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Authors: Ángela Becerra

Tags: #Drama, romántico

Ella, que todo lo tuvo (32 page)

BOOK: Ella, que todo lo tuvo
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Tuvo necesidad de respirar ese mundo que se desperezaba ante sus ojos. Caminar por primera vez en dirección a su centro para hallar su propio reflejo. No quedarse en lo estático y anclado, sino en aquello que podía transformarse.

Pensó en sí misma y en el librero. Ella creaba libros y él los conservaba y protegía. Ambos amaban la palabra y habían llegado a ella por caminos diferentes que al final los habían unido; porque aquel universo de letras contenía el alma del mundo.

Ni siquiera sabía su nombre, pero… ¡qué más daba!

Después de haber compartido tantas tardes soledades y lecturas silenciosas, de haber respirado el mismo aire y tocado con sus manos la penumbra y el sueño de los libros; después de haber vivido entre sus brazos el despertar de su piel con aquel beso inmenso, lo había reconocido como algo muy suyo y ahora quería más, más de todo. Tenerlo cerca, al alcance de su corazón. ¿No era eso el amor?

Sentía que algo se licuaba en su alma. Alegría y miedo. Un cúmulo de contradicciones.

¿Cómo podía tener derecho a pensar en ser feliz si había matado a su marido y tal vez a su hija estrellándose contra aquel árbol? ¿Alguna vez podría perdonarse a sí misma? ¿Cómo quitar de en medio a La Otra?

¿Dónde viviría él?

Mientras se dirigía a ninguna parte, oyó la voz del vagabundo.

—Señora sin nombre…

Ella buscó y lo encontró en una barca junto al puente.

—No debería estar allí —le dijo ella al verlo—. El tiempo anda un poco loco.

—¿Loco? ¡Qué bien! Eso es lo mío. ¿Y usted, qué hace allá arriba?

—Aquí, matando el tiempo.

—Al tiempo no hay que matarlo,
signara;
ese maldito condenado nunca muere, ¿no lo sabía? Lo que hay que hacer es engañarlo. Me he dado cuenta de que es tonto, y si le haces creer que eres feliz, se larga a otra parte. Sólo fastidia a los tristes.

—Eso no me lo creo.

—Porque no ha hecho la prueba. Hágase la alegre y verá.

—¿Qué recita hoy?

—Esta noche le tengo preparado el
Paradiso.
¿Viene?

—Prefiero escucharlo desde aquí.

—Baje, y le prometo que entre los dos le encontraremos sentido al sinsentido. No sé por qué, presiento que usted va buscando algo que no sabe muy bien qué es. Quiere creer que la vida es una sola cosa, un bloque entero que se inicia al nacer y acaba al morir, y es o bueno o malo, y hay unos seres a los que les toca lo bueno y otros a los que les corresponde lo malo, pero se equivoca. La vida está hecha de pedacitos sueltos de todos los colores. Cosas que vives, cosas que sueñas, un poco de lo que te dice el vecino, otro poco de lo que imaginas; un trozo de pizza, dos capuchinos, una caída y una canción; dos raticos de sol, uno de dolor, una zambullida en un mar calmo, una ola despistada que te eleva, otra que te hunde…

Baje y saboreará mi paraíso. Hágame caso. Las cosas buenas nunca se dan cuando se piensan mucho. Déjele espacio a la improvisación. Déjese sorprender,
cara signara.

Ella dudaba.

—Una cosa es contemplar un plato apetitoso de comida, y otra muy distinta, comérselo. Escuchar el
Paradiso
de Dante en tierra firme, sin navegarlo ni vivirlo, no es lo mismo.

—Quizá tenga razón.

Oyó los primeros acordes con los que el músico templaba el violonchelo y no pudo resistir la tentación.

Descendió por unas escaleras de piedra que la llevaron al improvisado puerto. En el río, la barca esperaba. Allí le aguardaban, iluminados por las antorchas, aquellos hombres que recorrían la noche a lomos de sus sueños. Sintió alegría por lo que iba a hacer. ¿Acaso era eso la felicidad? ¿Pasear por el río y, entre versos ajenos, tratar de embolatar el miedo? ¿Recordar aquel beso vivido?

Se subió a la barca y cubrió sus hombros con una manta que le pasó el cantante.

La noche los aguardaba, expectante, abierta y libre. El barquero empezó a navegar, acompañando con sus remos las palabras del tenor:

La gloria di colui che tutto move

per l'universo penetra, e risplende

in una parte piú e meno altrove.

Nel ciel che piú della sua luce prende

fu' io, e vidi cose che ridire

né sa né puó chi di la su discende;

perché appressando sé al suo disire,

nostro intelletto si profonda tanto,

che dietro la memoria non puó ire.

Penetra el universo, y se reparte,

la gloria de quien mueve a cuanto existe,

menos por una y más por otra parte.

Yo al cielo fui que más su luz se reviste 

y vi lo que, al bajar de aquella cima, 

a poder ser contado se resiste;

pues cuando a su deseo se aproxima 

nuestro intelecto, se sumerge tanto 

que la memoria ya no se le arrima.

