Elminster en Myth Drannor (30 page)

BOOK: Elminster en Myth Drannor
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Sin embargo, el auténtico problema eran los cuatro magos elfos sentados juntos en una colina no muy lejos de las ruinas, y el poderoso hechizo que habían lanzado sobre toda la zona, que era el origen de la neblina que había aparecido cuando penetró en la pequeña habitación, y que ahora rodeaba por completo todo el edificio.

Elminster regresó al interior, buscó la pequeña habitación, y recuperó la forma sólida. Sus omóplatos chocaron contra duros cascotes y suspiró tan quedamente como pudo; su apariencia espectral se había desvanecido para siempre ahora.

Sacó el cetro de su cinto, lo alzó en el aire, y con suma cautela despertó sus poderes. El hormigueo que le recorrió los dedos le indicó que los elfos estaban usando magia que podía detectar cualquier utilización del cetro —algo que un grito procedente de alguien situado más abajo subrayó inmediatamente— pero el mágico objeto hizo lo que él necesitaba que hiciera. Al almacenar un duplicado del campo purpúreo que envolvía el castillo, informó al joven mago de lo que era el ensalmo: un campo protector que deformaría un hechizo de transporte o cualquier clase de encantamiento que implicara desplazamiento transformándolo en un fuego devastador en el
interior
del cuerpo de quien intentara lanzar el hechizo de transporte.

Estaba atrapado en el castillo a menos que pudiera escabullirse a pie o memorizar otro hechizo de transformación en fantasma; o abrirse paso a la fuerza entre todos aquellos impacientes espadachines elfos, para darse de bruces con los hechizos de aquellos cuatro magos que aguardaban la aparición del evasivo humano, ansiosos por acabar con él.

Elminster meditó sobre su próxima actuación. El cetro estaba desconectado y de nuevo en el cinto, y él estaba tumbado de espaldas en la semioscuridad, entre cascotes, huesos elfos en desintegración, y la maraña de un cordel atado a su libro de hechizos, con los restos combados de un techo derrumbado a pocos centímetros de la nariz. Los exploradores elfos habían regresado a la estancia en la que había estado estudiando, situada debajo, y especulaban ahora en voz alta sobre dónde podría estar escondido, mientras revolvían los escombros con sus espadas. La utilización del cetro les había indicado que estaba muy cerca; muy pronto empezarían a pensar en cavar... o trepar.

—Mystra —musitó Elminster, cerrando los ojos—, ayúdame ahora. Son demasiados, hay demasiada magia; si me enfrento a ellos ahora, muchos morirán. ¿Qué debo hacer? Guíame, Gran Dama de los Misterios, para que no meta la pata en este viaje que he emprendido para servirte.

¿Fue su imaginación, o flotaba ahora, alzándose un centímetro más o menos por encima de los cascotes? Su oración parecía perderse en inmensas y oscuras lejanías en el interior de su mente, y algo negro parecía regresar a él desde aquel vacío, girando sobre sí mismo a medida que se acercaba. ¡El kiira! ¡La gema del conocimiento de la Casa Alastrarra!

¿No estaba ahora firmemente sujeto a la frente de Ornthalas Alastrarra? Se precipitaba hacia él, creciendo hasta adquirir un tamaño insoportable, para envolverlo; y se encontró girando sobre sí mismo en su negro interior, ahora, corriendo por el interior de sus curvas. Esto debía de ser su recuerdo del kiira, con su oleada de recuerdos.

«¡Oh, querida Mystra, protégeme!» Aquel pensamiento le hizo ver una impetuosa oleada caótica, espectral e imperfecta; ecos mentales de lo que recordaba de la gema ahora arrancada de su persona, que igualmente se precipitaban hacia él. Intentó darse la vuelta y huir; pero, por mucho que lo intentara, a todas partes adonde corría era en dirección a la avalancha de recuerdos. Se encontraba casi encima de él... ¡estalló sobre él!

—Ese parloteo... ¡Eso son palabras humanas! ¡Debe de estar en alguna parte ahí arriba! —Las palabras eran en élfico, profundos ecos retumbantes que parecían venir de todas partes a su alrededor.

En el caos cegador y cada vez más inundado de gritos que siguió a aquellas palabras ensordecedoras, Elminster Aumar escupió sangre por la nariz, boca, ojos y oídos, y, como una hoja a la deriva, se hundió en la negra inconsciencia.

12
El ciervo acorralado

El momento más peligroso durante una cacería es cuando el ciervo se vuelve, acorralado, para trocar su vida por la de tantos cazadores como pueda. Habitualmente, la magia elfa convierte tales instantes en simples atisbos de magnífica inutilidad. Pero ¿en qué se convertirían tales momentos, me pregunto, si el ciervo también poseyera magia poderosa?

Shalheira Talandren, gran bardo elfo de la Estrella Estival

Espadas de plata y noches estivales:

una historia extraoficial pero verídica de Cormanthor

Año del Arpa

—¡Viene por mí! ¡Destrózalo!

La voz era elfa y estaba aterrada; sacó a Elminster de la flotante oscuridad, y éste se encontró envuelto en sudor, todavía tumbado en la pequeña estancia con los huesos elfos.

