Elminster en Myth Drannor (8 page)

BOOK: Elminster en Myth Drannor
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¿O es que no lo hacía?

Entonces le llegó un suave susurro; por un instante, El pensó que se trataba de otra de las innumerables doncellas elfas de voz suave y acariciadora que las visiones le habían presentado.
Invócame.

¿Quién le hablaba ahora? Se abofeteó el rostro, o más bien lo intentó, esforzándose por regresar al Faerun del presente. Un presente que contenía hobgoblins, perseguidores misteriosos, señores de la magia y otros peligros que podían acabar con él con toda facilidad.

Invócame; úsame.
El joven príncipe-mago casi se echa a reír; el seductor susurro le recordaba a cierta rolliza dama de la noche en Hastarl, cuya voz era el único atractivo que conservaba. Su voz sonaba igual, cuando susurraba con voz ronca desde los oscuros portales.

Invócame, úsame. Siente mi poder.
¿De dónde surgía aquella voz?

Y entonces empezó; unas palpitaciones cálidas sobre los ojos. Palpó el lugar con dedos indecisos. La gema latía...
Invócame.
La voz provenía de la piedra preciosa.

—¿Mystra? —llamó Elminster en voz alta, en busca de guía. No sintió otra cosa que el calorcillo. Hablarle, al menos, no parecía estar prohibido.

Invócame.

—¿Cómo? —A modo de respuesta a su exasperada pregunta, una nueva oleada de visiones se desató en la mente de El. En el interior de la gema fluían incesantemente energías, magia almacenada que servía para curar y metamorfosearse y cambiar el cuerpo del heredero, para hacerlo ingrávido o capaz de ver en la oscuridad o...

Las visiones lo apartaban ahora de tales revelaciones, y le mostraban escenas de varios herederos alastrarranos que invocaban a la gema para alterar su aspecto. Algunos se limitaban a cambiar rostro y estatura para eludir al enemigo; otros adoptaban un sexo diferente para atraerlo o espiarlo; uno o dos asumieron formas de animales para escapar de rivales con espadas listas para asesinar a herederos elfos, pero que no sentían el menor interés por acuchillar tímidas liebres o gatos curiosos. El joven mago vio cómo se efectuaba el cambio y cómo podía deshacerse... o se deshacía por sí mismo lo quisiera o no. Muy bien, pues; sabía cómo cambiar de aspecto usando los poderes de la gema, pero ¿por qué se lo mostraba ella?

De repente se encontró mirando a Iymbryl Alastrarra, de pie en las profundas sombras de los árboles, que le sonreía. El rostro osciló y se convirtió en el suyo propio; luego volvió a oscilar, y era otra vez el heredero de la Casa Alastrarra: ojos esmeralda bajo los blancos cabellos que todos los herederos de aquella casa poseían, o no tardaban en adquirir. La visión varió de nuevo, para mostrarle a un joven que le resultaba bastante familiar: larguirucho, de cabellos negros, nariz afilada y ojos azules, desnudo sobre un estanque; un cuerpo que se deslizaba para introducirse en otro cuerpo también desnudo de un elfo, un cuerpo esbelto, terso y sin rastro de vello que tenía el rostro de Iymbryl. Muy bien, la gema quería que efectuara el cambio.

Suspirando interiormente, Elminster invocó los poderes de la joya para asumir la apariencia del elfo. Lo inundó una peculiar sensación ondulante, y se convirtió en Iymbryl, con sus esperanzas, recuerdos y... Bajó la mirada hacia las manos —las manos magulladas de un hombre que había vivido y luchado duro, últimamente— y deseó que se transformaran en las suaves manos largas y delgadas, color blancoazulado, que habían ascendido tan penosamente por sus brazos para tocarle el rostro, no hacía mucho.

Y las manos se redujeron, se retorcieron y se tornaron finas y delicadas, y de una tonalidad blancoazulada. Las agitó a modo de prueba, y sintió cómo hormigueaban.

Aspiró profundamente con un escalofrío, evocó mentalmente el rostro de Iymbryl, y deseó que su cuerpo cambiara; sintió un lento cosquilleo en la espalda que ascendía por la columna vertebral. Se estremeció sin querer, y profirió un gruñido enojado. Las visiones desaparecieron, y se encontró parpadeando y paseando la mirada por los inmutables y pacientes troncos de árboles de sombra que estaban allí desde hacía siglos.

Miró al suelo. Las ropas le colgaban; ahora era más menudo y delgado, la fina piel de color blancoazulado. Era un elfo de la luna. Era Iymbryl Alastrarra.

Aquello había resultado muy útil. ¿Contendría la gema algún hechizo de teletransporte o de regreso al hogar que pudiera conducirlo directamente a Cormanthor? Se introdujo en el remolino de recuerdos otra vez, buscando. Era como atravesar a toda velocidad un campo de batalla en busca de un rostro conocido en medio de una multitud de enfervorizados espadachines... No, no parecía que existiera. Con un suspiro, se volvió y contempló los omnipresentes árboles. Las ropas se agitaron holgadas, y eso le recordó su alforja.

