Labrada estaba la estatua de un mármol tan puro y tan blanco, que, aun entonces tras tantísimos siglos resplandecía al reflejo de los rayos lunares, y su altura sería quizá, de veinte pies. Representaba la alada figura de una mujer de tan maravillosa belleza y tanta delicada gracia, que el tamaño parecía aumentar, antes bien que estorbar, su belleza tan humana pero aún más que humana espiritual. Inclinada estaba hacia delante, como suspensa de sus alas tendidas a medias, y no sobre su pie. Sus brazos abiertos estaban en la actitud de los de una mujer que va a abrazar a su novio muy adorado, y toda su postura parecía la de quien tiernísimamente implora. Desnuda estaba su perfecta forma y esto es lo más extraordinario, menos el rostro, que tenía cubierto de un velo muy fino, de modo que se pudiera adivinar la huella de sus facciones. Le envolvía el velo la cabeza toda y de sus puntas sueltas, una le caía sobre el seno izquierdo, y la otra rota en parte, a la sazón, volaba libre en el aire por detrás suyo.
—¿Y qué personifica? —pregunté, cuando pude apartar la mirada de la estatua.
—¡No puedes figurártelo, oh, Holly!.. ¿Adónde tienes entonces la imaginación? —respondióme Ayesha. —Es la verdad posada sobre el mundo, e implorando a sus hijos le descubran el rostro.
Y dando entonces la última Y larga mirada a aquella belleza espiritualizada en un velo envuelta tan perfecta y tan pura que casi soñaba yo que un alma viva resplandecía a través de la prisión de mármol del contorno, para elevarme a sublimes pensamientos; inefablemente asombrado ante ese sueño de poeta helado en una piedra que jamás olvidará, aunque tan incapaz me hallo al tratar de describirlo, con tristeza nos volvimos deslumbrados, y volviendo por los amplios patios iluminados por la luna llegarnos al nicho de donde habíamos partido.
Después no he vuelto a ver la estatua aquella y lo siento, tanto más, cuanto que sobre la gran esfera que representaba al mundo y que de pedestal le servía quizá hubiéramos descubierto, con un poco más de luz, un mapa del Universo conforme lo conocieron los habitantes de Kor. Sugerente es, sin embargo, el alcance de su saber científico: que esos adoradores de la verdad estuvieran seguros del hecho de la esfericidad del mundo.
Antes del alba nos despertaron los mudos al día siguiente, y después de desperezarnos bien el sueño y darnos un rápido baño en una fuente, que aún manaba en los restos de un pilón de mármol que se hallaba en el centro del cuadrángulo Norte del vasto atrio, fuimos donde
Ella,
y la vimos junto a su litera dispuesta a la partida mientras que Billali y los mudos recogían apresuradamente el equipaje. Ayesha estaba velada como de costumbre, cual la verdad monumental, y entre paréntesis, me pregunté si no habría esta figura inspirádole la idea de cubrirse asi su belleza.
Noté entonces que la hallaba algo preocupada y que no tenía esa altivez y arrogancia en el aire que la caracterizaban, que la hubiera señalado al momento entre mil mujeres de su propia estatura aunque todas se encontrasen vestidas y veladas como ella. Alzó la cabeza para mirarnos al ver que nos acercábamos, pues doblada la tenía sobre el pecho, y nos dio los buenos, días. Leo le preguntó qué tal había pasado la noche.
—Mal, Kalikrates mío, muy mal —contestó. Raros y atroces sueños he tenido esta noche y no sé qué pueden significar. Vamos, echemos a andar, que lejos hemos de ir y antes de que nazca otro día en ese Oriente azul, hollar debemos el
Lugar de la Vida.
A los cinco minutos andábamos ya de nuevo a través de la inmensa ciudad en ruinas, que nos parecía acrecentada a la indecisa luz crepuscular, y de un modo tal, que nos oprimía el corazón. Y precisamente, llegábamos a la puerta del lado opuesto por donde entramos, cuando el primer rayo de sol surgió como una flecha de oro, atravesando aquel recinto, colmado de legendaria desolación, y lanzando una postrer mirada a las veneradas y majestuosas columnas, suspiramos todos menos Job, que no se encantaba con ninguna ruina por no poder examinarlas más despacio: vadeamos el foso, y nos hallamos luego otra vez en la llanura.
Detuvímonos, a poco, un momento, para el almuerzo, y emprendimos la marcha enseguida y tan redoblada que a las dos, poco más o menos, de la tarde habíamos alcanzado la montaña que formaba el borde del cráter volcánico, y que en aquel punto alzábase perpendicularmente a unos mil quinientos o dos mil pies encima de nuestras cabezas. Hicimos alto, y no me sorprendió esto, a la verdad, porque yo no veía cómo era posible que pudiéramos dar un paso más hacia delante.
Ayesha bajó entonces de su litera y nos dijo:
—Ahora sólo comenzarán nuestros trabajos, pues aquí dejaremos a esos hombres y habremos de ayudarnos a nosotros mismos.
—Dirigiéndose luego a Billali, le dijo:
—Aguardarás aquí con esos esclavos nuestra vuelta. Mañana a mediodía volveremos, y si no, sigue esperando.
