János aún puede recordar vagamente la llegada desde Száthmar de la Condesa, apenas dos semanas después de que partiese. Teniendo en cuenta los días que duraba el viaje de ida y el de regreso, su estancia allí no pudo durar ni una semana. Y es que, en efecto, tres chicas eran escaso botín para demorarse por más tiempo.
Sólo años después Pirgist lograría enterarse de lo que, presumiblemente, ocurrió en esa breve incursión hasta Száthmar. Esto lo supo de una de las lavanderas amigas de Kata, y a la que ésta se lo contó un tiempo después. Era más de lo mismo, pero siempre con ligeras y macabras variaciones.
Erzsébet había hecho desnudar y atar aquellas chicas. Primero fueron los azotes, luego las quemaduras propiciadas casi al azar en diversas partes de sus cuerpos. Luego se desplegó el reducido pero eficaz arsenal de tortura que llevaba consigo allí donde se trasladara. Les clavaron alfileres por piernas y brazos. También en el rostro. Posteriormente ordenó que se usaran unas pequeñas tenazas para ir arrancándoles los pezones, que les hacían tragarse. Así, aquellas muchachas fueron obligadas a irse comiendo parte de sus propios cuerpos. Y, de nuevo con las tenazas, les arrancaban porciones de piel a tiras, de carne que, una vez recuperadas ligeramente de los desmayos en que caían, les hacían comer por la fuerza.
El atizador al rojo iba y venía a la chimenea encendida con tanta frecuencia como se les echaban por encima barreños de agua para reanimarlas, proseguir la sesión y, con ésta, su inacabable agonía. Las tenazas desgarraban los labios y sus genitales, que asimismo intentaban que se los tragasen. Como esto resultase dificil, dado el estado lamentable de las muchachas, ella decidió entrar en acción.
—¡Dejadme a mí, atajo de inútiles! —parece ser que les había gritado a sus ayudantes, soliviantada porque las cosas no estaban marchando tal y como ella pretendía.
»¿Queréis que grite? ¿Acaso pensáis que ya está muerta? —preguntaba amenazante y mirando alrededor suyo—. Ahora os enseñaré yo cómo vuelve a lamentarse, la maldita embustera…
Entonces cogía un cirio ardiendo o el atizador candente y se lo introducía por la vagina. Una sacudida o un estertor le hacía sonreír en señal de victoria. La chica, en efecto, aún no estaba muerta del todo. Todavía debían seguir arrancándole carne o piel de aquí y de allá con las tenazas, cuya punta ella misma ponía al rojo aproximándola un poco al fuego del lar. Así hasta que se le morían, cuando un cirio introducido hasta el vientre, desgarrando las entrañas de aquellas infortunadas, no provocaba el menor movimiento. Era entonces cuando Erzsébet podía ponerse realmente furiosa. Acababa de perder a su presa en mitad de la cacería, o así lo creería ella. Era entonces cuando sobrevenían amenazas a todos los presentes y el ya inútil ensañamiento con los cuerpos quemados y mutilados. Había llegado a golpear, en tales momentos de frenesí y decepción, a alguna de sus ayudantes, pero nunca a la bruja de Miawa, que una vez más asistía indecisa a la escena. Con ella no se atrevía, como nunca se atrevió a golpear, siquiera ligeramente, a la vieja Darvulia. Temía hacerlo por motivos obvios: creía en el poder de sus conjuros y maldiciones.
—¡Ezra, ven conmigo! —había exclamado aquella noche en el castillo de Száthmar luego de haber acabado, una tras otra, con las tres chicas.
Erzsébet jadeaba y tenía la mirada vidriosa a causa de la cólera. Era el momento en que Májorova, siempre en una estancia apartada de donde estuviesen Ficzkó, Jó Ilona y Dorkó, debía aplacar la ira de la Señora, pues ésta podía volverse contra todos si no se cortaba a tiempo. Y allí Májorova procuraba darle alguna nueva pócima que la tranquilizase, la suficiente ración de resina de cáñamo como para dejarla aturdida por espacio de varias horas, tiempo durante el cual Erzsébet, tumbada en el lecho, babeaba y murmuraba frases ininteligibles presa, sin duda, de formidables visiones que era incapaz de traducir a palabras comunes, por más que Májorova procuraba hablarle, pidiéndole que le describiese aquello que veía.
