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Authors: Ángela Becerra

Tags: #Drama, romántico

Ella, que todo lo tuvo (5 page)

BOOK: Ella, que todo lo tuvo
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—¿Cómo puede ser posible?

—Alrededor de esa gema se han tejido muchas leyendas. En pleno Renacimiento el escultor Benvenuto Cellini afirmaba que su gran enemigo, Farnesio, había intentado matarlo usando polvo de diamante, y el papa Clemente VII, al parecer, falleció tras seguir un tratamiento curativo con partículas molidas de diamante. Sin embargo, también se dice que salvó a muchos otros de la muerte. ¿De qué habla la historia que sus padres le contaban?

—De amor, habla de amor; ese sentimiento que ha caído en desuso. Cuentan que mi abuela, siendo niña, mientras jugaba a disfrazarse con ropas antiguas, encontró en un viejo baúl un libro envuelto en un pañuelo de seda. Era una especie de diario con lomo de terciopelo rojo e incrustaciones de piedras preciosas: perlas, rubíes, zafiros… Le dijeron que había pertenecido a una adolescente que había muerto en extrañas circunstancias. Mi abuela no volvió a separarse de él, pues lo consideraba su gran tesoro, hasta que una noche, mientras dormía, alguien lo robó de debajo de su almohada y nunca más se supo de él. Al cabo de mucho tiempo, cuando ya se había casado, recibió en un correo anónimo esta página.

Ella señaló el folio que seguía extendido sobre la luminosa pantalla.

—Interesante, muy interesante —dijo Mauro mientras se acariciaba la calva—. ¿Dónde vivía su abuela?

—Según contaban mis padres, en el palazzo Bianchi.

—Entonces, con absoluta seguridad, provenía de una familia noble.

—Realmente, no puedo asegurarle nada de nada.

—Esta página es una joya, escuche —el profesor fue traduciendo con destreza las palabras del antiguo toscano al italiano—. «Mi amada, esta noche sin luna, espérame al alba. Entraré por tu ventana. Por favor, no me castigues… por favor, te lo suplico. No resisto más sin verte. Me arde el alma; mi boca es una losa de mármol muerto sin tus besos. Mi pecho sin tu piel es tierra arrasada por el fuego. Me duele cada segundo sin sentirte, no puedo soportarlo. ¿Acaso no lo entiendes? Mi sexo agoniza sin ti. Mis fuerzas flaquean. Déjame entrar en tus sábanas, abrir tus piernas de miel…, mi vida. Yo lameré tus muslos, avanzaré despacio con mi lengua hasta beberme tu humedad de rocío. Sí, el dulce néctar de tu rosa abierta. Te haré llorar de placer, amada mía, y cuando ruede tu primera lágrima, la convertiré para ti en un diamante…, mi diamante azul.»

Al terminar la última frase, el profesor permaneció en silencio; después levantó la mirada.

—Maravilloso. Quien lo escribió reproducía una nota: aquí hay un llamado de atención, ¿ve esta estrella, al inicio y al final del párrafo? Antiguamente, hacía la función de las comillas. ¿Le dice algo lo que acabo de leer?

Ella negó con la cabeza. Habría preferido no contarle lo del diamante.

—Es una hermosa pieza —afirmó, entregándosela—. Ojalá halle lo que busca, aunque lo dudo muchísimo. Sería como encontrar una aguja en un pajar. Puede estar en cualquier parte… o en ninguna. ¿Sabe cuántas páginas desaparecieron en 1966 en las fauces del Arno? Alrededor de mil millones.

—No es posible.

—Fue una tragedia mayúscula. Jamás se sospechó que el río llegaría a hacer tanto daño, y menos que se ensañara con el arte de la forma que lo hizo. Nos cogió a todos desprevenidos. No alcanza a imaginar el magnicidio artístico que fue todo aquello. Firenze se convirtió de la noche a la mañana en una Venezia de canales de lodo putrefacto que llevaba en su corriente una fuerza destructiva infinitamente superior a la que sufrió la ciudad en la segunda guerra mundial.

