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Authors: Ángela Becerra

Tags: #Drama, romántico

Ella, que todo lo tuvo (34 page)

BOOK: Ella, que todo lo tuvo
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»De la infelicidad es responsable quien no busca apartarse de las reglas: TENGO QUE, DEBO Y QUÉ DIRÁN.

»Esto que hacemos tú y yo, buscar el QUIERO, PUEDO Y SOY, es nuestra última huida hacia la vida. ¿Lo probamos?

»¿Qué tal si nos quitamos las máscaras de una vez por todas? Y no me refiero a estas que llevamos; hablo de las que portamos en el fondo de nuestra alma, las que no se ven pero están, las que nos han paralizado durante tantos años.

»La única manera de vivir a plenitud es asumir lo que somos, independientemente de lo que los demás quieran que seamos.»

La Donna di Lacrima
se puso de pie y caminó dos pasos hasta quedar frente a él.

Delante de sus ojos le mostraba su sexo cristalino.

L. se levantó y quedaron uno frente al otro. Mirada contra mirada. El diamante azul resplandecía sobre la máscara de ella. Las palabras escritas en la de él escapaban…

cielos

manos

silencio

vida

arco

enciéndeme

ahóndame

pido

Estaba cada vez más cerca. Sus rostros se respiraban. Podía sentir su aliento tibio. La mano de L. se acercaba… ¿a su boca? No, no era a su boca… ¿Iba a tocar su pelo?… De repente, sus dedos tiraron del lazo y la máscara cayó. El diamante se desprendió y rodó por el suelo hasta detenerse bajo una de las jaulas.

El aleteo de un pájaro palpitó en el salón.

Ahora le tocaba a Ella. Su mano buscó entre los rizos de L. la cinta que aguantaba su máscara y las palabras cayeron astilladas a sus pies.

Allí estaban con sus rostros desnudos.

Ojos contra ojos, ojos en ojos, ojos dentro de ojos.

Las bocas se rozaban… las lenguas esperaban.

Respirarse, respirarse sin prisa hasta absorberse enteros. La vida convertida en fragancia.

Vista, olfato, gusto, oído…

… tacto…

Rozar sus labios. La lengua entra a tientas en ese espacio silencioso y profundo y escribe una palabra: «DESEO.»

Y la de ella responde mojada y deliciosa: «TE ESPERABA.»

La capa azul abierta en dos: sus senos se empinan y reciben unas manos ansiosas que le escriben: «SED DE BESARTE.»

Ellos responden: «BEBE DE MÍ LA VIDA.»

Su lengua roza su alma: «EN TI ME QUEDO.»

La de ella le contesta: «NO TE VAYAS DE AQUÍ.»

Piel contra piel, una lucha frontal hasta el espejo. Los cuerpos se reflejan y multiplican. Decenas de parejas desnudas. Piernas y brazos mezclándose. Un nudo. Las ropas caen. Y aquel deseo erguido entre los dos que busca…

Las manos atadas por las suyas. Él en su espalda. Lo siente, busca y entra, y la posee… Al fin, un vacío lleno.

Los pájaros se revuelven en las jaulas, un aleteo desenfrenado, explosión de luz y vida. Necesitan escapar, volar, elevarse hasta la cima del mundo. Palpar la muerte y la vida en un instante. Cantan enloquecidos, vuelan, rompen las ventanas, estallido de cristales… y escapan.

110

Después de muchos días, la lluvia se detenía.

Millares de pájaros toh cubrían el cielo de Firenze y lo pintaban de azul con sus plumajes. A lo largo del Arno, una niebla con olor a azahares invadía todos los rincones y se colaba en los Uffizi. Simonetta Vespucci resucitaba del cuadro y buscaba a su amor: Juliano de Medici. Se encontraban.

Todas las voces se silenciaban; sólo había espacio para el canto de los toh y los pichojués, y el concierto de campanas al vuelo de las iglesias florentinas.

Bajo el Ponte Vecchio, un tenor continuaba recitando el
Paradiso
de Dante Alighieri.

La vida acababa de regalarle un instante. Ésa era la felicidad. Había tocado el cielo entre las piernas. Amor y lujuria juntos. Ahora, se podía morir.

¡Maldita sea!, La Otra volvía y se dirigía a Lívido con una voz cavernosa.

111

—¡¡¡Vete!!!

112

Después del episodio del ático, Lívido esperó algunos días, pero al ver que ella no había vuelto a la librería decidió ir en su busca. Como no le abría, y temiendo lo peor, forzó la puerta. Se la encontró a oscuras, con los ojos perdidos, acurrucada en la esquina del salón entre los pájaros toh y los pichojués, tiritando de frío y con las ropas sucias y el pelo enmarañado.

La había bañado y vestido y, aunque le costó convencerla porque parecía estar muy lejos, finalmente se la había llevado a vivir con él a la via del Crocifisso.

Allí llevaba dos meses.

Por la academia se enteró de que el ático no era su única residencia; también tenía una habitación en el Lungarno Suites, un hotel situado a orillas del río, en la via Lungarno Acciaiuoli. Hasta allí fue y, una vez el conserje lo puso al tanto de lo sucedido, pagó la cuenta y recogió todas sus pertenencias.

