relatos, Drama

BOOK: Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero
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Una madrugada lo despertó el sordo pitazo del barco que se acercaba al muelle. Estuvo todavía un rato en la cama, como tratando de aplazar el momento de enfrentar la realidad hostil que le esperaba. Cuando resolvió bajar al río, el calor estaba en su apogeo. Ya habían descargado casi todo lo que traía el barco para La Plata. Fue a la bodega y allí buscó entre la carga alguna caja que se pareciera a las que había transportado al Tambo. No halló nada semejante. Ya se iba, cuando el bodeguero lo llamó. Era un mestizo con gorra de marino que había sido blanca tiempo atrás y ahora tenía un color indefinido mezcla de mugre y de sudor apestoso. El hombre ya lo conocía de las anteriores ocasiones en que fue a recoger el cargamento.

—¿Busca algo, el amigo? —le preguntó con desenfado molesto.

—Lo de siempre. Algo que me haya enviado un tal Van Branden —contestó el Gaviero mirando a los ojos purulentos de su interlocutor que lo examinaban con malicia y desconfianza.

—¿Van Branden? Ah, sí, claro. Aquí hay dos cajas para usted. Las bajaron primero que todo y están aquí, a la sombra. Hay que protegerlas del sol. ¿Sabe? Son para el ferrocarril, ¿verdad? Claro, claro. Pase, pase. Allá están —dijo señalando dos cajas que se distinguían en el fondo del almacén. Cada palabra destilaba una doble intención cargada de oculto sentido.

Maqroll fue a recoger las dos cajas que no pesaban mucho. Además de la armazón de madera, estaban envueltas en un papel metálico con marcas de color minio que, en algunas partes, habían sido cubiertas con pintura negra. El hombre de la bodega no le entregó recibo alguno y se limitó a decirle:

—Manéjelas con cuidado. Deben estar a la sombra y no recibir ningún golpe. Dice aquí que se entreguen a la mayor brevedad a los destinatarios en la cuchilla del Tambo. Así que ya sabe. Buen viaje.

Todo comenzaba a filtrarse con una celeridad alarmante. Era seguro que el hombre estaba al tanto de toda la farsa del ferrocarril y quién sabe de qué más detalles relacionados con la carga consignada a la cuchilla.

El Gaviero resolvió llevar él mismo las dos cajas y no quiso aceptar la ayuda de los muchachos que solían rondar por el muelle cuando arribaba un barco. Desde el primer instante en que las vio, se dio cuenta del contenido. Se había familiarizado con los explosivos en la mina de Cocora, donde tuvo que manejarlos durante más de un año, bregando por sacar algo de los ciegos socavones ya agotados. A pesar de que habían tratado de borrar los letreros, la envoltura y algunas instrucciones sobre el manejo de las cajas indicaban a las claras que se trataba de TNT. Cada una debía contener, al menos, doce cartuchos cubiertos con su gelatina protectora y la correspondiente cantidad de fulminantes guardados, a su vez, en un pequeño recipiente de cartón. Pensó que tendría gracia que una mula, en el paso de los precipicios, golpeara una de esas cajas contra los salientes de roca de las paredes cortadas a pico y que apenas dejan paso para los animales. Pero, en verdad, a pesar del nuevo riesgo que venía a agregarse a los ya conocidos, en el fondo sentía una cierta indiferencia, un alivio de saber ya, con certeza, lo que tendría que cargar en su último viaje y en qué consistía ese infundio del ferrocarril. Así, todo aclarado, sentía el ánimo ligero y hasta un cierto gusto en aceptar el desafío. Una serenidad de jugador que cuida sus fichas se instaló en él y vino a renovar su gusto por la aventura, perdido en la maraña de embustes y chapucerías en la que se había sentido atrapado por obra del tal Van Branden o Brandon, que para el caso daba igual. Por cierto que todos los indicios llevaban a creer que el infeliz debía estar ya
ad patres
.

