Ella, Drácula (9 page)

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Authors: Javier García Sánchez

Tags: #Histórico, #Terror, #Drama

BOOK: Ella, Drácula
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Erzsébet no estaba en guerra con nadie salvo consigo misma y su pléyade de fantasmas, que tampoco nadie podía ver. Ya de niña se enfurecía por cualquier nimiedad, habiendo llegado a golpear a varias de sus primas en mitad de sus juegos infantiles, y lo propio haría con las criadas. De joven vivió secretamente enfurecida contra la que había de ser su suegra. Amasó rencor hasta límites insospechados. Luego, recién casada con Ferenc Nádasdy, se negó durante varios años a tener hijos. Ella quería sentirse libre. No le temía tanto al dolor físico del parto como a la esclavitud que en su mente representaba poseer descendencia. No obstante, y como es natural, Ferenc insistía una y otra vez en el tema, lo cual la exasperaba, pero siempre procuró ir sorteando con habilidad lo que amenazaba con convertirse en un verdadero obstáculo para consumar sus planes. Ella anhelaba ser libre como la loba, como el águila, como la serpiente. Tuvo que ser la cólera secreta que le produjo dar a luz en cuatro ocasiones, varias de ellas en ausencia de su marido, que seguía en sus contiendas a lo largo de toda la frontera oriental, lo que la convirtió en dragón. Por fin era digna de sus antepasados. Sólo que ese dragón de forma humana, esa bestia de rasgos delicados e indudablemente atractivos, pues cuando se hallaba tranquila su semblante era de fragilidad, en el fondo ávido de destrucción y con una hambre crónica que le inducía a cometer el mal frecuentemente, había empezado a devorarse a sí misma. Atacaba su propia cola. Era antropófaga de su propio organismo. Y no iba a cesar en ese empeño hasta atragantarse, saciándose del todo. Aunque ¿dónde estaba tal límite? ¿Quién la advertiría cuando se sobrepasase, quién le daría sabios consejos que la librasen del cerco que, así debía de imaginarlo ella, se estrechaba en su entorno? Darvulia, quizá. Pero tampoco la anciana bruja parecía hallarse en condiciones físicas ni mentales óptimas cuando se inició el siglo. Aquejada de una incipiente parálisis que iba desgastando su cuerpo, Darvulia, la supuestamente inmortal, la todopoderosa capaz de hablar con las fuerzas del Mal allí donde éstas estuviesen, también se deterioraba a ojos vistas.

Acaso el dragón pensara entonces: ¿cómo, sabiendo tal cantidad de remedios para zafarse de la enfermedad y del envejecimiento, ella misma era ya casi una piltrafa? Eso sacó de quicio a Erzsébet. ¿Cómo Darvulia no empleaba sus fórmulas en beneficio propio? Además, una vez rebasada la cuarentena, y pese al estado inmejorable de su piel y la lozanía evidente de su cuerpo, empezaba a detectar aquí y allá arrugas que apenas un par o tres de años antes no estaban.

Las ojeras iban agrandándose de manera alarmante, al sur de sus ojos. Con auténtico frenesí se palpaba la Condesa esas arrugas cada mañana, tirando de la piel hacia abajo con energía, casi hasta hacerse daño. No pensaba en sus excesos, que la habían privado del descanso nocturno necesario. No pensaba en todo aquello que su cuerpo estaba ingiriendo, a través de la garganta o de los poros de la piel. Pero, sobre todo, no pensaba, no quería pensar en su edad. Se espantaba con la mera y forzosa aceptación de la realidad, y ésta no era otra que, luego de haber esperado tantos años para hacer lo que realmente deseaba, cosa que no pudo llevar a cabo libremente hasta el fallecimiento de su marido, ya podía ver en el horizonte la cincuentena. Seguían llamándola hermosa, y lo era mucho, seguían recordándole cada rato lo increíblemente bien conservada que estaba, y lo estaba. Pero eso no era suficiente. Ya no.