Se dejó ir en aquella voz que acariciaba y regalaba música. Nadie la atormentaba; sólo el recuerdo de lo vivido la arrullaba. La barca los llevaba de la mano, como una madre cuidadosa, por una noche que caía sobre ellos rotunda y húmeda.

De repente, un rayo anunció con su voz ronca la inminente llegada de la lluvia. Las primeras gotas cayeron sobre su cara y una sensación agradabilísima la invadió… ¿Cuánto tiempo hacía que no las sentía? Cerró los ojos y recordó los aguaceros intempestivos de Cali. Las hojas de las palmeras agitadas, bandadas de pájaros huyendo despistados, su hermana Lucía y ella cogidas de la mano en plena tormenta, cantando y saltando empapadas de risa: «Que llueva, que llueva, que la vieja está en la cueva…» Su madre corriendo tras ellas, correa en mano, gritándoles, furiosa: «¡Muérganas de los demontres!, ¡niñitas desobedientes!» Ellas escapando, totiadas de alegría. La lluvia borraba de su cuerpo las huellas de los dedos sucios del abuelo y la unía a Lucía.

A medida que crecía la noche, la borrasca arreciaba. Ya no eran simples gotas las que caían sobre la barca, sino un chaparrón descomunal. A pesar de ello, el violonchelista siguió tocando, acompañando la voz del tenor que desafiaba los truenos con estrofas del
Paradiso.

Mientras Firenze dormía, la barca subía y bajaba sobre un caudal que empezaba a dominarlos.

—Sería mejor que lo dejáramos —dijo Ella, rompiendo el hechizo—. Esto ya no tiene ninguna gracia.

El tenor no la escuchó. Declamaba enloquecido palabras que subían, se estiraban y desaparecían por las calles solitarias.

—Quiero bajar.

Ni el remero, ni el violonchelista, ni el cantante parecía que la oyeran. Era como si el río los hubiera hipnotizado.

—¡He dicho que quiero bajar!

La barca entró en un remolino y comenzó a girar enloquecida. Las antorchas se apagaron. El cielo se desfondaba sobre ellos, inmisericorde.

101

Eran las dos de la madrugada y Lívido no dormía. Pensaba febrilmente en Ella. Tenía grabada la expresión de su rostro: sus ojos entregándole el alma, sus labios dejándose encontrar. Su cuerpo desmadejado, nadando entre las olas de aquel beso.

La sintió temblar y romperse en sus brazos; reclinar su cabeza sobre su hombro, como una niña desvalida, mientras él acariciaba despacio sus cabellos. Habían permanecido unidos en esa comunión que da la íntima fatiga de un beso saciado y, de repente, como si la esperara alguien o se hubiera acordado de algo urgente, había huido, llevándose consigo el pañuelo de seda y la orquídea.

Antes de marchar, sólo una pregunta: «¿Son míos?»

Ahora, acompañado por el repiqueteo de la lluvia que azotaba con insistencia los cristales de su habitación, trabajaba en la última carta que entregaría a primera hora a
La Donna di Lacrima.
Esta vez lo hacía con la vehemencia y el convencimiento de que era a Ella y no a la mujer de la máscara a quien la dirigía.

Se levantó y al hacerlo notó que esta vez nada le crujió; el frío que le había acompañado durante tantos años se había marchado. Sentía que su sangre circulaba caliente por su cuerpo y que sus pies finalmente entraban en calor.

Dio un último repaso. Había llegado al final. Ya no tenía nada más que transcribir. A lo largo de todos esos meses le había ido copiando, una a una, las páginas que aparecían escritas en el viejo diario, y ahora sólo quedaban hojas en blanco, carcomidas y manchadas de vejez; un párrafo interrumpido en mitad de una página, como si de repente su dueño se hubiera cansado, se le hubiera terminado la tinta o sencillamente hubiera muerto. Una historia inacabada que tal vez completaría ella, como había hecho con el libro restaurado.

Había llegado la hora.

Con el pétalo que incluía completaba el mensaje cifrado: 7, ése era el día. Viernes 7.

Dobló la carta, encendió la vela y lacró el sobre, imprimiendo con fuerza sobre la gota de cera escarlata el sello con la letra L. Mientras lo hacía pensó en la máscara que estaba a punto de terminar; la falsa identidad que iba a cubrir su rostro. ¿Intuiría que detrás de L. se encontraba el hombre a quien ella llamaba librero?

102

Hasta ese
Paradiso
le había sido adverso.

Amanecía sobre Firenze y sus calles continuaban recibiendo el castigo del agua. Ya no veía el río, sólo lo oía de lejos. A pesar del caudal, la embarcación había logrado mantenerse a flote y ahora, tenor, violonchelista y barquero, todos estaban a salvo.

El paseo río abajo se había convertido en una angustiosa travesía que, más que alabar el
Paradiso,
parecía aludir al Diluvio Universal, pues la barca había estado a punto de zozobrar.

Le parecía que llevaba siglos bajo el agua. A pesar del helaje, el recuerdo de aquel beso la mantenía despierta y caliente. La lluvia caía inclemente sobre sus hombros y el cielo, en pie de guerra, preparaba con alevosía el azote de su furia.