Amparo María le había dicho que el Zuro no podría acompañarlo en el primer trayecto del viaje, desde La Plata al llano de los Álvarez, porque don Aníbal le encargó supervisar las provisiones que se preparaban en el monte en vista a una probable huida. Pese a las indicaciones del capitán Segura, no tuvo, pues, más remedio que acudir a alguien de La Plata para que le ayudase a cargar las mulas. Doña Empera, como siempre, vino a resolverle el problema. Consiguió para esa tarea a un muchacho, retrasado mental, cuya madre era la dueña de la rústica panadería que proporcionaba a la región un pan que a Maqroll siempre le pareció incomible. El muchacho se dedicaba a hacer mandados en el caserío, a pesar de expresarse con dificultad. No era fácil entender sus recados emitidos entre una lluvia de saliva y una oscilación de la cabeza que terminaba por marear a quien lo escuchaba. Como es común en tales casos, el infeliz tenía una fuerza muscular sorprendente y gracias a ella lo respetaban en La Plata, donde hasta los más broncos estibadores del muelle le temían.

La noche anterior a su partida Maqroll conversó largamente con la dueña de la casa. Los riesgos que corría en este último viaje eran evidentes. Le dejó instrucciones sobre lo que debía hacer en caso de que perdiera la vida: informar por telegrama al banco de Trieste que le enviaba los giros, guardar para ella los dos libros que allí dejaba. Algún huésped que hablara francés se los podría leer eventualmente; quemar su ropa con todos los papeles que guardaba en una funda de hule, en el fondo de la maleta, sin mostrárselos a nadie; decirle a Amparo María que el haberla encontrado era el último regalo espléndido que le habían hecho los dioses. Para terminar, hicieron cuentas, Maqroll liquidó lo que debía en la pensión y se fue a dormir para madrugar al otro día.

Con el primer claror del alba la ciega lo despertó para decirle que allí estaba el muchacho listo para cargar los animales. Le llevaba una taza de café negro y unos bizcochos de yuca para el camino. El Gaviero se levantó y fue a supervisar el reparto de las cargas y la forma como debían ir las cajas sobre las angarillas. El muchacho ya había llevado hasta el establo, —por indicaciones de la ciega, las cajas que estaban en el cuarto de Brandon. El Gaviero le indicó las dos que tenía en su habitación y le recomendó manejarlas con sumo cuidado. Una vez listas las mulas y cubiertas las cajas de TNT con una capa de hojas de maíz envuelta, a su vez, en una tela encerada, para protegerlas del calor, el Gaviero le pagó al hijo de la panadera. Sintió no poderlo llevar consigo, así fuera hasta el llano de los Álvarez, porque resultaba de mucha utilidad para manejar las bestias. Pero, en caso de algún encuentro peligroso, sería más un estorbo que una ayuda. El Gaviero se dispuso a partir y fue a despedirse de la ciega. A las primeras palabras de Maqroll, doña Empera lo interrumpió:

—Usted volverá. Lo sé. Aún tengo que contarle algo que le va a interesar mucho. Lo haremos a la vuelta. Cuando regrese, debe irse de inmediato. Aquí no va a quedar títere con cabeza. Me voy a encargar de arreglar su salida en la forma más expedita posible. Ahora, cuídese mucho, no haga barbaridades, no abuse de sus fuerzas y vaya con el ojo muy abierto. Aquí lo espero. Adiós —la mujer regresó a la cocina con andar apresurado, golpeando nerviosamente su bastón contra la pared para orientarse.

En el camino, las palabras de la ciega volvían a cada instante para transmitirle la oculta certeza de que saldría bien del paso, pero, al mismo tiempo, la promesa de comunicarle algo que iba a interesarle muy especialmente no dejaba de inquietarlo. Se temía un aviso inopinado, una punzante noticia que le removía ciertas zonas de su pasado que prefería, por el momento, mantener intocadas y a oscuras. Cuando las mulas se detuvieron para beber en una quebrada, antes de la subida al llano de los Álvarez, la promesa de la dueña continuaba presente hasta el punto de que el trance sembrado de peligros que significaba ese último viaje al páramo había pasado a segundo término. Hasta el probable encuentro con Amparo María y el placer de sentirla en sus brazos se ocultaban en una niebla pesarosa y antigua.

Al llegar a la hacienda se encontró con que sólo quedaban allí algunas ancianas, con tres o cuatro criaturas enfermas que no pudieron acompañar a don Aníbal y a su gente, quienes, desde el día anterior, habían partido hacia la montaña. Por ellas y los niños vendría mañana el Zuro para reunirlos con los demás. Una de las ancianas, que vivía con los tíos de Amparo María, se acercó a Maqroll y, en forma disimulada, le comentó:

—La niña Amparo María le dejó dicho que no la olvide y que, cuando pueda, abandone todo esto. Que le hace mucha falta, pero prefiere saber que está vivo a que lo vayan a venadear por ahí. Que vaya con cuidado.