Allí, inmóvil durante horas frente a su enorme espejo oscuro, cada vez se apoyaba menos en los salientes, como hacía antaño cuando, decíase, deseaba besar su propia imagen reflejada. Un día recapacitó, sobresaltada, que llevaba bastante tiempo mirándose a una prudente distancia. Se dio cuenta de que cada día iba apartándose más y más de la superficie de azogue del espejo que, como si de una fatídica premonición se tratase, también iba oscureciéndose aquí y allá. El tiempo los consumía por igual al espejo y a ella.

Esas manchas de tono ligeramente carmesí ribeteadas de marrón, ¿de dónde salían? ¿Tal vez de la humedad, del polvo acumulado? Es difícil pensar que creyese en esa circunstancia natural que afecta sin distinción a los objetos, al brillante acero y al cobre repujado, al bronce bruñido o al hierro frío y suave. No, ella veía en el deterioro del espejo un presagio, una advertencia. Era la patética plasmación de su propio e inevitable envejecimiento. Entonces frotaba con encono, pero las manchas seguían allí. Como sus arrugas.

Hubo personas que la vieron en ese trance de descubrir día a día que, pese a todo lo que estaba realizando para impedirlo, se hallaba en camino, también ella, de convertirse en una anciana. Kata Benieczy, la lavandera, así se lo confesó llena de temor a su ayudante, la joven Vargha Balintné, madre de János. Y ésta, con el paso del tiempo, se lo contó a él. Los gritos de Erzsébet podían oírse por todo el castillo cuando en uno de esos momentos se sentía valiente y volvía a mirarse de cerca en el espejo.

El azul de las ojeras iba volviéndose negruzco, y allí había ya dos bolsas que sus dedos hacían desaparecer si tiraba de las mejillas. Pero, al dejar de hacer presión, las bolsas volvían a su sitio. Sus pómulos cedían. Muy lenta y fláccidamente, pero cedían semana a semana, mes a mes, y ella lo notaba. Lo mismo la piel del cuello, que empezaba a agrietársele. Pensar en los pellejos que colgaban del cuerpo de Darvulia la ponía al borde del espasmo. ¡Maldita bruja! Si no era capaz de evitarlo en sí misma, ¿cómo iba a hacerlo con ella? ¡Maldita mil veces! ¡Maldita embustera! Entonces Erzsébet la emprendió a golpes con todo cuanto se le pusiese a mano. Incluso se infligió heridas en el rostro, se arañó en esa zona de los brazos donde la carne se reblandecía sin remedio, se golpeó en los pechos que poco a poco parecían deshinchársele, perdiendo su antigua tersura. Fue por todo ello por lo que la alimaña con cuerpo de persona, la elegante depredadora que había sido hasta entonces, se convirtió en el dragón que, enloquecido, desesperado y hambriento, decide mutilarse a sí mismo, soportando el dolor de esa acción. El orgullo era más poderoso que la aprensión. Prefería morir a degradarse. Pero moriría matando. Estaba escrito.

Y es que el siglo se había iniciado con funestos signos que nada bueno auguraban para su futuro. Ferenc se mostraba achacoso con frecuencia, y llegaba enfermo, por lo general, de las batallas. Las infecciones de sus heridas tardaban en curar. Todo parecía derrumbarse tan lentamente que eso la exasperaba más que si de pronto hubiese perdido sus privilegios. Así lo manifestó públicamente en varias ocasiones. Porque Erzsébet admiraba, de entre cuantos personajes conocía, a su primo Segismundo Báthory, de quien el propio Ferenc Nádasdy había llegado a decir que era un energúmeno sin entrañas, ante lo que ella agachaba la mirada, como dando a entender que compartía esa opinión, pero en verdad tener conocimiento de ello la honraba en extremo. Segismundo, príncipe de Transilvania, que había abdicado de su trono a punto de concluir el siglo, quiso recuperarlo al año siguiente, pero fue sucesivamente derrotado por el
voivoda
de Moldavia. ¿Cómo hablarle a Ferenc de los juegos que ella y Segismundo realizaban cuando Erzsébet era una joven ya recién casada y él un adolescente lleno de brío e ideas impuras? Nunca lo haría, obviamente. En cuanto a su otro primo, Esteban, el rey de Polonia, se hallaba demasiado alejado y era demasiado religioso como para no renegar de él interiormente.

