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Authors: Ángela Becerra

Tags: #Drama, romántico

Ella, que todo lo tuvo (14 page)

BOOK: Ella, que todo lo tuvo
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»Anda, levanta de nuevo la mirada y búscame. Estoy aquí, escondido entre tinieblas, donde sólo llega tu perfume, donde sé que puedo alcanzarte. Así, así, búscame. Gírate despacio y mira recto hacia mí. Esa sombra negra que ves, esa niebla oscura y densa que casi no respira por mirarte, esconde sentimientos. Me preguntaste aquella vez mi nombre y no te contesté. Me llamo Lívido, qué nombre más estúpido, ¿verdad? Me lo puso mi madre cuando me vio salir de su vientre antes de tiempo. Su voz retumbaba en mis oídos:
"¡Lívido!… ¡Este niño mío está lívido";
lo dijo gritando, para que el mundo entero se enterara. Aquel escuálido sietemesino era sólo eso, un feto triste y pálido, venido a deshoras.

»No te equivoques; no soy el insípido, frío, desteñido, desvaído, a punto de desaparecer… Lívido. Me ha costado muchos años entender que no soy mi nombre. Soy un hombre; simple y llanamente, un hombre, como tú una mujer. Mírame, eso es, así, sin verme. Aunque hoy sólo lo hagas por pura curiosidad, aunque no alcances a percibir ni siquiera mi sombra, un día lo harás porque me necesitas.»

37

No se daba por vencida.

Como cada sábado, Ella acudía al lugar del accidente en su Fiat azul, buscando aclarar el enigma de la absurda desaparición. Mientras conducía, la voz de Ornella Vanoni cantaba
Domani é un altro giorno.
Mañana será otro día…Sobre el asfalto, una capa de hielo creaba un espejo en el que se reflejaba un sol cansado, que rompía los raquíticos huesos de una arboleda quemada por el frío.

Llegó al lugar, tomó el primer desvío y aparcó en el camino de piedras que llevaba a la casa abandonada, la que tantas veces había revisado buscando a los seres que había perdido en esa maldita curva. Cogió del asiento el ramo de violetas que siempre dejaba en el lugar y abrió la puerta del coche. Una soledad helada la abrazó. El sonido del viento era un llanto de plañideras en un velorio sin muertos.

Cerró los ojos y sintió los pequeños dedos de Chiara asidos a su cuello y su vocecita preguntándolo todo.

Mamá, si no quiero crecer, ¿puedo no hacerlo?

Mamá, ¿por qué no hablan los conejos?

Mamá, ¿por qué no puedo decidir si no me quiero morir?

Mamá, ¿puedo dar marcha atrás y borrar las cosas que no me gustan?

Mamá, ¿verdad que el cielo está roto?

Mamá, ¿quién inventó el dolor?

Mamá, ¿por qué tengo que estudiar matemáticas si no hablamos con números?

Mamá, ¿por qué Dios es tan callado?

Mamá, ¿por qué no somos invisibles como él?

Mamá, ¿por qué hay gente mala?

Mamá, ¿por qué las serpientes son tan feas?

Mamá, ¿por qué a los pobres nadie los quiere?

¿Mamá puedo…

Fue hasta el árbol y repasó palmo a palmo las huellas dejadas por su coche. La corteza estaba seca y la herida se había convertido en el nicho donde cada semana depositaba las flores. Tomó el ramo marchito y lo cambió por el fresco. Se abrazó al tronco, puso su oído en él y volvió a oír el ahogado chirrido del freno, su desgarrador grito, el golpe brutal y el
Confutatis
de Mozart cantando sobre ese silencio solemne que llevaba en sus notas la desgracia.