Una llamarada rugió a su derecha, y una punzante lengua de fuego lamió el derrumbado techo sobre su nariz durante un ardiente instante. El joven estrechó los ojos hasta convertirlos en rendijas, intentando ver; notaba un lado de la cara abrasado.

Cuando volvió a confiar en su visión, miró en aquella dirección. El fuego había desaparecido. Tres blandos globos de luz flotaban más allá de la rendija, en la parte más alta de la habitación donde él había estado estudiando; a su luz distinguió al elfo que había chillado. Flotaba en el aire, espada en mano, cerca de su rendija. Levitaba, no flotaba libremente. Arremetiendo a su alrededor, justo fuera del alcance de los inútiles mandobles y estocadas de su arma, estaba uno de los fantasmas Dlardrageth; el hechizo de fuego lanzado desde abajo no había conseguido destruirlo.

Si los conjuros ordinarios o de fácil creación pudieran acabar con los espectrales vestigios de la Casa Dlardrageth, sin duda todos habrían sido destruidos hacía ya tiempo, y alguna ambiciosa Casa de nuevo cuño residiría en este castillo hoy en día. No era demasiado probable que alguno de los jóvenes elfos que se encontraban allí tuviera el poder para destruir a un fantasma Dlardrageth.

Por otra parte, el revoloteante espectro probablemente podría hacer poco más que asustar a elfos vivos, y uno de aquellos elfos se encontraba a suficiente poca distancia para lanzar un conjuro mortal contra Elminster, aun cuando la abertura que los separaba fuera demasiado pequeña para que pasara un elfo.

El joven estiró la mano y con sumo cuidado, sin hacer ruido, recogió su libro de hechizos. Tendría que remolcar consigo la maraña de cordel sujeta a él, mientras se arrastraba como podía por la habitación, lejos de la abertura.

Aunque se sentía como si lo hubieran hecho pedazos y vuelto a pegar, un doloroso pedazo tras otro, Mystra había ido en su ayuda; lo había arrastrado a través de un millar de enredados semirrecuerdos alastrarranos hasta lo que su mente de mago había recordado con claridad, en lo más profundo de su evocación: los hechizos que había contenido la gema del conocimiento.

Había uno que no se había atrevido a usar; su precio era demasiado alto. Para habilitarlo tendría que arrancar de su mente tres de los hechizos más poderosos y eliminar también alguno del cetro... pero ahora era necesario que lo hiciera.

Con un suspiro, Elminster hizo lo que debía hacerse, estremeciéndose en silencio al tiempo que las chispas parecían barrer y fluir por toda su mente, eliminando conjuros. Por suerte, no necesitó volver a despertar el cetro para absorber energía de él. Cuando el nuevo hechizo brilló reluciente y listo en su interior, El encontró el nicho más profundo que pudo, en un extremo de la derruida habitación, y encajó su precioso libro de hechizos en su interior. Tras tomar el cordel que había soltado del volumen, comprobó que su otro extremo seguía asegurado alrededor del pedazo astillado de la viga del techo, arrojó la punta por la cascada de piedras al interior de la habitación de la torre, y descendió agarrado a él tan silenciosamente como le fue posible.

Inevitablemente algunas piedras rodaron y rebotaron, pero el elfo que levitaba gruñía tanto durante su combate con el fantasma que nadie oyó el ligero estrépito. Elminster alcanzó el fondo, arrolló la cuerda hasta obtener un buen ovillo, lo ató sobre sí mismo para que no se deshiciera, y lanzó la bola de vuelta por las piedras caídas tan alto y tan lejos como pudo, esperando que nadie la descubriera.

Bueno, sería imposible a no ser que alguien volara o tuviera una luz muy brillante, decidió, estudiando el lugar. Tras aspirar con fuerza, inició el primer conjuro: un sencillo escudo, como el que había usado contra Delmuth. Era hora de enfrentarse al alegre grupo de cazadores de Ivran.

Claro está que el conjuro advirtió a los elfos que se estaba usando magia, y se produjo un inmediato y excitado revuelo en la habitación que estaban registrando. No tardarían en aparecer por el estrecho pasillo, así que debía darles la bienvenida.

Elminster se mostró en la entrada del corredor el tiempo suficiente para asegurarse de algo: el elfo que levitaba no intentaba encontrar ningún paso en la zona del techo, sino que descendía tan rápido como podía. Estupendo. El joven mago dedicó un alegre saludo con la mano al rastreador que iba en cabeza , y aguardó.

—¡Me ha saludado! —exclamó el elfo lleno de ansiedad, y se detuvo.

El que tenía detrás, que resultó ser Tlannatar Árbol de la Ira, lo empujó con la hoja plana de su espada, y refunfuñó:

—¡Sigue adelante!

El otro vaciló. El joven príncipe le dedicó entonces una sonrisa que debió de dejar al descubierto todos sus dientes, y le hizo una casi amorosa señal para que se aproximara.

Pero el elfo se detuvo, y empezó a retroceder a trompicones.

—Ha...