El nombre de Segismundo, el Báthory a quien Erzsébet sintiese más cercano en lo espiritual, pese a que sólo se veían cada mucho tiempo, era el que solía mentar cuando se sentía amenazada. «¡Llamaré a mi primo Segismundo y él pondrá las cosas en su sitio!». Ésa era la frase que acostumbraba a acudir a su boca cuando algo o alguien la contrariaban profundamente.

Y si al principio todos temían al susodicho primo, cuando pudieron verle en alguna celebración, borracho y decrépito, tan tosco en su actitud como abstruso y salvaje en sus comentarios, después ya no dieron crédito a tales amenazas. Tras la enésima derrota a manos del
voivoda
moldavo, Segismundo se había refugiado en su fortaleza del norte de la región de Ratot, construida en un escarpado monte, a orillas del Tisza. Desde allí, en su delirio megalómano, soñaba sin tregua con un nuevo intento de reconquistar la soberanía transilvana, de la que siempre se creyó acreedor por derecho divino. Pero en sus momentos de lucidez hasta la propia Erzsébet debió de convencerse de que era el poder de los Báthory el que estaba viniéndose abajo de modo inexorable. La ambición y crueldad de la que constantemente hicieron gala les había llevado a eso. Carecían del menor don de gentes para mantenerse en el poder, y su nula astucia en materia política los había aislado definitivamente.

En cierta ocasión, cerca de la villa de Cluj, en una pequeña aldea llamada Zvatará, pasaba Erzsébet por la zona de Borsa. Iba en dirección a Csejthe y vio algo que, según pareció, la llenaría de regocijo. Varios niños miraban, entre atemorizados y curiosos, el espectáculo de un hombre que asomaba la cabeza profiriendo lamentos y rezos desde el interior de un caballo muerto. Era obra de su primo, sin duda. Preguntó y así se lo confirmaron. Nada más llegar a Csejthe escribió a Segismundo y éste, a través de un mensajero, le hizo saber en su breve misiva que aquel hombre era un traidor: había permitido que los turcos, en una incursión por sorpresa a la aldea, se llevasen a su mujer y su hija prisioneras para sus harenes o para matarlas en cuanto las violasen, qué más daba. Aquel despreciable hombre, le decía en la misiva Segismundo, seguía vivo. Parece ser que, aterido de miedo, se escondió en un pajar mientras los otomanos saqueaban la aldea para retirarse de inmediato a los montes del Pók, donde tenían sus escondrijos. Aquel hombre estaba vivo, aquel hombre no defendió a su mujer y a su hija, y ése era el castigo que merecía por su infame pusilanimidad. De otra parte Segismundo se excusaba del hecho de que tal suplicio no fuese ocurrencia suya, así se lo explicaba a Erzsébet en su carta, sino que era algo usual que ponían en práctica los turcos con sus prisioneros.

Matar un caballo, abrirle en canal e introducir allí, fuertemente atado, a un hombre. Luego cosían de nuevo la piel del caballo y el tipo quedaba mezclado con sus entrañas, que en pocas horas empezaban a descomponerse. Así se pudrirían juntos. Los gusanos del animal devoraban lentamente al hombre en un suplicio que duraba días.

