Read El violinista de Mauthausen Online
Authors: Andrés Domínguez Pérez
Tags: #Intriga, #Aventuras, #Romántico
No respiró tranquilo Rubén cuando la puerta del piso se cerró tras ellos ni cuando bajaron las escaleras. Ni siquiera en la calle estuvo seguro de que Anna no abriría la ventana y se pondría a gritar para insultarlos hasta que subieran para llevársela también. No fue hasta que el coche arrancó y dobló la esquina cuando pensó que ella se había librado de ser detenida. Sentado en la parte de atrás del Citroën negro de la Gestapo suspiró, cerró los ojos un instante, pero el alivio solo le duró el tiempo que tardó en volver a abrirlos y enseguida se transformó en miedo. El miedo era, después de todo, una sensación familiar: Rubén Castro nunca había sido un hombre valiente.
No es lo mismo que le afecta ahora, al subir las escaleras, pero también es miedo. Le tiemblan las piernas cuando llega al tercer piso. Se queda un instante muy largo anclado delante de la puerta, deja la maleta en el suelo, se asoma al rellano por si ve a algún vecino al que poder preguntar por Anna antes de llamar. Pero no hay nadie. El edificio parece una de esas mansiones de fantasmas de las novelas, un lugar abandonado en el que hace mucho que no vive nadie. De repente se le ocurre que la posibilidad de no encontrarse a nadie no es ni mucho menos remota. Rubén recuerda que, cuando vivía allí con Anna, pagaban el alquiler cada mes a un abogado que se rumoreaba que velaba por los intereses de una acaudalada familia judía. Si aquello era cierto, y no tenía por qué no serlo, no era imposible que el edificio hubiera sido confiscado durante la ocupación y que tal vez no quedase vivo ninguno de los miembros de la familia propietaria del inmueble. Cinco años en un campo de concentración no servían para alimentar el optimismo precisamente. Tal vez Anna se había marchado de allí poco después de que a él se lo llevaran.
Respira hondo, no obstante, antes de golpear la puerta con los nudillos. Cierra los ojos, los abre al cabo de un momento y se aparta del campo de visión de la mirilla. No quiere que Anna se asuste al verlo desde el otro lado, que decida no abrirle, incluso porque no lo reconozca y tenga miedo. Al contrario que él, ella siempre ha sido una mujer valiente y decidida, así es como la recuerda Rubén, pero ha pasado mucho tiempo y una guerra, y sacar conclusiones de antemano puede ser demasiado aventurado.
Nadie abre la puerta ni pregunta quién llama, y en el fondo Rubén siente cierto alivio de que sea así. Se le ocurre dejar una nota y avisar de su presencia, pero coge la maleta y baja las escaleras despacio. Antes de la guerra, en el segundo piso vivía un matrimonio con el que Anna y él nunca tuvieron mucha relación. En el primero vivía una mujer viuda con dos niños pequeños que siempre sonreían cuando se los encontraban por las escaleras, y en el bajo una mujer madura y soltera, la vecina con la que Rubén y Anna habían congeniado un poco más. Pero quizá en aquel edificio no quedase nadie ya, o eran otros inquilinos los que vivían allí, gente que se había mudado al bloque después de que la Gestapo se lo llevase a él. Si es así, piensa, la búsqueda de Anna va a resultar mucho más complicada.
