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Authors: Ángela Becerra

Tags: #Drama, romántico

Ella, que todo lo tuvo (11 page)

BOOK: Ella, que todo lo tuvo
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Ella, que al pasar a su lado había sentido un raro cosquilleo en el cuello, lo miró y en una fracción de segundo pensó en volver a escribir. Aquello podía ser la escena de una nueva novela. Un hombre insípido abría una puerta y una mujer perdida entraba. ¿Podría escribirlo? ¿Daría de sí aquella historia? Antes de verlo desaparecer en la penumbra del pasillo, decidió hablarle.

—Perdón… ¿Se acuerda de mí?

Lívido se giró y la miró, aparentando indiferencia. La escritora insistió.

—Tropezamos hace semanas en la via Maggio; usted perseguía una página suelta. Parecía muy preocupado por alcanzarla. Hay textos que no deberían perderse nunca, ¿no le parece?

Él asintió; dudaba entre contestarle o mantener el mutismo en el que escudaba sus miedos, esa distancia que le era tan incómoda y a la vez tan atractiva. «Qué raros somos los seres humanos», pensó. Tras unos segundos de silencio, sucumbió a la tentación.

—¿Via Maggio? —Fingió que pensaba. Un momento de espera y— Usted iba… ¿con su marido, quizá?

—¿Se refiere al hombre que me acompañaba? ¡Oh, no!, es el profesor Sabatini. Imparte cátedra de restauración en la academia donde estudio.

Lívido se alegró. Si Sabatini no era su marido, tal vez estaba soltera. En su mundo de soledades, las alegrías provenían de cosas tan sencillas como el suponer.

—Tiene usted libros espléndidos, verdaderas joyas de la literatura —continuó Ella, tratando de llenar el silencio.

Lívido no contestó.

—Se necesitarían varias vidas para leerlos como se merecen. A veces la codicia de querer saber está reñida con el tiempo de poder leer.

Ninguna respuesta.

Ella insistió.

—¿Los ha leído todos?

El librero pensó que los dos eran dos abismos, dos inteligencias fallidas. Ella, queriendo acercarse a él, lanzaba frases como flechas; él, queriendo acercarse a ella, las esquivaba.

Se quedó sola merodeando entre estanterías, mesas y cajones, en ese sitio que empezaba a sentir como propio.

Pensó de nuevo en aquel hombre y se reafirmó. Sí, podría ser el perfecto protagonista de una novela. Quería conocerlo más, hablar con él, descubrir qué vida llevaba. Tras ese aparente mutismo, estaba segura de que escondía algo que podía ser interesante para su escritura.

Decidió insistir.

—¿Hola? Olvidé preguntar su nombre…

Silencio.

—Oiga…

Silencio.

—¿Sigue ahí?…

Silencio.

—¿Me oye?

Lívido la oyó, pero no contestó.

28

La noche espesaba su soledad. Al otro lado de su conciencia, una sombra, la suya, armaba y desarmaba un rompecabezas tratando de encajar fichas sueltas que le ayudaran a aclarar su enrevesada vida, pero todas las encontraba tan parecidas que no sabía cuál correspondía a qué. De repente, por la ventana de la suite se coló esa voz líquida que alguna noche había bañado sus madrugadas florentinas.

Nel mezzo del cammin di nostra vita

mi ritrovai per una selva oscura

che la diritta via era smarrita.

Ahi quanto a dir qual era é cosa dura

esta selva selvaggia e aspra e forte

che nel pensier rinova la paura!

Tant'é amara che poco é piú morte;

A mitad del camino de la vida

yo me encontraba en una selva oscura,

con la senda derecha ya perdida.

¡Ah, pues decir cuál era es cosa dura

esta selva salvaje, áspera y fuerte

que en el pensar renueva la pavura!

Es tan amarga que algo más es muerte,

Era el vagabundo, al que no veía desde el lastimoso viaje que había hecho a Roma.

De un salto se levantó de la cama y corrió hasta la terraza para no perderse el espectáculo. La noche la recibió con un gélido abrazo; la via Lungarno Acciaiuoli estaba desierta, y el termómetro colgado en el exterior no marcaba ningún grado.

En la gélida bruma, los ecos de aquella voz brutal retumbaban y se expandían, aleteando como pájaros negros. Bajo uno de los arcos del Ponte Vecchio, dos antorchas iluminaban un escenario fantasmagórico que flotaba sinuoso sobre las aguas del Arno. Los reflejos del fuego danzaban entre las barcazas repletas de espectadores tan espectrales como el cantante, que lo escuchaban declamar a voz en grito un canto de
La divina comedia,
al tiempo que un encorvado violonchelista rallaba con notas tristes el filo de la noche. En medio del recital, la estatua de Benvenuto Cellini se asomaba despistada desde el puente.

El cantante la vio. Desde el balcón, el camisón blanco de Ella ondeaba como una bandera de paz.


Signora
sin nombre… ¡Estoy aquí! ¿Puede verme?

El violonchelo acompañaba esa conversación íntima; un leve susurro oído sólo por ella.