Se sentó en la hierba, evocando las horas previas al siniestro: el concierto en la iglesia donde Chiara había hecho el solo de violín; su vestido azul y sus zapatos de charol resplandeciendo en el altar, los aplausos, su cuerpo grácil haciendo la venia tantas veces ensayada, las miradas cómplices de su marido, su sonrisa, la carrera hacia sus brazos, su pelo ondeando sobre sus hombros, los besos… sus besos…

¿Se estaba doliendo por ellos o por sí misma? ¿En la desaparición de Marco y Chiara, estaba su propia desaparición? ¿Por qué no los dejaba marchar? Cuanto más los recordara, más prisioneros estarían ellos de ella, más prisionera ella de ellos. Más vivos estarían. Dejarlos marchar, decirles adiós para siempre; soltarlos como a los pájaros toh que escondía en el ático, abrir las puertas de las jaulas, las ventanas, y que volaran… ¡¡NO!! 

NO PODÍA.

Señaló en un plano la zona que trabajaría ese día y empezó a descender la escarpada colina. Al llegar abajo, una espesa niebla se la tragó. Continuó caminando un largo rato a tientas entre la bruma que exudaba olor a tierra empapada, hasta que de repente el sonido inconfundible del agua vino a su encuentro. A sus pies, escondido entre los tupidos matorrales de hoja perenne, serpenteaba un caudaloso río. Miró en el mapa tratando de localizarlo, pero no lo encontró. Recogió del suelo un madero podrido y lo lanzó con fuerza al agua. En pocos segundos la corriente lo arrastró, atrapándolo con fuerza hasta engullirlo por completo.

¿Y si los cuerpos hubiesen salido disparados del coche por el impacto, rodando pendiente abajo hasta el río?

Mientras pensaba posibles desenlaces, en la otra orilla algo llamó poderosamente su atención. Colgada de una rama, entre los matorrales empapados, lo que parecía ser una cinta de color azul, maltrecha y sucia, amenazaba ser llevada por el torrente. Estaba segura de que el día del concierto su hija había elegido esa cinta para ponérsela en el pelo. Cerró los ojos tratando de recordar y vio la cara de Chiara en el espejo. Sí, llevaba la cinta. Necesitaba alcanzarla como fuera, pero para hacerlo debía atravesar el río.

Se quitó zapatos y calcetines, se sacó los tejanos y probó la fuerza y la profundidad del caudal sumergiendo hasta el fondo la pierna sana. Aunque la corriente la tiraba, el agua sólo le llegaba a la cintura. Miró a lado y lado buscando algún asidero por si el río la arrastraba y encontró una rama alta que lo cruzaba de lado a lado; se agarró con fuerza, metió la otra pierna y probó a caminar. Estaba helada. Bajo sus pies, la lama adherida a las piedras era una baba que la hacía resbalar. Dio un paso, tres, cinco, y estiró el brazo hasta tocar la cinta. Una vez la tuvo entre sus dedos empezó a tirar de ella con ahínco, pero se resistía, atrapada como estaba entre las higueras. De repente, en un último tirón, la rama se desgajó del árbol, ella perdió el equilibrio y su cuerpo cayó.

Un estruendo sin fuerza, un chapoteo flojo y un grito casi imperceptible:

«¡¡¡Auxilio!!!»

38

Era el sexto sábado que la seguía.

La primera vez se la había encontrado por pura casualidad en el cruce de la via Aretina, conduciendo en dirección a Arezzo, pero ella no lo identificó a pesar de haberle tocado el claxon. Después decidió seguirla en silencio y, aunque cada semana la veía en el instituto, no quiso comentárselo. Como no tenía nada que hacer salvo matar los fines de semana como podía, ahora se dedicaba a acompañarla de lejos en su extraño ritual. Sabía a qué hora salía del hotel, dónde desayunaba y la plaza donde compraba el ramo de violetas; la velocidad a la que conducía y el lugar dónde aparcaba; conocía aquella cara de dolor con la que acariciaba el árbol y el gesto que hacía al cambiar las flores marchitas por las frescas. Por eso, cuando esa mañana rompiendo su rutina la vio descender colina abajo hacia la espesura del bosque, se extrañó. Su pierna no estaba preparada para moverse por esos parajes de piedras y relieves discordantes.