Antes de que se lo llevaran los nazis Rubén y Anna tenían amigos en París. No será mala idea preguntarles a ellos. Aunque él hubiera preferido encontrarse con Anna antes de hablar con nadie, que fuera ella la que sacase sus propias conclusiones, que nadie le contase que un fantasma había regresado a París para buscarla. Desde la rue Lappe camina hasta la plaza de la Bastilla. Cruza en dirección al Sena y piensa de nuevo que la ciudad no ha cambiado durante el tiempo que él ha estado preso, que la mayor diferencia que encuentra es que ahora hay soldados por todas partes: soldados franceses, soldados ingleses, soldados norteamericanos. Ya no hay en la ciudad nazis con uniformes elegantes que pasean con una guía turística bajo el brazo, como si invadir Francia no hubiera sido más que una excursión dominical cuyo resultado final fuese poder visitar tranquilamente el Louvre o pasear por los Campos Elíseos. Ahora son hombres con uniformes caqui del ejército de los Estados Unidos de los que cuelgan condecoraciones conseguidas en la guerra reciente los que están sentados en las terrazas del bulevar Beaumarchais.
Aún no se ha hecho de noche cuando Rubén Castro llega al Louvre. Ha dado un rodeo después de atravesar el Sena, para no pasar por delante del Meurice. Está seguro de que el hotel ha vuelto a ser el de antes de la ocupación, pero pasar por delante de su fachada le hubiera traído demasiados recuerdos tristes porque había sido el cuartel general de la Gestapo durante la invasión nazi y fue allí el primer sitio a donde se lo llevaron cuando lo sacaron de su casa. Y ya tiene Rubén una colección demasiado extensa de imágenes dolorosas que prefiere olvidar y no quiere ver el hotel ahora, por muy hermosa que resulte la estampa sin las banderas con las esvásticas ondeando en la fachada. Da media vuelta sin cruzar la rue Rivoli y ahora apresura el paso. No quiere que oscurezca del todo. Más tarde o más temprano tendrá que buscar un lugar donde pasar la noche, pero quiere llegar a la academia antes de que cierren.
No ha perdido la ilusión de encontrarla todavía, a Anna, al salir del trabajo, abrazada a sus cuadernos y a sus libros, encaminándose al metro para volver a casa. Es muy difícil que cinco años después, si ella sigue en París, conserve las mismas rutinas de antes, pero mientras exista una posibilidad, por muy remota que sea, él no está dispuesto a desperdiciarla.
Tres paradas de metro después, se quita el sombrero al llamar a la puerta del piso donde por fortuna aún está la academia. Ya no enseñan alemán —quién va a querer aprender el idioma de un país derrotado que había ocupado Francia más de cuatro años—, pero Anna todavía puede trabajar allí. Su madre había nacido en Berlín y ella hablaba alemán perfectamente, pero también francés, español, y un poco de inglés, con lo que no era probable que le faltase el trabajo en la academia aunque el idioma alemán hubiera caído en desuso.
—Busco a Anna —le dice a la recepcionista—. Anna Cavour.
La recepcionista es joven. Cuando Rubén ha llegado, estaba pintándose los labios y no detiene el gesto hasta escuchar el nombre. Frunce el ceño.
—¿Perdón?
—Anna, Anna Cavour —repite Rubén—. Trabaja… trabajaba aquí hace años. Llevo mucho tiempo fuera y estoy buscándola.
La joven enrosca el lápiz de labios y lo mira de arriba a abajo. Rubén se ajusta el nudo de la corbata, incómodo. Nadie con su aspecto de fantasma que se resiste a abandonar el mundo es agradable de ver, y quizá menos al caer la tarde, antes de salir del trabajo, cuando se tiene tan cerca la felicidad del resto del día sin hacer nada. La presencia de un recién liberado de un campo de exterminio resulta cuanto menos incómoda en una ciudad que, aunque ya casi ha pasado un año desde que se fueron los alemanes, aún no ha terminado de desperezarse, lentamente, aunque haya acabado la guerra. Pero él tiene que encontrar a Anna. Para eso ha recorrido mil quinientos kilómetros y se ha mantenido vivo todos estos años. Y Anna trabaja, o había trabajado, en esta academia.
—En el otoño de 1940 ella todavía trabajaba aquí —le explica Rubén—, ¿podría usted preguntarle a alguna compañera?
—Ese nombre no me suena de nada. Por lo menos, ahora no trabaja aquí. De eso estoy segura.