Sabía que estaba muy enferma. Que si la quería no sólo iba a convivir con ella, sino también con aquel ser oscuro que se había ido adueñando de su cuerpo y la martirizaba. Pero la amaba; la amaba con toda su alma y sentía que por primera vez era útil e indispensable para alguien. Otro ser, mucho más frágil y desvalido que él, lo estaba necesitando de verdad.

A veces la oía mantener largas discusiones consigo misma; monólogos en los que argumentaba, insultaba, cantaba hasta caer exhausta y rendida a la evidencia de que La Otra era más fuerte. Cuando eso ocurría, prefería no enfrentarse y esperar.

Otras, la oía repetir y repetir el nombre de su hija, abrazada a un conejo de peluche que le había traído del hotel: «Chiara, Chiara, Chiara, Chiara…»

Trataba de permanecer con ella el mayor tiempo posible y la entretenía leyéndole los libros que sabía que le gustaban; aquellos que le había visto ojear en sus visitas a la librería, porque había descubierto que haciéndolo ahuyentaba a La Otra.

Cuando estaba bien, el piso se inundaba de luz; era capaz de reír a carcajadas, contándole divertidos cuentos que se inventaba para él. Gozaba explicándole cómo era su país; lo paseaba por paisajes inimaginados, ríos caudalosos y mares de siete colores, guaduales y palmeras, frailejones y cafetales; la cueva de los Guácharos, la laguna de la Cocha, el parque Tayrona, el cabo de la Vela, los silleteros de Medellín, los Llanos Orientales, Mompós. Se dejaba guiar por entre los verdes selváticos; lo llevaba a navegar por el Amazonas y a nadar a Juanchaco y Ladrilleros. Leían y releían hasta aprender de memoria el mapa colombiano. Le hablaba de los indios wayúus, los guambíanos, los yaguas, los chibchas y los muiscas, y después de tanto viaje imaginado acababan rendidos de amor, besándose y amándose con una mezcla loca de pasión y ternura; exhaustos de pieles, bocas, lenguas, sexos y caricias.

—¿Sabías que existen palabras perezosas? —le había dicho una tarde.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Que las pones en un texto, no hacen el trabajo que les has encomendado y terminan desertando. ¿Jugamos a nombrarlas? Tú dices una y yo otra. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

—NADA.

—TODO.

—SIEMPRE.

—NUNCA.

—VERDAD.

—MENTIRA.

—JURO.

—OLVIDO.

—No sé —le dijo preocupada— a veces tengo la impresión de no ser real; de ser un personaje que algún escritor creó en una novela y que estoy a punto de morir.

—Si eso fuera verdad, entonces tendríamos que morir juntos, pues yo hago parte de la misma historia.

—Por si acaso, he decidido no dejarme matar, Lívido. ¿Me ayudarás a conseguirlo?

—Claro que te ayudaré. La única manera de salvarnos es pactar con el sueño del escritor; hacernos amigos de él, seguir sintiendo. Mientras nos amemos, la historia no se acaba.

—¿Estamos soñando?

113

Ella empeoraba.

Lentamente iba asumiendo una actitud derrotista y el cansancio la llevaba a no luchar. Había días enteros en los que La Otra ocupaba su cuerpo y la maltrataba. Y algunos en los que parecía cansarse y la dejaba en paz. Entonces, con sólo mirar sus ojos, Lívido sabía que Ella estaba de nuevo con él y aprovechaba para amarla y colmarla de caricias y abrazos.

Cuando esto ocurría, le gustaba creer que por fin había logrado rescatarla de las garras de aquella enfermedad. Pero en cuanto acababan de hacer el amor aparecía La Otra vociferando y maldiciendo, y lo obligaba a apartarse amenazándole con hacerle daño.

Una tarde, Lívido visitó a Sabatini y terminó confesándole lo que estaba viviendo. Le dijo que la amaba con locura, que le era imposible vivir sin Ella y que necesitaba salvarla como fuera. El profesor, además de recomendarle a dos prestigiosos psiquiatras, terminó dejándole las filmaciones que le había hecho por si le eran de alguna utilidad en el análisis del caso.

—Date prisa o un día no volverás a verla —le dijo al despedirse.

114

¿Dónde estaba el revólver?

Lo había guardado en uno de los cajones del escritorio, pero no lo encontraba. Pensó en Ella y se asustó. ¿Por qué no había cerrado la puerta con llave? ¿Cómo había podido ser tan imbécil de haberse descuidado? Se había marchado hacía tres horas y no regresaba.

Salió a buscarla sin tener muy claro adónde dirigir sus pasos. La imaginó perdida a merced de La Otra y se asustó.

La lluvia continuaba azotando Firenze y la gente se había ido acostumbrando a vivir sin sol. Ni siquiera Dios parecía asomarse a ese cielo cansado de aguantar el peso gris del agua. Por las calles todo parecía normal. La misma rutina de paraguas y frío.