La imagen de la cabeza de aquel hombre saliendo, más o menos como si de una pelota se tratase, del culo del caballo, como si éste estuviese pariéndolo, cautivó la imaginación de Erzsébet. Pero aunque hechos de tal laya fueran normales en aquella época de litigios con gentes de otra raza y cultura, muchas personas los veían con la lógica repugnancia. El propio Ferenc Nádasdy, cuando su esposa le narró entusiasmada y con todo lujo de detalles el episodio de la aldea de Zvatará, puso un mohín de asco y arguyó que con un traidor lo que debía hacerse era matarlo pronto. Sin más. Y si de lo que se trataba era de dar un escarmiento, se exponía su cuerpo durante varios días. Lo otro, dijo, era algo que nada tenía que ver con la fe cristiana, y ni siquiera el horror de la guerra lo justificaba. Ella, disimulando su decepción, volvió a mostrarse recatada y hasta convencida, pues tal fue siempre su táctica con Ferenc, pero interiormente veneró aún más a su primo Segismundo, quien ahora, por desdicha, había perdido casi toda su influencia en Transilvania, y cuya figura quedaba relegada a la triste, ignominiosa tesitura de ser un rebelde más, como los propios turcos. Pero algún día, pensaba Erzsébet en su fuero interno, Segismundo recuperaría lo que le fue arrebatado injustamente, sin tener en cuenta la estirpe a la que pertenecía, ni sus méritos en el inacabable combate contra los infieles.

Algo martilleaba sin cesar y amargamente en la conciencia de Erzsébet, no en el sentido de que la tuviese en una acepción moral del término, eso cree János Pirgist en sus reflexiones. Más bien lo que martilleaba hasta causarle un profundo dolor, una ansiedad voraginosa, debía de ser la certidumbre de una total ausencia de la misma. Porque su educación, quiérase o no, había sido cristiana. Su suegra incluso intentó hacer de Erzsébet una mujer piadosa, como ella misma. Pero la joven Erzsébet creció terca y llena de crédulas supersticiones. Con la boca oraba, pero con el pensamiento iba más allá, mucho más allá de los páramos de castigo, penitencia o gozo que prometía la fe que a la fuerza intentaban inculcarle. A ella le atraía ese otro vacío, esa suerte de ausencia de ser, ese vacío que la imantaba y cuyo significado no empezó a desentrañar hasta que aparecieron sus visiones.

Porque, a fin de cuentas, y una vez superada la época de las pócimas que Darvulia utilizaba únicamente sobre su piel, llegaron las visiones, ora espeluznantes, ora creadoras de un elevado grado de excitación física, y sobre todo mental. Eso le provocó la ingestión de la gavilla de plantas y productos nacidos de la madre tierra que su bruja le procuraba. Primero a modo de simples infusiones, que debía apurar hasta el último poso que aquellas mezclas lograban. Luego comió, ya directamente, el hongo y el tallo de la planta, el pétalo de la flor y la raíz de la mata. Sabores amargos todos, sí, pero que a los pocos minutos generaban en su mente una sucesión de imágenes tan aturdidoras que poco más podía hacer que permanecer echada, bien fuese en el lecho o en su mullido sillón veneciano bordado de rafia. Al principio ni siquiera era capaz de mantener el equilibrio. Después su organismo fue inmunizándose paulatinamente. Ya permanecía erguida, aunque sin hacer apenas movimientos. Hasta que vio que era posible realizar algún gesto, por leve que fuese, mientras duraban aquellas sesiones que consistían en un envenenamiento a duras penas controlado de los sentidos. Finalmente llegó a dominar su motricidad simultáneamente a cuando se consumaban sus caídas en ese demente estado de éxtasis, nunca controlado del todo, pues si en una primera fase le resultaba imposible tan sólo abrir los ojos o articular una palabra, con el tiempo no sólo llegó a hacerlo, sino que daba precisas órdenes y ella misma se movía, aunque con torpeza, como sonámbula de algo que era muy superior a la simple ebriedad.

A ese respecto el padre János Pirgist cree tener un amplio conocimiento. Pero eso le resulta algo tan inconfesable que hasta ponerlo por escrito le causa recelo. A veces ha pensado en ello con culpa, pero otras, fundamentalmente en la última época, cuando siente que el tiempo se le acaba y todo en la vida posee un relativo valor, porque todo será olvidado cuando nos introduzcan en la gélida tumba, ese sentimiento de culpa se diluye en otro quizá menos duro, pero igual de desazonador.

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