Sencillamente, ella estaba en otro mundo, un mundo compuesto por miles y miles de imágenes por minuto que se sucedían en su mente sin darle tiempo a centrarse en una sola, y mucho menos a verbalizarla. Después solía caer en un estupor que se convertía en sueño profundo, asimismo plagado de vertiginosas imágenes, pues ese sueño era acompañado de frecuentes convulsiones: seguía viendo.
Salía Májorova de la estancia con actitud preocupada, y daba órdenes de cómo debían deshacerse pronto de aquellos cuerpos. Pero en su voz y sus gestos los otros tres sólo deseaban leer lo que tanto esperaban, un signo que indicase: «Estamos salvados. Por hoy estamos salvados».
Bajo ningún concepto Erzsébet debía ver, al despertar, esos cuerpos sin vida, porque ello le recordaría algo que deseaba olvidar: su último y frustrado intento de alcanzar la plenitud torturando. Así que se deshacían de ellas como buenamente podían, presurosos e intercambiando las menos palabras posibles.
Kata no asistió a esas torturas llevadas a cabo en Száthmar. Ella aguardaba en el piso de abajo, rezando o haciendo cualquier cosa con tal de distraerse, pese a que los gritos primero y luego el repentino silencio le indicasen qué había sucedido. Pero también ella debía ayudar en la penosa tarea de hacer desaparecer los cuerpos. De entrada se trataba de dar rápida y anónima sepultura a las chicas, después de limpiar a fondo la habitación en la que habían muerto, casi siempre llena de sangre y extremidades seccionadas o chamuscadas: un dedo, el lóbulo de una oreja, algo que podía ser un labio y que sólo era ya un gurruño violáceo. Lo hacía conteniendo los vómitos, pensando que limpiaba otra cosa. Así una y otra vez, recitando una oración para sí misma.
Y, de vuelta a Csejthe, se repetía la lánguida monotonía de la ida. Apenas se hablaban entre sí, porque nada tenían que decirse. Si no había chicas, como en esa ocasión, en una carroza iban Erzsébet y Májorova, y en la otra Kata con aquellos tres seres miserables pero en el fondo llenos de pavor. No hablaban porque los cuatro sabían que era preferible obviar todo comentario respecto a lo sucedido en el lugar de donde regresaban, y que de alguna manera todos querían olvidar pronto. Sólo Ficzkó hacía de tanto en tanto un comentario insustancial o bromeaba con cualquier fruslería, sobre el estado del tiempo, o si tenía hambre, o si dejaba de tenerla. Dorkó y Jó Ilona nunca comentaban nada. Miraban todo el rato hacia el exterior, hundidas, quién sabe, en sus propios miedos y remordimientos. Imaginando, es posible, cómo zafarse de la situación en la que estaban implicadas de modo tan irreversible.
Dorkó tenía un aspecto lardáceo, un tanto atocinado, como si en vez de cara tuviera una enorme nuez, dos ojos y una boca. Hasta su modo de hablar, con un ronroneo característico, tenía un tono ulceroso. Jó Ilona poseía mejor aspecto, quizá por su obesidad y el color sonrosado de sus mejillas, que parecían siempre encendidas. Se mordía los labios constantemente, y un lunar en el rubicundo mentón la afeaba de forma considerable. En cuanto a Ficzkó, todo en él parecía dengoso y desmejorado. De ojos turbios, con un ligero bizqueo que llamaba la atención por lo mucho que parpadeaba, solía emitir cada poco rato su risilla sardónica, que en realidad recordaba a una contracción más de su boca y su faz, diríase que atacadas por un movimiento compulsivo, sobre todo al hablar.