—Le prometí que vendría y aquí me tiene. Llevo semanas y semanas recitando para usted el
Inferno.
¿No me oía?
Ah, adesso capisco! Dov'è la sua anima, il suo cuore, signora mia?
Cuando falla el corazón, falla el oído.

Ella tiritaba de un frío que no provenía del exterior. Un frío que fabricaba compulsivamente su alma.

—¿Cuál es la naturaleza
del suo peccato, signora?
Porque de acuerdo a su pecado será su castigo. Recuerde: en el
Inferno
de Dante todos sufren la consecuencia de su falta.
Io posso redimerla con una canzone,
una
bellissima cantone
o un verso, pero primero debe confesarme
il suo peccato. È possibile che sia la tristezza?

—¿Me pregunta por mi pecado? Primero quisiera saber qué es pecado.

—Pecado es todo lo que vaya contra su felicidad.

—Entonces, mi pecado es la vida.


La vita…, ma, com' é possibile che la vita sia un peccato? Peccato é non viverla, signora.

—¿Y cuando no se sabe de qué manera vivirla para que nos dé alegrías?

—Se aprende, señora. A ser feliz, se aprende. El desequilibrio es el primer síntoma para alcanzar la gloria.

¿Le molesta sentirse así? Eso está bien, no se ofenda. Ya ha dado el primer paso. Es necesario sentirse mal, perderse para encontrarse, creo que ya se lo había dicho. ¡Piérdase totalmente!, sin miedo; es la única fórmula de hallar un camino nuevo.

—Las palabras que usted dice pueden no significar lo mismo para mí. ¿No lo ha pensado?

—Todas las palabras son flexibles y además tienen su propia voz; depende de la boca que las pronuncia y de que la persona que las escucha quiera entenderlas.

Ella entendía de eso. Su escritura le planteaba enigmas que a veces eran resueltos por seres ajenos que sabían leer entre líneas lo que escribía.

—Si por ejemplo estuviera en mí darle la «alegría» que no tiene, ¿qué cantidad estaría dispuesta a recibir? Porque cuando se sufre de inanición, una sobredosis puede matar.

Ella no contestó.

—¿Le asusta, verdad?
Ah, signora mia,
también aquello que creemos la felicidad puede ser una fuente de desgracia.

—¿Y si genero una dependencia hacia mi abastecedor?

—Entonces acaba de crear un nuevo sufrimiento.

—¿Tiene sentido estar aquí?

—El sentido, como la palabra lo indica, se basa en sentir. Y para sentir es condición sine qua non estar vivo. Diga en alto la palabra VIDA… y ahora cuénteme lo que esa palabra le evoca…

—Muerte…


Oh, Dio!,
verdaderamente usted necesita un salvavidas.

29

En el número 46 de la via Ghibellina, Lívido aguardaba a que un vecino abriera el soberbio portón para colarse dentro y dejar en el ático de
La Donna di Lacrima
la carta que con tanto esmero le había preparado. La paciencia era una de sus grandes virtudes y llevaba esperando más de una hora. Mientras lo hacía, estudió la fachada del deteriorado edificio renacentista que aún conservaba restos de su antiguo esplendor. Paredes desteñidas, ventanas cerradas, cansancio en los muros. ¿Cuánta gente habría soñado entre sus paredes? ¿Cuántas historias, besos furtivos, guantes caídos, encuentros y desencuentros escondía ese portal? ¿Cuántos bailes, sus regios salones? ¿Cuántas intrigas urdidas entre carcajadas y derroches de vino y manjares? Ahora, el interior del antiguo palazzo era un conglomerado de apartamentos marchitos; habitaciones, pasillos, cocinetas y baños divididos y triturados, donde sus ocupantes, como en una gran fábrica, elaboraban historias sin parar. Historias que nadie contaba por insulsas, descoloridas y planas. 

La casa se había convertido en viviendas para malpasar los días. Familias que desayunaban, comían y cenaban, lavaban la ropa, pagaban la hipoteca, se peleaban, se reconciliaban, se ilusionaban y desilusionaban, dos, tres, cinco, cientos de veces, hasta alcanzar el glorioso momento en que se instalaba definitivamente el conformismo y nada volvía a preocupar. En esa casa todo era aburrido; todo, salvo el ático de
La Donna di Lacrima.
Allí se encerraba un universo en donde se perdía el sentido de la realidad, y aunque Lívido jamás lo había visitado, era capaz de adivinarlo con los ojos cerrados. Llevaba anotadas en una libreta todas las descripciones escuchadas en el Harry's Bar, donde ya era un clásico de los hombres reunirse para hablar de la fantasía vivida con la enigmática mujer a quien algunos empezaban a atribuirle poderes mágicos.

Estando todavía a la espera de que alguien se dignara entrar o salir de la casa, un coche oficial se detuvo delante de Lívido y de la puerta posterior descendió un hombre de traje impecable que miró a lado y lado de la calle antes de pulsar el timbre del ático.

Lívido miró el reloj; faltaban quince minutos para las doce; demasiado pronto para ser recibido, pensó. Esperó a que el desconocido entrara y, cuando se escabullía dentro, vio que el hombre volvía a salir y llamaba al chofer que le esperaba en la calle. Parecía como si hubiese olvidado algo.