—¿Qué pasó con los libros?

—Muchos fueron rescatados por los
Angelí del Fango, jóvenes
estudiantes voluntarios, venidos de todos los rincones de Italia y Europa, que respondieron a la llamada de auxilio creando escuadrones de salvamento. De no ser por ellos, la mayor parte del arte recuperado hubiese muerto. Fue una catástrofe dantesca que yo viví en carne propia. Ya le hablaré de ello.

El profesor la invitó a salir.

—Si le interesa, podría enseñarle el sótano del Gabinetto, donde tengo mi taller. Está aquí mismo, en el número 42 de la via Maggio. No se imagina la cantidad de obras que todavía esperan para ser restauradas. La mayoría son supervivientes del
Alluvione.
—Miró el reloj—. ¡Dios! Qué tarde se nos ha hecho. Es hora de empezar la clase, ¿viene?

—Claro —le dijo Ella—, aunque me encantaría seguir hablando con usted. Lo que explica me apasiona.

Caminaron en silencio y cuando estaban a punto de entrar en el aula, ella sugirió.

—¿Podría ir esta tarde, profesor?

—Mañana… ¿Le parece mejor mañana? —pidió el catedrático—. Hoy tengo un compromiso. Si puede, la espero a las siete, al finalizar su última clase.

—De acuerdo. Allí estaré sin falta.

11

Las campanas de la iglesia del Santo Spirito anunciaron la hora y Ella lo confirmó en el reloj que colgaba de la pared. La clase se le había hecho eterna cortando, pegando e hilvanando papeles. De todas las asignaturas que recibía, la que enseñaba a construir manualmente un libro era la que menos le apasionaba. Prefería el libro escrito, leído, gastado y vivido. Se quitó el delantal, ordenó pinceles, bisturís, gomas y líquidos; guardó las páginas que estaba trabajando en la gaveta marcada con su nombre, se lavó las manos y buscó su abrigo que colgaba del perchero. Había estado pensando toda la tarde en lo que había descifrado Mauro. Aquellas frases la estremecieron: era meterse en la piel de un ser desconocido que se moría de deseo. Allí estaba la fuerza de la palabra escrita inmortalizando ansias, un amante sediento, una página suelta. Aquello había quedado suspendido en el aire, traspasando los siglos; su deseo continuaba vivo en sus palabras. «Lo que se escribe no muere», pensó.

Salió del
Istituto
y un viento desvalido la hizo estremecer. Había cesado de nevar y sobre los bloques helados de las aceras se acumulaba un manto de polvo blanco. Tuvo miedo de caer y, más que nunca, se apoyó sobre su bastón. Seguía las indicaciones que le había dado el profesor: girar a la izquierda y buscar el número 42. A medida que avanzaba comenzó a percibir un olor nauseabundo de cadáveres, cloacas y descomposición. Sus pies sentían el peso fangoso del agua; era como si, de un segundo a otro, la calle se hubiera convertido en un torrente furioso que vomitaba escupitajos de odio por sus fauces. Un color de muerte compacta inundaba la ciudad. Los muros crujían, las ventanas aullaban, las puertas sollozaban, se desprendían y agonizaban en las riadas insaciables del Arno. Mientras Ella flotaba sobre aquella espiral de lodo pestilente, a su paso emergían perros muertos, ruedas de bicicletas, trozos de coches, gatos reventados de agua, pájaros sin alas, cristos sin brazos, cabezas de esculturas sin cuerpo, una
madonna
sin marco, cuadros, espejos rotos, pedazos de mesas y asientos, trozos de cornisas, gobelinos, alfombras, cristales, cajas, libros y más libros. Bibliotecas enteras escurriendo sabiduría, desmembrándose, ahogándose frente a ella. Baúles abiertos, sedas, sombreros, flores, árboles arrancados de cuajo, raíces convertidas en cíclopes marinos hambrientos, engulléndose lo que a su paso se encontraban. La ciudad entera deshaciéndose. Los gritos le llegaban nítidos:
«Oh… Dio!», «Aiuto!» «Flaviaaaaaaaaa, la mia bambino…!»