—¡No me importa! —ladró Ivran, desde la habitación situada detrás—. ¡No me importa si le han crecido finas alas de estiércol de enano! ¡Muévete!

—¡Sigue! —añadió Tlannatar, propinándole otro empujón con la espada. Esta vez no utilizó la hoja plana.

El acobardado elfo lanzó un chillido y se apresuró a avanzar dando traspiés. El joven mago dedicó una última mirada al pasillo —resultaba muy tentador lanzar un rayo ahora, pero sin duda uno de ellos llevaría un manto protector que reflejaría tales conjuros— y retrocedió. Cruzó la habitación de la torre hasta el otro pasadizo, para colocarse en su acceso. Casi ninguno de aquellos nobles cormanthianos parecía poseer arcos; dejaban tales armas para sus guerreros corrientes, Mystra sea alabada. O Corellon. O Solonor Thelandira, el dios de la caza. O quien fuera.

No obstante, tendría que calcular aquello a la perfección; se había comprometido, y sólo tendría una oportunidad. Aguardó, con una sonrisa torva, a que Tlannatar y el temeroso elfo que iba delante se abrieran paso al interior de la sala de la torre y lo vieran antes de que él se diera la vuelta y saliera corriendo por los pasadizos de enlace, para llegar lo antes posible a la estancia destrozada por la que los cazadores habían efectuado su entrada al castillo.

—Si esto no funciona, Mystra —comentó afable, mientras corría—, tendrás que enviar a otra persona a Cormanthor para que sea tu Elegido. Si deseas ser amable con quienquiera que vaya a serlo, escoge a un elfo, ¿de acuerdo?

Mystra no dio señales de haberlo oído, pero para entonces El estaba ya dentro de la habitación en ruinas y se dirigía hacia un montón de piedras situado en el centro. Los elfos, que corrían muy deprisa, le pisaban los talones.

El joven encontró el lugar que quería y se giró de cara a ellos, adoptando una expresión ansiosa y con las manos alzadas como si dudara qué hechizo lanzar. Los cazadores sedientos de sangre penetraron a la carrera en la estancia, agitando las espadas, y se detuvieron entre alaridos.

—Esto no me gusta —observó dubitativo el elfo que había sido el primero en pasar por el estrecho pasillo—. No parecía tan temeroso antes. Esto debe de ser una tra...

—¡Silencio! —rugió Ivran Selorn, apartando de un empujón al que había hablado. El asustado elfo resbaló en las piedras sueltas y estuvo a punto de caer, pero Ivran no le prestó atención. Era su momento de gloria; avanzó jactancioso hacia Elminster con pausada gracia, casi danzando de puntillas mientras se acercaba—. Bien, rata humana —se mofó—, acorralado al fin, ¿no es así?

—Vosotros lo estáis —contestó Elminster con una sonrisa. El elfo asustado profirió un nuevo grito de alarma, pero Ivran lo acalló con un gruñido y se volvió de nuevo para dedicar al humano una sonrisa sombría.

—Vosotros, bárbaros peludos, os consideráis muy listos —comentó, con ojos relucientes—, y sois... demasiado inteligentes. Por desgracia, en los imbéciles el ingenio produce insolencia. Desde luego tú has demostrado tener gran provisión de ella, al ser tan insolente como para pensar que puedes masacrar a los herederos de no menos de diez Casas de Cormanthor (once, si contamos a Alastrarra, cuya gema del conocimiento llevabas cuando apareciste trotando entre nosotros; ¿quién puede asegurar que no mataste a Iymbryl para obtenerla?) y no pagar el precio. Algunos de los que disfrutan del rango de
armathor
sirven a Cormanthor con diligencia toda su vida y eliminan a muchos menos enemigos de los que tú ya has matado.

Con una exagerada sorpresa manifiesta, Ivran Selorn paseó la mirada por entre sus compañeros, y luego de vuelta a Elminster.

—¿Lo ves? Hay muchos más, aquí. ¡Qué magnífica oportunidad de añadirlos a tu puntuación! ¿Por qué no atacas? ¿Tienes miedo, acaso?

—La violencia nunca ha sido el modo de actuar de Mystra —replicó Elminster abriendo los labios en una semisonrisa.

—¿De veras? —inquirió Ivran, la voz estridente e incrédula—. ¿Qué fue entonces aquella explosión junto al estanque? ¿Un incidente natural, tal vez?

Con una sonrisa tirante y lobuna, hizo una seña a los otros elfos para que rodearan a Elminster, cosa que éstos hicieron en silencio, manteniéndose a una distancia segura. Entonces el cabecilla de aquella partida de caza se volvió hacia su presa y siguió:

—Deja que enumere a los herederos que has asesinado, oh el más poderoso de los
armathor
. Waelvor, y una sangrienta cosecha junto al estanque: Yeschant, Amarthen, Ibryiil, Gwaelon, Tassarion, Ortauré, Bellas, y, por lo que he oído decir a nuestros magos, ¡también a Echorn y Auglamyr!

Ivran volvió a avanzar, despacio, a la vez que arrojaba al aire la larga espada y la recogía en un grácil y nervioso malabarismo que El sabía significaba que la lanzaría muy pronto.

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