Inclinóse humildemente, Billali, y dijo que obedecerían su augusto mandato aunque tuvieran que aguardarla siempre.
—Y ese hombre, ¡oh, Holly! —dijo,
Ella
señalando a Job, —más valiera que también quedase aquí; porque si no tiene grande el corazón y el valor muy seguro, quizá algún daño padezca... Tampoco son los secretos del lugar adonde vamos, propios para que los conozcan ojos de gente vulgar.
Tradújele esto a Job, que entonces me rogó, casi con lágrimas, que no le abandonase. Díjome que estaba seguro de que no podría ver nada peor de lo que, ya había visto, y que le espantaba la sola idea de quedarme solo con esa gente muda que sin duda aprovecharía la oportunidad para envasijarlo.
Se lo dije a Ayesha.
Ella
se encogió de hombros y replicó:
—Bien; que venga.. ¡Poco me importa! Cáigale el mal sobre su cabeza pues que lo quiere... Servirá para sostener la lámpara y eso... —Y señaló una tabla estrecha como de dieciséis pies de largo, que estaba atada sobre la larga vara de la litera.
Yo había creído hasta entonces que únicamente servía para que las cortinillas quedasen más anchas; pero ahora me enteraba de que se destinaba a algún propósito que desconocía, y necesario en nuestra extraordinaria empresa.
Así fue que Job se echó a cuestas la tabla que era bastante ligera aunque rudamente labrada y cargó con una lámpara. Otra lámpara me eché yo a la espalda así como un jarro de aceite de repuesto, y Leo llevó las provisiones y el agua en un odre hecho de la piel de un cabrito.
Entonces
Ella
ordenó a Billali y a los seis mudos que se retiraran detrás de un grupo de magnolias floridas, que estaba como a unas cien yardas de distancia y se mantuvieran allí, bajo pena de muerte, hasta que hubiéramos desaparecido. Inclináronse humildemente y se marcharon, mas antes el viejo Billali me dio con disimulo un apretón de manos y murmuró a mí oído que se alegraba de que fuese yo y no él quien acompañase a
quien debe ser obedecida
en tan misteriosa expedición, y por mi palabra que casi estuve dispuesto a convenir en que tenía razón. Al punto desaparecieron, y entonces Ayesha nos preguntó brevemente si estábamos dispuestos.
—Sí —contestamos.
Volvióse Ayesha y se puro a examinar la montaña.
—¡Válgame Dios, Leo! —murmuró; —¡no creo que vayamos a trepar por ahí!...
Leo se encogió de hombros. Estaba como fascinado y dispuesto a todo.
Ayesha, de súbito, empezó a ascender por el acantilado y nosotros la seguimos. Maravillaba ver la facilidad y gracia con que saltaba de peñasco en peñasco, y se deslizaba por los rebordes del murallón.
La subida no era a la verdad, tan difícil como parecía al principio, aunque en dos ocasiones de nada me sirvió mirar hacía atrás; pero el hecho es que la montaña tenía cerca de su base cierta inclinación que más arriba no existía.
Llegamos de este modo a unos cincuenta pies sobre el lugar de donde habíamos partido, siendo lo único verdaderamente pesado el manejo de la tabla de Job, y como ascendíamos de lado como los cangrejos, nos encontramos, allá arriba como a unos cincuenta o sesenta pasos más a la izquierda de dicho punto inicial.
Notamos entonces un reborde en la escarpa bastante estrecho al principio, pero que se fue ensanchando é inclinando hacia dentro como el pétalo de una flor, de modo que, gradualmente, nos encontramos en un repliegue o carril cada vez más profundo, hasta parecerse a un callejón del Devonshire mas hecho en piedra y que nos escondía a las miradas del que pudiera estar abajo, si es que hubiera habido alguno.
Este callejón, que parecía ser de formación natural, tendría unos cincuenta o sesenta pasos de largo, y terminaba de repente en una cueva abierta en ángulo recto a él. Natural era ésta también y no labrada por humanas artes lo que deduje de su forma y desarrollo irregular que acusaba una formidable erupción de gas en la dirección de la menor resistencia rocosa. Las cuevas todas, labradas por los antiguos habitantes de Kor, se distinguían por su perfecta regularidad y simetría.
Detúvose Ayesha a la entrada de esta cueva y nos dijo que encendiéramos las dos lámparas, lo que hice. Ella tomó una y yo seguí con la otra. Adelantándose entonces nos guió cueva adentro, marchando con mucho cuidado, pues el suelo estaba lleno de cantos como el lecho de una corriente, y a trechos tenía hondos agujeros en donde podría uno romperse una pierna con la mayor facilidad.
Así seguimos durante, veinte o más minutos y yo calculo, aunque esto era cosa bien difícil por las vueltas y revueltas que dábamos, que habíamos andado un cuarto de milla.
Alto hicimos, al fin, en este punto, y en tanto que yo trataba de penetrar con la mirada la densísima tiniebla del lugar, sopló de súbito una gran racha de viento que apagó ambas lámparas.