En el ático, Ella repasaba las últimas cartas recibidas buscando en los sobres la caligrafía gótica del hombre que firmaba con la letra L, pero no encontró ninguna.

Tenía sentimientos encontrados respecto a aquel ser que sólo existía a través de ese papel antiguo y de esa tinta con aroma a eucalipto.

Le gustaba y le molestaba que el desconocido no tuviera ningún deseo de conocerla.

Sus largas y fascinantes cartas, con hermosas miniaturas pintadas en un extremo a la manera de los códices, estaban compuestas de dos partes: en la primera, transcribía una historia ajena que la subyugaba y de la cual quería conocer más y más; en la segunda, copiaba pasajes de libros y frases de autores conocidos. Cada palabra estaba trabajada con una pulcritud y una belleza exquisitas. Allí encontraba todo lo que le gustaba; lo que sin ninguna duda ella hubiese subrayado en caso de haberlos leído antes.

Ahora no sólo le intrigaba cómo debía ser, qué edad tendría, a qué se dedicaría; se había creado una especie de juego mudo que los unía. Aquellas misivas la obligaban a investigar novelas, ensayos y poemarios a los cuales podía pertenecer cada uno de los textos finales. Eran páginas que sueltas decían una cosa, pero leídas una a una en orden cronológico conformaban un libro en el que, a pesar de pertenecer a autores diferentes, todo armonizaba y tenía una continuidad.

Un suave sonido, como una exhalación, la interrumpió. Se levantó y buscó hasta encontrar de dónde provenía. En el suelo del recibidor se deslizaba un sobre que llevaba escrito en el dorso y en letra gótica «Para
La Donna di Lacrima».
Lo recogió y rápidamente abrió la puerta, buscando alcanzar a la persona que acababa de dejarlo, pero no vio a nadie. Sólo unas huellas de escarcha que morían en las escaleras.

Cinco minutos más tarde, sonaba el timbre.

30

Ese mediodía los pájaros andaban alborotados en las jaulas, exhibiendo sus suntuosos plumajes azules, como si se prepararan para asistir a una gran fiesta. Colgados del techo, los incensarios de plata arrojaban bocanadas de humo que danzaban en el aire como sinuosas vocales, tratando de crear un alfabeto nuevo. La vegetación exudaba un brillo vegetal en aquel calor tropical que envolvía el perfumado cuerpo de
La Donna di Lacrima.
Antes de cubrirse el rostro con la máscara, se miró al espejo. La mujer que se encontró delante le habló.

—¿Por qué haces esto?

—¿Hablas conmigo?

—Hace días que no quieres escucharme.

—Dime, ¿por qué lo haces?

—¿Hacer qué?

—Vestirte así, cubrirte con la máscara… recibir a todos estos hombres que no te importan en lo más mínimo.

—Tú bien sabes por qué lo hago.

—¿A quién tratas de engañar?

—Necesito encontrarle un sentido a esta vida.

—¿Crees que el sentido de TU vida está en otros?

—Quizá.

—Estás abdicando de lo que eres, representando un papel sin estar realmente en él. Como no eres capaz de vivir en ti y contigo, has decidido aferrarte a un ser inventado para «vivir» a través de él.

—¡Y a ti qué te importa! En todo caso, es mi decisión, ¿o piensas decidir por mí?

—Qué ingenua eres. ¿Todavía crees que los demás tienen para ti la clave de tu felicidad? La vida no es más que una misma música que cada uno interpreta de manera distinta.

—¿Una música? ¿Y dónde está la partitura?

—Dentro de ti.

La Donna di Lacrima
soltó una carcajada y continuó en tono sarcástico.

—Qué cursilada más grande acabas de decir. «La vida es una MÚSICA que está dentro de ti.»

—Está bien. Sigue perdida, es tu decisión. Ponte la máscara…

Se la puso y miró el diamante que colgaba del lagrimal. La imagen del espejo volvió a hablarle.

—¿Crees que porque llevas esa máscara ya no eres tú? ¿Que esa piedra son tus lágrimas? Mientras no aprendas a llorar, no sabrás lo que es sentir. Anda, vete. ¿A quién recibes hoy?

—Ya sabes, al juez. Ese está peor que yo.

—Todos están peor que tú. Así te escudas para no enfrentarte a ti. Ojalá cuando lo hagas no sea demasiado tarde. La vida te está pidiendo a gritos que afrontes de una vez por todas lo que eres, tus carencias y vacíos, pero tú sigues fantaseando; es mucho más fácil, ¿no es así?

La Donna di Lacrima
miró a la mujer que se reflejaba en el espejo y, señalándola con el dedo, la amenazó.

—No vuelvas a decirme que no soy capaz de llorar, ¿me has oído, maldita sea? Los que lo hacen, de ojos para fuera, muchas veces son incapaces de sentir de verdad; se limitan a derramar agua. ¿No has visto a los actores? Si la escena lo exige, lo hacen sin problema gracias a una técnica aprendida. No tienes ni idea de lo que es… llorar por dentro. Duele mucho más llorar sin lágrimas.

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