Ya se temía que nadie iba a estar en el llano. Se conformó pensando que así estaban bien las cosas y sus amigos a salvo, con lo cual se sentía mejor dispuesto para la próxima etapa que era la más peligrosa. Las mujeres le ayudaron a descargar las mulas y le sirvieron algo de comer. Resolvió dormir en el establo para no abandonar la carga.

En la mañana las mismas mujeres le ayudaron a cargar de nuevo los animales. Luego de apurar un tazón de café, emprendió la subida hasta la cabaña de los mineros. Tenía la convicción de que en ese trayecto se hallaba la zona de mayor riesgo. Era evidente que, tanto el ejército como los contrabandistas, andaban rondando esos lugares. Pero, por otra parte, el paso con los explosivos por los desfiladeros constituía el peligro más inmediato y cierto. Cualquier roce con las paredes sembradas de rocas que sobresalían amenazantes y volaba con todo. Sabía, por su experiencia en el Cocora, que el manejo de los explosivos, por cuidadoso que sea, siempre está sujeto a fatales sorpresas. Basta que el frío endurezca la gelatina que protege los cartuchos, para que éstos empiecen a golpear unos con otros al paso de las mulas; o que las cajas en donde vienen los fulminantes se abran y éstos comiencen a rodar en medio de los cartuchos. Los riesgos de explosión aumentan, entonces, peligrosamente. Cuántas veces, en la mina de la que fue vigilante, vio volar por los aires recuas enteras con todo y arrieros. Nunca se sabía la causa del accidente. Recordaba las últimas palabras del viejo guardián que, al morir, le dejó su lugar: «Cuida la dinamita, muchacho. Es como las mujeres, nunca sabes por qué ni cuándo van a estallar».

Además, con la ausencia del Zuro, el paso de las mulas por los precipicios era una tarea abrumadora. Ya vería cómo arreglárselas. Entretanto, comenzaba a mascar el sordo presentimiento de que jamás iba a ver de nuevo a Amparo María. Desde su último encuentro con ella, durante los días en que se quedó a acompañarlo en La Plata, la muchacha había entrado a formar, junto con Ilona y Flor Estévez, una suerte de trío bienhechor, cómplice y leal, necesario y gratificante, que llenaba sus días de sentido y exorcizaba la ronda de tedio y derrota cuyos embates temía como a la muerte. Cada una a su manera y por uno de esos esquinazos de la suerte, tan frecuentes en la vida del Gaviero, le había sido arrebatada con la repentina violencia con que las fieras pierden su pareja. Lo que le unía a la muchacha del llano de los Álvarez se relacionaba más con el sorpresivo garbo de su porte y la belleza antigua de sus facciones mediterráneas que con alguna condición de su carácter, cuya dulzura, algo ausente y contenida, contrastaba con las explosiones arrasadoras de Flor Estévez o con el humor deletéreo y exigente de Ilona. Ahora no le quedaba duda de que Amparo María entraba definitivamente a reinar en su pasado. Había sido la última oportunidad que le brindaba la vida de tener en sus brazos la inagotable maravilla de un cuerpo de mujer señalado por la gracia de los dioses.