Fue hasta el hotel y le preguntó a Fabrizio, quien le aseguró no haberla vuelto a ver desde el día en que la ayudó a marchar.

Bordeó el río imaginando la ruta que podría haber hecho hasta llegar a la academia. En la secretaría preguntó por ella y también le dijeron que no había ido.

Un presentimiento empezó a golpearle el corazón.

Tenía que encontrarla cuanto antes. Cada segundo empezaba a contar.

115

Y de repente, la vio a lo lejos.

Estaba sentada en el muro del Ponte Vecchio, detrás del busto de Benvenuto Cellini, rodeada por un grupo de turistas que reían como si presenciaran un espectáculo de circo.

Ella y La Otra se peleaban. Una voz grave y cavernosa era replicada por otra suave y limpia.

—Maldita bruja, ¿qué te has creído? ¿Acaso me pediste permiso para irte a vivir con ese ratón de librería? ¡Qué poco gusto tienes!

—No te atrevas a mencionarlo. Lo quiero, y esta vez no lograrás quitármelo, ¿me has entendido?

—Cuántas veces tengo que decirte que no estás en condiciones de exigir nada, ¿ah?

—¡Vete de una vez! ¡Largo de mi vida! No me das miedo. No estoy sola, maldita sea. YA NO ESTOY SOLA.

—Si eso es verdad, dime… ¿dónde anda ahora tu angelito de la guarda? ¡Va, no me hagas reír! No mereces que te quiera nadie: acuérdate que mataste a tu hija y a Marco.

—¡Cállate!

—Eres una asesina.

—¡Mi Cinara está viva!

—Ja, ja, ja, ja. Pues entonces, dedícate a buscarla en lugar de ir fornicando.

—TE VOY A MATAR.

Lívido fue apartando a la gente hasta acercarse a Ella.

—No te me acerques —le gritó La Otra al verlo—. Esto es entre Ella y yo, ¿me has entendido?

—Por favor, Lívido, no me dejes —dijo Ella.

—«Por favor, Lívido, no me dejes.» ¡Qué vergüenza!

El librero se dirigió a La Otra y trató de engañarla.

—No tengo intención de acercarme a Ella. Aquí, entre nos, es muy sosa. En realidad, me gustas tú. Por eso estoy aquí.

—Eso está muy bien. Empezamos a entendernos.

—Prefiero las mujeres fuertes y enérgicas.

—Pues ésa soy yo.

—¿Quieres tomarte un café conmigo?

—Me encantaría, adoro el café.

—Lívido… —dijo Ella—. ¿Qué haces?

—Largo de aquí. Vete a buscar a Chiara, ¡furcia! —dijo La Otra.

Lívido la cogió por el brazo y se la llevó a un bar. Descubrió que La Otra también necesitaba afecto y que, además, si no te enfrentabas y dejabas que hablara, su agresividad disminuía y podía ser encantadora.

Le fascinaba el arte y la música, odiaba depender de alguien y le encantaba demostrar que era autosuficiente.

Caminaron protegidos de la lluvia por el paraguas, y sin que se diera cuenta acabaron en la consulta del psiquiatra.

Era la cuarta vez que la llevaba.

116

El enfermero se la llevó y Lívido se quedó en la sala de espera.

—Señora, siéntese, por favor —le dijo al entrar en la consulta—. En un momento, el doctor la atenderá.

La Otra se había ido y ahora estaba Ella. Mientras esperaba, se dedicó a observar.

Sobre el escritorio, el hombre había dejado un expediente. Ella lo abrió y miró hacia la puerta. Al comprobar que nadie venía, decidió leerlo.

Paciente: Ella Bonaventura.

Edad: 37 años.

Paciente: Ella Bonaventura.

Edad: 37 años.

Diagnóstico: 1-. Trastorno de Identidad disociativo. Dos personalidades:

1.Ella

2.La Otra.

En la infancia sufrió abusos sexuales.

2-. Parafrenia. Afirma haber tenido marido y una hija, muertos o desparecidos en accidente: Marco y Chiara.

¿Una familia inexistente? Comprobar.

Mientras lo leía, su corazón dio un vuelco. ¿Una familia inexistente?

¡NOOOOOOOOO! Chiara existía, claro que existía. La había sentido en su vientre, la había tenido entre sus brazos al nacer. La había arrullado, alimentado, cuidado y visto crecer.

En la pantalla del ordenador parpadeaba una imagen congelada. La miró y se reconoció. Era ella en medio del bosque. ¿En dónde estaba? Pulsó el
play
y dejó que la imagen continuara. Entonces se vio pero no se reconoció. No recordaba haber hecho la acción que aparecía en la pantalla.

Estaba con un martillo violentando la puerta del almacén donde había encontrado el zapatito de Chiara.

¿Qué hacía?

¡Dios! Cojeaba, no cojeaba. Y ahora, llevaba el vestido de flores de Chiara y lo metía dentro del almacén…

De repente se dio cuenta de todo y corrió al baño.

117

Cerró la puerta con llave. Enfrente, el espejo le reflejó la imagen de La Otra.

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