La joven suspira.
—El otoño del 40. Sí que hace tiempo. No sé si todavía queda por aquí alguien que lleve tanto tiempo. La academia cambió de dueño después de la ocupación y se renovó a buena parte del personal.
Habla sin mirarlo, mientras remueve unas fichas en un cajón.
—¿Anna qué? ¿Cómo me dijo?
—Cavour —responde Rubén, procurando sonreír, sin abrir demasiado la boca para no enseñar los huecos de los dientes que le faltan.
—No, no me suena de nada.
Se levanta la muchacha esforzándose en mostrar una sonrisa apresurada y le pide a Rubén que espere un momento. Unos minutos después vuelve acompañada de una mujer mayor que ella pero todavía joven. A Rubén no le resulta familiar su cara y tiene la sensación de que la suya, después de quedárselo mirándolo un momento, tampoco.
—Hola —le dice, procurando ser amable para contrarrestar, si es que es posible, ese aire de fantasma obstinado que lo acompaña—. Mi nombre es Rubén. Rubén Castro.
Se esfuerza en no tenderle la mano para no ponerla en el compromiso de estrechársela. Desde que ha salido del campo se ha dado cuenta de que hay mucha gente que baja los ojos cuando se cruza con él por la calle o incluso cambia de acera. ¿Cómo va a pensar que esa mujer que lo mira desconcertada quiera estrecharle la mano? Pero enseguida se da cuenta Rubén de que el azoramiento se debe sobre todo al escuchar el nombre de Anna y no saber qué decirle a él.
—Anna Cavour. Claro que la recuerdo. Fuimos compañeras. Pero hace mucho tiempo que dejó de trabajar aquí. No he vuelto a saber de ella.
—¿Sabe usted dónde vive? —Rubén se agarra a la última esperanza, una tabla a la que aferrar los dedos en la tormenta.
La mujer sacude la cabeza.
—Lo siento, pero es todo lo que puedo decirle. Hace mucho que no he vuelto a saber nada de Anna. ¿Es usted su marido?
Por el modo en que lo mira Rubén se da cuenta de que se compadece de él. Tal vez lo recuerda de antes de la guerra. A lo mejor lo había visto llegar alguna vez a la academia para buscar a Anna a la salida del trabajo.
Rubén miente con la cabeza. Nunca llegó a ser su marido, pero para él es como si lo hubiera sido siempre. Antes de que se lo llevaran vivían juntos, como un matrimonio, y si la guerra y la Gestapo no se hubieran cruzado en su vida ya se habrían casado, tal vez serían incluso padres de un par de críos.
—Llevo mucho tiempo fuera, añade, a modo de disculpa —viéndolo, no había que dar muchas explicaciones—. Vengo de la casa donde vivíamos antes de la guerra, pero no hay nadie.
—No sé qué decirle. Éramos compañeras, pero Anna dejó de trabajar aquí hace más de un año —bajó los ojos, como si lamentase lo que decía. En estos tiempos se hace difícil rebuscar en el pasado.
Rubén le da las gracias y se da media vuelta, despacio.
Todavía no ha salido cuando la recepcionista ha vuelto a destapar la barra de carmín para alegrarse los labios.