Al mirar en derredor para localizarla, recordó de improviso que la había dejado en alguna parte de la cañada de los innumerables helechos y muchos más hobgoblins. Se encogió de hombros y giró en dirección sudeste. Si los ruukhas no destrozaban la bolsa o esparcían su contenido por completo, podría encontrarla más adelante con un conjuro, aunque no esperaba disponer de tiempo para hacerlo en lo que restaba de año. Ni tampoco, tal vez, en la siguiente estación. Volvió a encoger los hombros; si aquello era lo que entrañaba el servicio a Mystra, otros habían tenido que pasar por cosas mucho peores.

Tener el aspecto de un elfo sin duda le permitiría entrar en la ciudad de Cormanthor con mucha más facilidad de la que encontraría si aparecía por allí como humano. Elminster olfateó el aire; para una nariz elfa, los bosques olían... más fuerte, y su nariz recogió muchos más olores. Se dijo que era mejor pensar en tales cosas mientras se ponía en marcha, y echó a andar por entre los árboles, no sin tocar antes la gema de la frente para asegurarse de que la metamorfosis no la había aflojado ni dañado.

En cuanto la tocó, el kiira le hizo tomar conciencia de dos cosas. Ante todo, sólo los fanfarrones exhibían abiertamente las gemas de la sabiduría de las Casas; bastaba con invocar su poder para ocultarla. En segundo lugar, ahora que tenía el aspecto de Iymbryl, los recuerdos de la joya estaban a su alcance, pero ya no lo agobiaban.

Ocultó el kiira primero, y luego acudió al portal de su mente en el que fluían las brillantes luces y colores de los recuerdos. En esta ocasión, se mostraron como un arroyo perezoso en el que vadeó para dirigirse a donde quiso, mientras dejaba que el resto resbalara por su lado. Entre todos ellos, El buscó los recuerdos más recientes de Cormanthor, y contempló por vez primera los imponentes chapiteles, las terrazas acanaladas de las casas construidas en árboles vivos, las decoradas farolas flotantes que deambulaban libremente por la ciudad, y los puentes que se extendían de árbol en árbol, entrecruzándose en el aire. Los arqueados puentes se curvaban en su trayectoria, y ninguno tenía barandillas. El joven tragó saliva; tardaría un tiempo en acostumbrarse a pasear por aquellas imponentes construcciones.

¿Quién gobernaba la ciudad? El Ungido, le mostró la gema; alguien elegido para el cargo en lugar de nacer ya en él, un anciano sabio que actuaba como juez principal en todas las disputas, al parecer, y que reinaba no tan sólo en la ciudad de Cormanthor, sino también en todos los espesos bosques que la circundaban. El cargo comportaba poderes mágicos, y el actual Ungido era un tal Eltargrim Irithyl, un anciano excesivamente amable, en opinión de Iymbryl, aunque el heredero alastrarrano sabía que las familias más antiguas y orgullosas tenían un concepto harto peor de su gobernante.

Aquellas Casas antiguas y orgullosas, en particular los Starym y los Echorn, ostentaban gran parte del verdadero poder en Cormanthor, y se consideraban los guardianes del «auténtico» carácter elfo. Según ellos, un elfo «auténtico» era...

Elminster interrumpió el pensamiento cuando la idea le recordó desagradablemente lo que acababa de hacer. No había tenido elección... a menos que hubiera sido un hombre desprovisto por completo de misericordia. Aun así, ¿debería haber tocado la gema, ahora que había jurado servir a Mystra?

Se detuvo bruscamente junto a un árbol de sombra particularmente gigantesco, aspiró con fuerza, y llamó en voz alta:

—Mystra... —Luego añadió en un susurro—: Señora, escúchame. Por favor.

Evocó los recuerdos más llamativos que tenía de Myrjala, riendo con gran deleite mientras volaban juntos por los aires, y los sutiles cambios en sus ojos que traicionaban su divinidad a medida que crecía su pasión. Escogió aquella imagen, la retuvo, musitó otra vez su nombre, y doblegó su voluntad para conseguir invocarla.

Apareció una sensación de frío en los bordes de su mente —casi un hormigueo estremecedor— e inquirió:

—Señora, ¿es correcto que haga esto? ¿Cuento con tu bendición?

En su mente se desató una oleada de amor, que trajo consigo una escena de Ornthalas Alastrarra, de pie en una hermosa estancia soleada cuyas columnas eran árboles engalanados con flores. La visión procedía de los ojos de alguien que se acercaba al heredero hasta llegar junto a él. Mientras el elfo observaba con cierta perplejidad, la mano del observador apareció en la imagen, en dirección a una frente invisible situada más arriba.