Sin embargo, no cojeaba, ni siquiera parecía tener dificultad alguna. Saltaba por entre los matorrales con la habilidad de una niña traviesa, como si toda su vida hubiese vivido entre los árboles. De lejos, su edad se diluía hasta parecer una adolescente tardía con ganas de vivir experiencias nuevas. Su cuerpo grácil se fundía en la bruma y pasaba a ser la silueta de un hada perdida.

Disfrutaba viéndola caminar, liberada de aquella pesadumbre que arrastraba en sus clases.

El profesor Brogi le había comentado el vehemente interés suscitado por la página que le había dado en la cátedra de
Il Restauro
para que ella aplicara las técnicas aprendidas, y él, tras estudiar a fondo el folio que permanecía en el laboratorio de lavado, concluyó que aquel diario perdido que buscaba y al que perfectamente podía pertenecer el fragmento era sin duda una valiosa pieza del Quattrocento que también le interesaba. La quería no por su contenido, sino por su antigüedad. Sencillamente, para valorarla.

Ahora, mientras contemplaba la enigmática imagen de la mujer entre los árboles, buscando con un mapa en la mano no se sabía qué, imaginaba muchas historias. Ella, una escritora, podía ser perfectamente la protagonista de su propio libro. ¿Cómo no lo veía? Sus movimientos, incógnitas y silencios eran una continua narración de nadas y de todos. Sólo hacía falta observarla para saber que vivía un mundo aparte, onírico, misterioso y tal vez apasionante. Un mundo que él jamás viviría, pues su soledad y aburrimiento eran tales que ya había renunciado a todo.

La vio detenerse delante del río, escudriñar palmo a palmo sus orillas, adelantarse y mirar a ambos lados antes de desnudarse y perderse en la espesura.

Él pensó que a pesar del helaje la mujer quería darse un baño, y por decencia renunció a seguirla espiando. Dio media vuelta y empezó a ascender en dirección al coche. Después, todo fue rápido. El sonido seco de un golpe en el agua y aquella voz escuálida pidiendo auxilio.

Al oírla dio media vuelta.

Corrió, tropezó con la raíz de un árbol y su cuerpo rodó por la pendiente hasta que su cabeza dio de lleno contra una piedra. Se levantó como pudo y sintió aquel líquido espeso deslizarse por su cara.

Se había roto la cabeza.

Cuando finalmente llegó al lugar, la escritora había desaparecido.

39

La encontró.

En un recodo, su camisa blanca flotaba en el agua semejando el plumaje de un cisne muerto. Su cabeza desfallecida reposaba en un tronco podrido que flotaba en el río.

—¡ELLA! —gritó el profesor Sabatini, corriendo en su ayuda con la cara ensangrentada, mientras trataba de taponar su herida con una mano. La hemorragia no cedía y el dolor era insoportable.

La cabeza de la escritora continuaba inerte.

—¡¡¡ELLAAAA!!!… ¡Dios mío!

Se acercó como pudo hasta el lugar. Tenía que actuar rápido o corría el riesgo de que el río definitivamente se la llevara. El furioso caudal tiraba de su cuerpo, pero algo la sujetaba. Su camisa se había enredado en la afilada punta de una roca, anclada en el centro del torrente. Su cara, enmarcada por el pelo empapado, parecía abandonada a un sueño placentero. ¿Continuaba viva?

Con la embestida del agua, su blusa empezó a rasgarse. Sin pensarlo dos veces, el profesor Sabatini se lanzó y cuando estaba a punto de perderla, tiró de su brazo y la alcanzó. La mano cerrada aún aguantaba la cinta azul.

Nadando contracorriente la arrastró hasta la orilla y, sacando fuerzas de donde no tenía, logró rescatarla del río.

Sobre el césped, su cuerpo amoratado por el frío aún se estremecía. Acercó su dedo a la nariz y sintió su débil respiración.