Al comenzar los precipicios de la cuesta, retiró el cabestro que unía a la recua y fue dejando avanzar cada animal, calculando una distancia prudente entre uno y otro en forma que subieran muy separados. Sabía que las mulas, al rato, acabarían por viajar todas juntas, pero esperaba que eso sucediera después de las paredes de roca. Las bestias, acostumbradas por los viajes anteriores, hicieron como el Gaviero había previsto. La mula que iba a la cabeza llevaba una de las cajas de explosivos, las dos que le seguían traían las cajas con armas automáticas y la última la otra caja de TNT. Esta, al llegar al abismo cortado a pico, empezó a resistirse afirmando sus cuatro patas en la tierra. Era inútil hostigarla con el látigo para obligarla a seguir: al menor reparo, la carga podía golpear contra las piedras del muro. Por fin, Maqroll no tuvo más remedio que llevar la caja en sus brazos. Encaminó los tres animales y el que no quería andar se fue tras los otros sin oponer resistencia. Con la mayor precaución, Maqroll emprendió la subida cuidando de asegurar muy bien cada paso ya que, por llevar la caja en sus brazos, no podía ver el camino. El viento, encajonado en los desfiladeros, dejaba oír un largo gemido que se alejaba hacia la serranía perseguido de cerca por la niebla que también escapaba hacia las cimas de la montaña. Cuando hubo cruzado el trayecto peligroso, el Gaviero colocó la caja a la orilla del camino y se recostó en un talud para recobrar el aliento. El corazón le latía desbocado y una corona de dolor le ceñía las sienes con intensidad que iba en aumento. Cerró los ojos y empezó a tomar aire tratando de relajarse hasta perder la noción de dónde se hallaba. Una vez más, los años se hacían presentes con la brutal irrupción de esos síntomas que aún le sorprendían como algo que le era hasta entonces desconocido. Pensó que la verdadera tragedia de envejecer consiste en que allá, dentro de nosotros, sigue un eterno muchacho que no registra el paso del tiempo. Ese, cuyos secretos desdoblamientos había percibido con notable claridad en su retiro en el Cañón de Aracuriare, se reservaba la prerrogativa de no envejecer ya que cargaba consigo la porción de sueños truncos, tercas esperanzas, empresas descabelladas y promisorias en las que el tiempo no cuenta, es más, no es concebible. Un día, el cuerpo se encarga de dar el aviso y, por un momento, despertamos a la evidencia de nuestro deterioro: alguien ha estado viviéndonos y gastando nuestras fuerzas. Pero, de inmediato, tornamos al espejismo de una juventud sin mácula y así hasta el despertar final, bien conocido.

Las mulas se habían detenido junto a él, con la apacible indiferencia de las bestias que no saben que son mortales. Un lejano chasquido, como de ramas secas que se quiebran, vino de la sierra. Las mulas levantaron a un tiempo la cabeza. El Gaviero tardó un instante en darse cuenta de lo que se trataba: eran disparos aislados de armas automáticas. En seguida escuchó ráfagas intermitentes que, sin duda, tenían el mismo origen. Luego dos explosiones retumbaron con eco que repercutió por la cañada. Parecían disparos de bazookas o granadas de alta potencia. Se puso en pie. Cargó la caja de explosivos en la mula que se había resistido y se apresuró a seguir remontando la cuesta para alcanzar pronto la cabaña de los mineros. Un alivio inesperado aligeró sus pasos. Lo que tanto había temido ya estaba allí. Terminaba la incertidumbre y, con ella, la ansiedad que todo lo deforma, todo lo intoxica. Los hombres comenzaban una vez más su oscura tarea de convocar a la muerte. Todo, así, estaba en orden. Ahora, trataría de salir con vida. No participaría en el juego. Los disparos dejaron de escucharse. Al terminar la cuesta, cerca ya de la cabaña, se oyó una explosión mucho mayor que las anteriores. Allá, en lo alto, en la cuchilla del Tambo, se elevó una espesa columna de humo negro que perforaba la niebla con furia instantánea. Maqroll siguió su camino. Estaba resuelto a dejar la carga en la cabaña. Las bodegas del Tambo acababan de volar en pedazos que se consumían en un fuego devastador y fulminante. Regresaría de inmediato, aunque lo sorprendiera la noche en el descenso de los precipicios. Las mulas se mostraban ariscas y renuentes a seguir por la senda llana que conducía hasta el refugio. Con paciencia y voces que intentaban tranquilizarlas, el Gaviero consiguió que prosiguieran el camino. Llegó a la cabaña al caer la tarde. De vez en cuando, seguían escuchándose disparos a lo lejos, en dirección del páramo. Dispuso las cajas en el interior de la cabaña, cuidando que los explosivos estuvieran separados entre sí y lejos del fogón, aunque éste estaba apagado y frío. Llevó los animales al establo para darles un poco de comida. Al abrir el costal con maíz que permanecía siempre allí, encontró un papel de carta, al que habían arrancado el membrete. Tenía escrito, en letras de imprenta, el siguiente mensaje: «Deje aquí las cajas y regrese de inmediato al río. Desaparezca». Las letras eran de color morado. Estaba casi seguro que eran obra del capitán Segura.

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