No quería regresar al hotel por temor a que La Otra la estuviera esperando. Sin embargo, no tuvo más remedio que hacerlo.

Al llegar, encontró vacía la recepción. Tocó la campanilla y apareció Fabrizio.

—¡Señora Ella! Pero si parece que venga de un naufragio —le dijo, sorprendido—. Permítame un momento.

Se perdió en la oficina y regresó con una toalla.

Ella la recibió y empezó a secarse la cabeza.

—Déme su abrigo; debe estar helada. ¿Quiere que le mande a preparar un buen chocolate? La hará entrar en calor.

—Fabrizio, necesito que me haga un favor y no me pregunté por qué: si en cuatro horas no he salido de la habitación, entre y ayúdeme a salir.

—Usted tiene la llave, señora Ella.

—Ya lo sé. Pero por si acaso.

—¿Es que… quizá… se siente mal?

—Sólo hágalo. No permita que me encierre ella.

—¿Que la encierre… quién?

—Nada, nada, he dicho una tontería, no me haga caso. Y sí, le acepto el chocolate, bien espeso, y que eche humo; ya sabe que me gusta hirviendo… Pero, primero, voy a darme un buen baño caliente, a ver si logro que se me descongele el cerebro.

103

Sólo entrar, La Otra salió a su encuentro y la encerró, pero antes la obligó a llamar al conserje a decirle que no la molestara, que la orden anterior quedaba anulada.


Pronto, chi parla?…

—¿Fabrizio?

—Dígame, señora…

—Por favor, no quiero que me moleste nadie.

—Están a punto de subirle su chocolate. ¿Desea cancelarlo?

—No; dígale al camarero que lo deje en la puerta. Saldré a buscarlo. A partir de este momento, voy a permanecer encerrada algunos días. He decidido continuar con mi novela y necesito paz.

—Pero usted me había dicho que…

—Sé lo que le dije, pero he cambiado de opinión.

—Está bien, señora Ella, si es lo que quiere.

—Ah… y, por favor, si alguien me llamara, aunque lo dudo, no existo. Pienso aislarme del mundo.

—Como guste —le contestó Fabrizio como si fuera una clienta cualquiera; odiaba cuando le hablaba de manera tan autoritaria y fría; no entendía sus cambios de humor. Pasaba de la calidez a la frialdad en pocos segundos. Era como si vivieran en ella dos personas. Cuando estaba así, prefería olvidarla.

—Otra cosa, Fabrizio, además del chocolate, necesito mi botella de vodka y una cubitera con… 

—De acuerdo, señora.

Claro que no la iba a molestar. Le enviaría todo el hielo y el vodka del mundo para que se sumergiera entera. ¿Quién diablos se había creído que era? «Fabrizio, tráigame», «Fabrizio, déjeme», «Fabrizio, bájeme», «Fabrizio, súbame»…

Estaba harto de que lo cogiera como a un trapo de la limpieza. Por él, ya podía sepultarse en la habitación, ahogarse en vodka, morir de inanición o en una de sus habituales pesadillas. Se había cansado de irle detrás como un perro faldero. No pensaba aparecer más por allí.

104

Durante una semana no pudo volver a salir. La Otra la tenía secuestrada en la habitación del hotel. La hacía beber, comer, bañarse, dormir, escribir tonterías, escuchar música y ver la televisión, pero no la dejaba hablar con nadie ni asomarse siquiera al balcón.

Había tomado por completo el mando de sus deseos y necesidades, y hasta la había obligado a no pensar en el librero. Pero Ella seguía haciéndolo a escondidas, igual que de pequeña, cuando el abuelo la ataba de manos y la cubría con las sábanas para que nadie se enterara de que era su prisionera.

Mientras su asqueroso dedo la rompía una y otra vez y le prohibía pensar en otra cosa que no fuera aquella porquería, su imaginación creaba animalitos de nubes. Lucía estaba con ella y jugaban a encontrarlos en el cielo. «¿En qué piensas? —le preguntaba él mientras sus cochinas uñas la escarbaban—. ¿Te gusta, mi princesita, me quieres?» Y ella decía que sí, que le encantaba, que lo quería, porque lo que en ese instante estaba viendo era un cielo lleno de elefantes y gatos, perros y ositos, todas las nubes convertidas en el zoológico más bello jamás visto.

Ahora, volvía a sobrevivir de esa manera. Aprovechaba para perderse en recuerdos porque sabía que de esta forma La Otra la dejaba tranquila.

Ojos cerrados y mente abierta. Cali. Calor y brisa.

Loma de Miraflores… las hermanas nos deslizamos abrazadas en tablas de madera por la hierba. Aire en las mejillas, velocidad, el delicioso olor a sudor niño; me abrazo a Lucía, siento su corazón latir, latir de dicha. La voz de Clara: «¡Agárrense bieeeeeennnn…!» Risas y alegría.

Domingo, paseo a San Antonio. Comemos conos de mora, lengua y lengua, y de a poquitos porque es bendito, hasta llegar al fondo. Miro a Lucía y me regala lo que le queda, ¡qué rico, más helado!

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