En el exterior, y tras los cortinajes, iba pasando el paisaje ya conocido. Espacios yermos y campos a medio segar. Montones de mies apiñados en conos, el forraje para el ganado. Aquí, entre tierras de labranza, un rodil de estructura más o menos cuadrangular, allá las jaras siempre verdes expeliendo ládano, y más allá matorrales de adelfas y ligustros. De tanto en tanto, cuando se aproximaban a una aldea, se veían perros casi en los huesos tratando de sacarse las niguas y pulgas inútilmente. Y postigos y cancelas que iban cerrándose con discreción conforme pasaban ellos. Todo un síntoma. Aquí una mujer embarazada y mugrienta desplumando una gallina, allí un hombre con la camisa sudada colocando en clavos ristras de mazorcas para que resecasen. Todos, sin excepción, procurando apartar la mirada a su paso, y si no podían hacerlo porque las carrozas pasaban justo al lado de donde se encontraban, siempre idéntico gesto: las mujeres, una pronunciada reverencia, los hombres quitándose sus gorros y llevándoselos al pecho mientras inclinaban ligeramente la cabeza en dirección al suelo. Poco más que eso le quedaba a Erzsébet, la otrora munífica esposa del Conde Nádasdy, de lo que fueron sus dominios: pobreza y recelo.
Pero ni rastro de niñas.
Aun así, la Condesa, a la que nuevamente debían de estar despertándosele los sentidos luego de un letargo de horas, les obligó a efectuar un trayecto distinto al usual. Decidió que, a costa de perder por lo menos una jornada, se desviasen hacia la zona de Bánovce y Oslany, siguiendo el curso del Nytra por el sur. Desde allí se dirigirían hacia Trnava, donde conocían una fonda en la que pernoctar antes de tomar el camino recto hacia Csejthe. Ella, en su carroza, parecía un cruce de meretriz romana y odalisca turca tras una noche de desatados furores y sicalípticas aventuras.
Era imposible saber de qué hablaban Erzsébet y Májorova en las largas horas de viaje en soledad. Los palafreneros nada sabían o podían oír y en aquella ocasión, por la premura con que se decidió la marcha, ni siquiera habían tomado la precaución de hacerse acompañar por algunos
haiducos
, máxime teniendo en cuenta que por esos lares no podía descartarse la súbita aparición de bandidos que se refugiaban en espeluncas y cuevas de las cercanas montañas. La Condesa ya no se fiaba de los
haiducos
, sobre todo después de la huida de aquellos dos, y que János recordaba como un hito. Cada vez más aislada. Cada vez confiando más en su propio poder.
En cierta ocasión en la que, como ahora, viajaban en dirección a Bicsé sin la guardia de rigor, les asaltaron varios bandidos. Eran cinco fuertemente armados, y Erzsébet, dado el pánico de su servidumbre, se enfrentó a ellos sin otros argumentos que los de su propia persona. Asomó la cabeza por la ventanilla de su carroza y, tras apoyarse solemne en el pescante, salió de ella plantándose firme ante el que parecía el jefe de aquella cuadrilla y le dijo:
—Infeliz. Llevo aquí, en mi cintura, una daga que ha cortado más cuellos que los años que tú puedas tener, y muchísimos más de los que aún te quedan de vida, créeme… —Le hablaba sin parpadear, traspasándolo con la mirada. Luego siguió—: Si osas dar un paso al frente, uno solo, ten por seguro que también tu cuello vendrá a engrosar la lista de mi daga…
El hombre pareció dudar, aunque con una risa forzada en los labios. No esperaba fanfarronadas de una dama. Aquello le desconcertaba. Pero viendo que de allí podían sacar joyas y pieles, hizo el gesto de encararse con Erzsébet.
—¡Quieto donde estás! —gritó ella, y sacó su daga en apenas un segundo—. ¿Es que no imaginas con quién te enfrentas? ¿Es que tan difícil te resulta suponer qué te pasará, a ti y a los tuyos, os escondáis donde os escondáis, si te atreves a rozar mi ropa?