El cielo caía a plomo sobre la via Maggio y Ella no podía escapar de aquella visión apocalíptica. Trataba de rescatar lo que veía pasar, pero el lodo se había convertido en un animal feroz que pedía y pedía y devoraba y devoraba. Era como si el agua se hubiera espesado hasta convertirse en un monstruo gelatinoso. Percibía en la atmósfera desolación e impotencia. Un desastre sideral. Quería frotarse los ojos, que aquella visión desapareciera, pero a medida que se acercaba al lugar donde había quedado con Mauro las imágenes cogían más fuerza.

Al llegar a la sede del Gabinetto Letterario, los fantasmas del
Alluvione
se desvanecieron. La puerta estaba abierta y un joven la esperaba.

—¿La
signora
Ella? —le preguntó, amable—. El profesor Sabatini la está esperando. Acompáñeme, por favor.

Atravesaron el que fuera el gran patio de carruajes del antiguo palazzo hasta alcanzar una puerta de hierro que al abrirla chirrió. En una sala de techos altos y mesas sin fiorituras, Mauro daba el visto bueno a dos chicas que acababan de pulir unos documentos para su posterior lavado. Mientras se entretenía dando instrucciones, la vio entrar. Aquella mujer de ojos infinitos, tristeza desvalida y bastón con empuñadura de cristal se acercaba sin prisas hasta él.

—¿Llego muy pronto? Quizá debería regresar más tarde —le dijo mientras se aproximaba.

—En realidad, hace rato que la espero.

El profesor la recibió con dos besos en las mejillas y la invitó a seguirlo.

—Usted no es de aquí, ¿verdad?

—No deberíamos tener nacionalidad, ¿no cree? —contestó Ella.

—Tiene razón. Qué más da saber de dónde somos si a veces no llegamos ni a saber quiénes somos. En realidad, estas preguntas son sólo formulismos, frases muleta cuando no sabemos por dónde empezar.

—Soy colombiana… ¿ha estado alguna vez?

—No, nunca he ido, aunque no niego que un día me gustaría. Tengo algunos amigos arqueólogos que sí han estado, en La Ciudad Perdida. Todos dicen que su país es muy bello.

—Sí que lo es. Yo hace muchos años que lo abandoné —suspiró, nostálgica, sacudiéndose los recuerdos—. En fin… Profesor, estoy ansiosa por conocer lo que guarda en los sótanos.

—No crea que el espectáculo es atractivo. A mí todavía me duele contemplarlo. Hacemos lo que podemos, son demasiados libros y hay muy pocos restauradores buenos. Si estos «enfermos» no son bien tratados, sería peor el remedio que la enfermedad. No es nada fácil diagnosticarlos; aunque la epidemia del agua fuera la causante del mal, cada uno ha evolucionado distinto frente a… —el profesor se quedó pensando— podríamos llamarlo el «virus». Venga, debe tener cuidado con las escaleras, son muy empinadas.

Se adentraron por un pasillo oscuro y Ella volvió a tener la misma sensación de catástrofe que la había embargado hacía pocos minutos. De pronto todo se transformaba. La estancia era un río de botas enfangadas. Cientos de jóvenes, los
Angelí del Fango,
convertidos en espectros, creaban una cadena humana, y por sus manos pasaban libros y libros que escurrían putrefacción.

La voz de Mauro se oía lejana dando cifras: «…treinta mil hectáreas de área urbana anegada…, seiscientos ochenta y cinco millones de metros cúbicos de agua…, un millón de toneladas de barro…, un año para limpiarlo»; sobre ella, débiles quejidos que escapaban de cada libro creaban un solo lamento que iba creciendo hasta alcanzar los techos abovedados del sótano, donde rebotaban en un eco largo y triste. Los ejemplares exudaban voces y lágrimas, tenían vida propia.