Llamónos Ayesha y a gatas casi nos acercarnos a ella. Entonces contemplamos un espectáculo que nos, sobrecogió por lo terrorífico y grandioso. Teníamos delante una tremenda grieta del negro monte, conmovido y dislocado por alguna inmensa perturbación natural en remota edad, en la que había sido como azotado repetidas veces por el rayo. Esta grieta que era un precipicio enorme cuyas dimensiones no pude apreciar, pero cuya anchura no debía ser mucha por lo mismo que era tan obscura encontrábase apenas alumbrada por una luz dudosa que con dificultad bajaba hasta donde estábamos de la superficie superior del monte, que se hallaría, por lo menos, a unos dos mil pies de altura.
La boca de la caverna de donde acabábamos de salir daba a una curiosísima prolongación rocosa figurada como un espolón sobresaliente en el abismo en medio del vacío, por espacio como de cincuenta yardas, terminando en una aguda punta y a nada en verdad, puedo compararla mejor que a la espuela de un gallo. La gigantesca púa se desprendía del paredón del precipicio, exactamente como la defensa córnea de la pata del gallináceo; su base era enorme y no se sostenía en ninguna otra parte.
—Por ahí pasaremos —dijo Ayesha. —Y cuidad de que el vértigo no os acometa o que el viento no os barra al abismo de abajo, que, a la verdad, no tiene fondo.
Y sin darnos tiempo para espantarnos siquiera echó a andar por el espolón, dejándonos que la siguiéramos como mejor pudiésemos. Yo iba en pos de ella; tras de mí, Job, arrastrando penosamente su tabla y Leo a la retaguardia de todos.
Unos veinte pasos habríamos avanzado por ese puente peregrino, que se estrechaba más cada vez, cuando, de súbito, por la grieta bajó rugiendo una gran racha. Vi que Ayesha se inclinó ante ella pero el viento le arrancó de los hombres la capa obscura y sacudiéndola se la llevó por el abismo. Seguíla espantado, con la vista hasta que la devoró la tiniebla. Echéme a tierra y me aferré con las manos al peñasco, que vibraba dando un zumbido como un ser viviente.
Nuestra situación era tan terrible tan contraria a la experiencia terrena que yo creo que, por eso mismo, nuestro terror se aplacaba; mas, ahora cada vez que sueno con ella me despierto con todo el cuerpo lleno de un sudor frío.
—Adelante, adelante —exclamó la blanca figura que nos guiaba; —pues ahora sin capa
Ella
aparecía más que mujer, un hada flotando sobre la tempestad.
—¡Adelante, o caeréis para ser desbaratados en mil pedazos! ¡No apartéis los ojos ni las manos del peñasco!
Obedecímosla, y nos arrastramos trabajosamente, por el vibrante espolón, contra el cual se desgarraba gimiendo el viento, haciéndolo resonar como un enorme diapasón. Seguimos, seguimos, y no sé durante cuánto tiempo, sin atrevernos a mirar en torno fino cuando era absolutamente necesario, hasta que, al fin, nos hallarnos en la punta misma de la espuela que era una losa no más grande que una mesa común, y que palpitaba y rebotaba como la cubierta de un barco de vapor cuyas calderas se hallan a gran presión.
Allí, apretados contra el suelo y boca abajo nos quedamos mirando a nuestro alrededor mientras que, Ayesha ce mantenía de pie, doblada contra el viento, flotante la cabellera larguísima y despreocupada en absoluto del espantoso abismo abierto a sus pies.
Extendió la mano y señaló adelante.
Entonces comprendí para qué se había preparado de la larga y estrecha tabla que Joh y yo con tanto trabajo hablamos arrastrado entre los dos. Teníamos por delante, el espacio vacío, mas algo había en él a cierta distancia aunque no podíamos discernir qué cosa fuese porque, debido quizá a la sombra que caía del murallón del lado opuesto de la grieta reinaba en torno la nocturna tiniebla.
—Debemos aguardar un momento, que muy pronto tendremos luz.
No pude comprenderla en verdad. ¿Qué más luz de la que entonces había en aquel lugar tremebundo vendría a iluminarlo? Mientras en ello pensaba de súbito, una espada flamígera atravesó la tiniebla estigiana, rozando la punta rocosa en que nos hallábamos, é iluminando la forma adorable de Ayesha con esplendor celeste.
¡Ah, si describir pudiera la fantástica peregrina belleza de aquella espada de fuego suspendida en las tinieblas atravesando los jirones de neblina que surgían del abismo!..
Cómo se produjo, no lo sé aún de fijo, más yo supongo que había algún agujero que horadaba el murallón del frente, en la dirección precisa del punto en que el sol se ponía en aquel instante. Pero aseguro que el efecto que hacía era de lo más asombroso que concebirse puede. Hundida en el seno mismo de la tiniebla estaba aquella espada ígnea; por donde ella cruzaba la luz era tan vívida que podía verse hasta el grano de la piedra mientras que fuera del rastro da luz, a distancia de unas cuantas pulgadas solamente de su filo sutil, nada se distinguía más que las amontonadas sombras.