Después le dijo su nombre, pero incluyó el del Conde Ferenc Nádasdy, como si estuviese aún vivo. Constatando que el otro miraba indeciso a sus compinches, siguió hablándole, ahora en tono seguro pero a la vez vagamente coloquial, como se hacía con un can para recriminarle algo:
—Quien me mira a los ojos más de un minuto, y tú ya lo has hecho con creces, perece sin remedio. Debes saberlo. A pesar de ello, y teniendo en cuenta la vida triste que sin duda lleváis, consiento en datos unas monedas. Id por vuestro camino y olvidad esto. —Y luego, sin dejarle tiempo para reaccionar—: En lo sucesivo, estúpidos, procurad elegir mejor a aquellos a quienes pretendéis abordar…
Y le tiró con desdén unas monedas de plata sobre la hierba. Ya había enfundado de nuevo su flamante daga, convencida de la reacción que iba a provocar. La había leído en sus atemorizados ojos. El hombre se apresuró a recoger aquellas monedas que como limosna le ofrecían, y acto seguido incluso hizo una inclinación con su tronco, en señal de gratitud.
—¡Largo de aquí, que apestas! —bramó ella agitando su mano.
En unos momentos los bandidos desaparecieron tan pronto como habían surgido de la nada. Pero tampoco en esta ocasión Erzsébet cumplió su palabra. No hizo más que llegar a Csejthe, que llamó al jefe de la guardia de los
haiducos
. Le relató lo sucedido con muestras de suma agitación y, cuando aquél se atrevió a insinuar la imprudencia que había supuesto salir sin escolta, ella a punto estuvo de golpearle con su vara de fresno. Se contuvo por poco.
—Quiero que sin más dilación salga un grupo de veinte hombres en busca de esos canallas que ni mi carroza reconocen. Quiero sus cabezas aquí antes de una semana. ¿Lo has comprendido? Sus cinco asquerosas cabezas, en sacos. Yo misma las miraré, por si intentas engañarme. Recuerdo sus rostros como si estuviera viéndolos en lugar del tuyo. —En realidad estaba amenazándolo con correr idéntica suerte si fracasaba en su búsqueda, y el otro pareció entenderlo—. No lo olvides. Una semana y las cinco cabezas. Si lo haces, tendrás tu recompensa. De lo contrario… —Y lo observó de arriba abajo con detenimiento, como cuando estamos frente a alguien que no logramos recordar aún, pese a que algo en él nos resulta familiar.
—Tendréis lo que pedís, Señora —dijo escuetamente el jefe de la guardia haciendo una reverencia. Previamente Erzsébet ya se los había descrito con detalle, así como la zona en la que fue abordada y el lugar por el que presumiblemente se movían los bandidos.
De ese modo se comportaba, amenazando a todos, sin distinción de edad o sexo.
Pero en el fondo se sentía asediada pues, como ella misma había reconocido, era un ultraje que ni su propia carroza reconociesen unos vulgares bandidos. También el viejo mundo se venía abajo ante sus ojos sin que ella pudiese hacer nada por evitarlo.
Ebria de rechazo al pensar en los desaires que creía sufrir, como la nula respuesta en petición de dinero, amasaba nuevos rencores que acabarían pagando las chicas que estaban en los calabozos aguardando su turno.
Hasta aquel momento su rastro en pos de nuevas muchachas que llevar a Csejthe había ido siempre en expansión. Era como los círculos que se dibujan en el agua mansa de un lago cuando tiramos una piedra allí. Impacta en la superficie, es tragada por el agua y de repente aparecen círculos y más círculos que van alejándose. Así, ella era la piedra y las chicas esos círculos que se desvanecían en la superficie del agua, alejándose. Al poco el agua volvía a estar tranquila, como si nada hubiese ocurrido. Imposible hallar restos de esas ondas que momentos antes se movieron ante nuestra mirada.