En las estanterías, serpientes de volúmenes florecidos de agua y fango habían formado esculturas jurásicas, mientras las paredes exhibían un nuevo arte: geografías de moho, petróleo y barro. Ya nada quedaba de todo aquello, pero todo permanecía allí. Ella lo percibía; podía ver el alma de la tragedia a pesar de que aquel desastre hubiera sucedido hacía cuarenta y un años.

—Por favor, acérquese —la voz del profesor la trajo de nuevo al presente.

Sobre una mesa descansaba un voluminoso ejemplar con una enorme pesa que retiró con cuidado.

—Este libro tardó en escribirse dieciocho años. En él participaron veinte artistas, entre adornadores, pintores y escribientes. Póngase esto —le ofreció unos guantes—; no tenga miedo de tocarlo, ahora ya está restaurado.

Mientras lo hacía, Ella volvió a pensar en el diario. Ahora que intuía lo que podía contener, quería encontrarlo como fuera. ¿Adónde había ido a parar?

—Es triste desconocer para siempre las palabras que ocupaban estos espacios —le dijo Ella, señalando un agujero en la página a la que habían añadido una finísima pieza de papel en blanco—. A partir de ahora, este libro tiene que aprender a vivir fracturado. Su restauración no puede añadirle lo que perdió.

—Como las personas cuando han sufrido una pérdida —afirmó el profesor mirándola a los ojos. Llevaba días observándola, y sus silencios la delataban. Intuía que detrás de su presencia distante, se escondía una terrible tragedia. Ella sintió un aguijón en el alma. Pensó en Marco y en Chiara, y un nubarrón cubrió su corazón.

—La pérdida —añadió ella—, cuando se produce, no tiene nada que ver con lo que has imaginado. Te manosea y viola una y otra vez hasta que acabas sometida a su dolor. Es repugnante sentirla deslizarse por tu cuerpo con sus babas inmundas, como una sanguijuela que te chupa y debilita. Tienes que acostumbrarte a su presencia, aunque la odies. Dejas de respirar esperando que aquella falta de oxígeno se apiade de ti y se te lleve, pero la vida te castiga dejándote aquí —miró al profesor sin verlo—. Sigues, con una existencia discontinua: muerta, viva, muerta, viva, muerta. Como si dependieras de un interruptor que no dominas… encendida, apagada… tratando de matar el tiempo, a sabiendas de que es él quien te está matando sin un ápice de misericordia.

—Entiendo —dijo el profesor.

—¿Ha perdido a alguien? —preguntó Ella.

Él negó con la cabeza.

—Entonces, perdóneme, pero no puede entenderlo. Ese dolor es algo muy íntimo y personal; está ligado a la piel del alma.

De repente Ella se percató de que estaba hablando más de la cuenta y se excusó.

—Lo siento, no he venido aquí para hablar de esto.

—No tiene por qué disculparse. Usted vino a aprender a restaurar libros, y esto no es otra cosa que tratar de entender a un enfermo para darle el tratamiento adecuado que atenúe sus penas. Siempre he considerado al restaurador como una especie de médico… —El profesor calló por un momento y de nuevo volvió a hablar—. Hay algo que nunca le he confesado a nadie.

Ella lo miró intrigada.

—Este oficio es desgarrador.

—¿Desgarrador?

—Usted hablaba de la pérdida, la de vidas humanas. Pero en el mundo del arte existe otro tipo de pérdida que duele tanto como la de un ser querido. Yo soy un hombre solitario, muy solitario, ¿sabe? Para mí la vida es lo que ve aquí —levantó los brazos, tratando de abarcar el sótano—. Cuando uno dedica horas, semanas, meses, años y años, toda una vida cuidando, limpiando, sanando y protegiendo a seres como éstos —cogió en sus manos el gran tomo restaurado—, aquí ya no hay sólo papel y tinta, ¿me comprende? Hay una vida. No Se imagina lo doloroso que llega a ser separarse de algo así. Se aprende a amar hasta sus bacterias y agujeros, todas sus miserias… como si fuera un amor imposible.

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