—Ella, ¿me oye?

La escritora no reaccionó. Comenzó a frotar con ahínco sus piernas y sus brazos helados, tratando de que entrara en calor.

—Ella, por favor, responda…

Sólo su respiración daba fe de que vivía.

De pronto, su vista se nubló y el sonido del río se fue perdiendo en un oscuro túnel de silencio. Aquel dolor agudo en su cabeza se iba, se iba, se iba… y un placer desconocido entraba en él. Nada dolía. Una pesadez negra se lo engulló de golpe. Su cuerpo cayó inconsciente sobre la mujer, que seguía sin despertar.

40

Lo primero que sintió fue un gran peso sobre su abdomen; lo segundo, un frío intenso en sus piernas. Al abrir los ojos se encontró con la cabeza del profesor Sabatini reclinada sobre su pecho. Un hilo de sangre se deslizaba lento sobre la cara del catedrático. Se sentía confusa y desorientada. ¿Dónde demonios estaba? ¿Sería ésta otra pesadilla, como tantas a las que ya estaba acostumbrada? El helaje no le permitía mover ninguno de sus miembros. Sólo sus manos respondieron torpemente a la orden.

Miró a su alrededor y reconoció el lugar. Su puño, agarrotado por el frío, todavía conservaba la cinta por la que se había arriesgado a cruzar aquel torrente.

Trató de incorporarse levantando el cuerpo del catedrático, sin tener ni idea de qué hacía aquel hombre sobre ella. Una vez lo dejó en la hierba, quiso reanimarlo.

—¿Profesor, me oye?

Zarandeó sus hombros esperando alguna reacción y al ver que no respondía volvió a llamarlo, esta vez por su nombre.

—¿Mauro, me oye?

Buscó a su alrededor tratando de localizar el lugar donde había dejado el resto de su ropa, pero se dio cuenta de que la corriente la había llevado lejos y no alcanzaba a ver ni siquiera la casa abandonada. Necesitaba con urgencia que alguien los ayudara.

De pronto, el catedrático masculló unas palabras:

—¿Es… tá usted bien?

—Eso mismo le pregunto yo —respondió la escritora, sorprendida—. ¡Qué susto me ha pegado! ¿Qué le ha ocurrido? Tiene una herida, ¿puedo…?

El profesor bajó la cabeza.

Después de examinarla, Ella arrancó un trozo de su camisa y le limpió la zona lesionada.

—Yo no soy médico, pero le aseguro que debe ir a que lo suturen. La lesión parece profunda.

—Lo mío es lo de menos. Dígame, ¿cómo se encuentra? ¿Sabe qué le pasó?

—La verdad es que no comprendo nada. Usted y yo… —hizo un gesto de elocuente sorpresa—, en este estado tan…, no sé si me entiende. Es todo muy extraño. Su herida, mi desnudez.

El profesor quiso tranquilizarla.

—No se preocupe, no ha pasado nada. Siento que me haya encontrado de esta manera. Oí su grito pidiendo auxilio, la encontré desmadejada en el río y luego…, sencillamente trataba de que reaccionara, pero parece que me desmayé. ¿Qué hace en un lugar tan inhóspito?

—Estoy buscando… —los dientes le castañeaban—. Perdón, me muero de frío.

El profesor se quitó la chaqueta y se la ofreció.

—Lo siento, está empapada. Si me permite —la ayudó a levantarse—. Sé dónde está su ropa.

Mientras caminaban, Ella continuó.

—Todavía trato de encontrar pistas; de esclarecer qué pasó con mi hija y mi marido. Éste fue el sitio del accidente, ¿sabe? Aquí desaparecieron.

—Es un lugar de niebla, donde habita la nada.

—Aunque vengo cada semana, nunca me había encontrado con nadie… hasta hoy.

—La niebla es traicionera. Hace ver cosas que no existen y las que de verdad están, se las engulle de un bocado.

—Ni siquiera sabía que existía un río.

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