Los ojos de Ornthalas se entrecerraron presa del asombro, y el observador se acercó más y más para... ¿besarlo? ¿Rozarse las narices? No, para juntar las frentes, por supuesto. Los ojos del elfo, tan cercanos y abiertos como platos, oscilaron como un reflejo en el agua que las olas alteran; cuando la perturbación desapareció, el rostro se había transformado en el del anciano y benévolo Ungido, y el observador se apartó de él para mostrar a Elminster que realizaba una reverencia. De algún modo, El comprendió que invocaba la protección del Ungido frente a aquellos miembros del Pueblo que se habían horrorizado al descubrir que un humano había penetrado hasta el mismo corazón de su ciudad, bajo la apariencia de un elfo que conocían. Un elfo que muy bien podía haber asesi...

Un repentino remolino de fuego llameó en su cerebro a modo de advertencia, disolviendo las visiones, y Elminster se encontró bajo los árboles, impelido a girar en redondo por una fuerza invisible —por la gracia de Mystra, supuso— para enfrentarse a algo que rodeaba las raíces y se deslizaba por entre los árboles como una enorme y ávida serpiente. Algo que borboteaba incansables siseos mientras avanzaba, musitando lo que parecían ser palabras, ¿tal vez fragmentos de conjuros? El cuerpo de esta extraña bestia o aparición conjurada era en ocasiones translúcido y siempre indefinido, vago. Se desvió hacia él con una risita triunfal, desgarrando el aire con docenas de zarpas mientras se acercaba. Estaba claro que era a él a quien buscaba.

¿Se trataba de algún guardián elfo? ¿O sería acaso una especie de una bestia lich extinta mantenida con vida gracias a una magia ancestral? Cualquiera que fuera su naturaleza, sus intenciones eran claras, y aquellas garras tenían un aspecto muy letal.

El joven estuvo a punto de retroceder, pero la criatura resultaba un espectáculo apasionante; una parte de ella, más torpe, reptaba incansable, mientras que la otra era un incesante remolino de lo que parecían los fragmentos de diversos hechizos. Una multitud de ojos nadaban y giraban en aquel cuerpo que no dejaba de cambiar y reformarse. Evidentemente, era producto de la magia, pero Mystra se ocuparía de él, sin duda. Al fin y al cabo era la diosa de la magia, y él era su Eleg...

Las garras atacaron y, aunque fallaron ampliamente su objetivo, dejaron tras ellas una extraña estela hormigueante. Elminster se notó la mente algo embotada; no conseguía concentrar su voluntad en sus conjuros.

Aunque ¿cuántos conjuros le quedaban?

Oh, Mystra. ¡No conseguía recordar!

Cuando las garras volvieron a arremeter contra él, más cerca esta vez, un pánico repentino llameó en su mente como un brillante rayo. ¡Corre! El joven mago se dio la vuelta y salió disparado por entre los árboles, trastabillando mientras unas piernas más cortas de lo acostumbrado transportaban un cuerpo mucho más ligero de lo que debía ser. ¡Dioses, suerte que los elfos corrían a gran velocidad!

Podía correr como una liebre sin esfuerzo esquivando a la resbaladiza criatura, fuera lo que fuera. Movido por un impulso, volvió sobre sus pasos por donde había venido. El monstruo lo siguió.

Arriesgándose a reducir la distancia que los separaba, se giró para lanzar un sencillo hechizo de disipación, que era casi la última magia de cierta importancia que le quedaba, aunque la gema parecía contener mucha más. Una criatura tan caótica, compuesta de conjuros desordenados, sin duda se destruiría al contacto con...

Su hechizo se proyectó en un flamígero estallido. El resbaladizo ser de innumerables garras parpadeó una vez, se sacudió, y prosiguió su avance.

El joven mago agachó la cabeza y se lanzó a una carrera desenfrenada, esquivando árboles, hurtando el cuerpo para evitar los musgosos promontorios rocosos y saltando por encima de raíces y hongos de aspecto sospechoso. Los siseos y borboteos siguieron sonando a su espalda sin tregua.

El último príncipe de Athalantar se estremeció levemente al darse cuenta de que aquel engendro era mucho más veloz de lo que había creído.

Bueno, aún le quedaba una pequeña arma mágica, un hechizo que proyectaba un chorro de fuego desde la mano de su conjurador. Era algo que se usaba para encender hogueras o chamuscar animales para obligarlos a retroceder; no era magia de combate, pero...

Elminster se colocó detrás de un árbol, contuvo el aliento, y empezó a trepar por él. Sus nuevos dedos, más largos y finos, encontraron hendiduras en el tronco en las que sus manos humanas no hubieran podido penetrar, y su cuerpo más liviano se sostuvo en puntos de apoyo que no habrían resistido el peso de un humano. La resbaladiza criatura siseante le pisaba casi los talones ahora, cuando el joven se encaramó a una rama que le pareció bastante grande.

Cuando el ser rodeó el árbol, pareció percibir su presencia, y miró a lo alto sin una vacilación. Elminster lanzó el pequeño chorro de fuego a sus múltiples ojos, y se encaramó más arriba para quedar fuera del alcance de cualquier posible salto.

Esperaba que la criatura chillara o se revolviera, o que como mínimo retrocediera; pero ésta no mostró la menor vacilación e intentó morder su mano derecha por entre las llamas. Si acaso, parecía
más grande
y más vigorosa, indemne, y no demostraba el menor dolor.

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