Los nazis ya no están en la ciudad, pero después de recorrer el camino inverso en metro, al salir siente que la fuerza negativa que lo repele del hotel Meurice se ha vuelto más intensa que antes incluso y no puede evitar una bola espesa en la garganta. Al otro lado de la calle, el edificio del museo del Louvre presenta el mismo aspecto majestuoso o imponente, como si por allí jamás hubiera pasado una larga guerra que había asolado Europa. Después de unos pocos minutos de paseo y de faros de coches que se cruzan con él sin importarle su vida llega a la Île de la Cité. Desde el otro lado del río puede ver cómo algunos turistas se fotografían delante de la catedral de Notre Dame. Se detiene Rubén unos segundos. Sonríe a medias. A él también le gustaría ser uno de esos hombres despreocupados que hacen gestos delante de una cámara, agarrados del brazo de su esposa, con la catedral detrás para llevarse un recuerdo. Incluso se permite pensar, para darse ánimos, que tal vez él mismo, esa misma noche incluso, podría atravesar el puente con Anna para celebrar que había vuelto a la vida después de haber estado muerto. Pero no es más que una ilusión, y una de las cosas que ha aprendido es que las ilusiones no siempre se cumplen, o al menos no cuando hace falta o uno quiere, o acaso se cumplen cuando ya da lo mismo. Mas también ha aprendido que gracias a ilusionarse, siendo o no consciente de hacerlo en vano, se puede seguir vivo aunque solo sea por un día más, y luego otro, y otro, y así hasta llegar a esa tarde que de repente se había hecho de noche en París, a finales del verano de 1945, el primero de seis veranos —nueve, si contaba lo de España— sin guerra.
Con el entusiasmo fingido que resulta de convencerse en vano de que aún puede tener suerte, Rubén Castro vuelve a encaminarse sin mucha prisa hacia el edificio de la rue Lappe. Se dice que camina despacio porque anda escaso de energías, pero en el fondo sabe que el motivo principal de la lentitud de sus pasos es la incertidumbre o el miedo que anticipan el fracaso. Cinco años esperando el momento de regresar a París, cinco años en los que la muerte ha estado tan cerca que a veces pensar en sobrevivir no era sino una broma de mal gusto, y ahora, qué ironía, cuando los SS y las penalidades han quedado atrás, es cuando el miedo se ha apoderado de él sin que pueda hacer nada por sacárselo de encima.
Al principio fue como tirarse en paracaídas, otra vez, aunque hubieran pasado más de dos años desde la última vez que había saltado desde un avión, a oscuras, tratando de escudriñar desde el cielo el claro de un bosque que había visto en un mapa tantas veces que creía conocerlo igual que si fuera el contorno exacto de los muebles de su dormitorio, la cama, la mesita de noche o la lámpara que no encendía cuando se desvelaba de madrugada y empezaba a darle caladas a un cigarrillo hasta que el sueño regresaba. Pero la tierra nunca era la misma vista desde un avión. De noche todo era oscuridad, una puerta que a veces era como un túnel que acabaría arrastrándolo, una corriente helada que lo sacaba de la protección del aparato, y luego, después de saltar, solo o con un compañero, el lugar del aterrizaje no era nunca igual que el que había estudiado en los mapas. No era fácil distinguir las formas confusas de una granja, alguna población más allá, el lugar preciso donde alguien que operaba en territorio ocupado, quizá con una identidad falsa, se encargaría de recogerlo, de ayudarlo a esconder el paracaídas y llevarlo a lugar seguro. Pero las cosas no rodaban siempre tan bien. Bastaba con saltar unos segundos para caer varios kilómetros más allá del sitio concretado, al lado mismo de un cuartel enemigo o tan lejos del lugar previsto que podía perder un tiempo precioso para llevar a cabo la misión.
Hacía más de dos años que Robert Bishop no saltaba en paracaídas, pero cuando Marlowe le enseñó la lista y leyó aquel nombre sintió el mismo vacío en la boca del estómago que cuando se ajustaba las correas y comprobaba que el equipo estaba en orden. De algún modo iba a ser como saltar otra vez, de nuevo en territorio enemigo, aunque la guerra hubiera terminado cuatro meses antes. El mismo lugar, la misma mujer. El mismo miedo. Bishop lo pensó todo en un instante, pero no dijo nada.
Por la mañana se había levantado muy temprano. Como cada día, aún no había amanecido y ya se había desvelado. Antes de que sonase el despertador ya llevaba un rato tumbado en la cama, boca arriba, los ojos abiertos.