Read El violinista de Mauthausen Online
Authors: Andrés Domínguez Pérez
Tags: #Intriga, #Aventuras, #Romántico
A Robert Bishop le gustaba el chófer que le habían asignado en Berlín porque era un chaval callado, siempre conducía de una forma tranquila, sumido en sus propios pensamientos, atento al tráfico a veces complicado entre los escombros de una ciudad devastada. Apenas había arrancado el Jeep, tuvieron que detenerse detrás de un camión en cuya cuba rebosaban los cascotes. A la derecha, a lo lejos, se podía adivinar el edificio del Reichstag, que todavía conservaba su majestad en mitad de la escombrera en la que se ha convertido la ciudad. Las paredes estaban llenas de agujeros, habían desaparecido las águilas y las esvásticas, pero en Berlín no costaba ver, en cada edificio oficial que se mantenía en pie y que había sido ocupado por los aliados, banderas con barras y estrellas, tricolores, Union Jacks o martillos dorados que se cruzaban con hoces sobre fondo rojo.
El chófer reanudó la marcha con suavidad después de que el camión terminase la maniobra. Bishop estaba seguro de que se moría de ganas de preguntarle por el cadáver, pero se mordía la lengua o era muy discreto. No hizo ningún comentario. Se limitó a aparcar el coche delante del edificio que albergaba la oficina de la OSS para dejarlo allí, como cada día.
Cuatro plantas y ciento cincuenta escalones más arriba, estaba de la mesa del ayudante del coronel Marlowe. El suboficial se levantó y se cuadró al verlo llegar, pero Bishop le respondió con una breve inclinación de cabeza. Nunca habría imaginado que sus costumbres militares se relajarían tan pronto, y no era por falta de disciplina, sino por un cansancio hondo que lo afectaba desde hacía ya demasiado tiempo. Últimamente se comportaba como un autómata cuya única función era cumplir con su deber hasta que sus jefes le asignasen otra misión. Y la suya, desde que llegó a Berlín, era salvar a ciertos tipos a los que sus compatriotas más radicales degollaban para después dejar notas de dudoso valor poético en sus bolsillos. Eran muy escurridizos y no parecían tener muchas simpatías por los norteamericanos, ni aunque estuvieran decididos a salvarles la vida a toda costa. Pero, de alguna manera, Bishop los entendía. No querían salvarlos por una cuestión filantrópica. Los agentes de la OSS no eran unos héroes abnegados que estuvieran dispuestos a dar la vida por ellos. Lo que pasaba era que les interesaba capturarlos antes de que lo hicieran los rusos. Así de simple.
El coronel Marlowe estaba de pie mirando unos papeles. Cuando levantó los ojos de ellos, le dedicó a Robert Bishop un vistazo no exento de extrañeza o desdén. No le gustaba o no se acostumbraba a verlo sin uniforme, y Bishop estaba seguro de que preferiría que se lo pusiera al menos para ir a verlo. Pero, aunque siendo estrictos las ordenanzas lo obligasen a ello, para ambos estaba claro que para su desempeño en Berlín era mejor que no lo llevase.
Lo primero que hizo fue sacar la nota que le había robado al cadáver hacía un rato. El coronel la leyó sobre la mesa, como si no quisiera cogerla todavía.
—Otro más —dijo, al terminar de leerla, y sacudió la cabeza. Parecía lamentar aquella nueva muerte como una pérdida personal.
—Otro más —repitió Bishop, de una manera fría, para dejar claro que personalmente no le afectaba lo más mínimo el cadáver que había visto esa mañana.
—Es el tercero en dos meses.
Robert Bishop se lo quedó mirando. Sabía la cifra perfectamente. Él mismo había tenido que comprobar las identidades de los otros dos hombres que habían muerto de la misma forma que el de esta mañana. Pero estaba seguro de que no había reproche en las palabras de su superior. Solo preocupación.
Marlowe se sentó e invitó a Bishop a hacer lo mismo.
—Robert. Tenemos que solucionar esto cuanto antes. Ya hay más muertos que vivos en la lista.
Le enseñó un papel con dos nombres tachados. Trazó una línea sobre el nombre de Hans Albert George y ya solo quedó uno. Bishop sabía de memoria los nombres de la lista. Había pasado casi un año entero de su vida buscando a estos hombres.
Ya sabía lo que le iba a pedir Marlowe. Era inevitable. Y no estaba seguro de si quería que sucediera. Bishop se dijo que no y se preparó para protestar, para mostrase enfadado aunque sabía que al final no le iba a quedar más remedio que acatar las órdenes de un superior. Una cosa era no llevar uniforme y otra muy distinta negarse a cumplir una orden por una cuestión personal.
Pero Marlowe, viejo zorro, dio primero un rodeo para tantearlo. Sonrió otra vez, pero solo un momento, como una especie de calma que precediera a la tormenta. Ahora lo miró, muy fijo. Ya no había escapatoria. No había vuelta atrás.
—Vas a tener que volver a Francia.
Aún sostenía Bishop la lista con el último hombre por tachar en la mano, un mapa que indicaba su destino, el lugar adonde iba a tener que ir para salvar la vida del hombre que aún no habían matado.
—A Francia —respondió, sin dejar de mirar el papel. Marlowe asintió.
—A Francia, sí.
Dejó escapar el aire despacio, como si estuviera muy cansado.
—¿Está ella allí?
Marlowe se lo quedó mirando, como si quisiera imprimir un suspense absurdo a la conversación.
—Por supuesto que sí —le dijo, por fin—. Ya estamos seguros de que ha regresado.
—¿Y no la han matado? ¿No la han linchado sus antiguos compañeros de la Resistencia? ¿No ha ido nadie a vengarse de ella?
El coronel apuntó otro esbozo de sonrisa. Él también parecía cansado.
—No, pero estamos preparados para que no le ocurra nada malo. Nuestros hombres la vigilan. Ella no lo sabe. Ahora hay que convencerla de que nos ayude.
—¿Y tengo que hacerlo yo?
—Eres el único que puede convencerla.
—Lo dudo mucho.
Marlowe sacudió la cabeza, chasqueó la lengua.
—Robert…
Bishop levantó las manos como si se disculpase.
—A Francia —dijo otra vez.
—Llévate la lista.
—Parece que vamos en serio.
—No podría ser menos, tratándose de lo que se trata.
—Llévate la lista y utilízala si no te queda más remedio. Háblale de Franz Müller primero. Tal vez con eso sea suficiente para convencerla.
Robert Bishop sabía que no iba a ser sencillo saber qué argumentos se podían utilizar para convencer a una mujer que había pasado por la situación de ella. Tal vez desde la perspectiva de un despacho en Berlín pudiera parecer fácil, pero sobre el terreno iba a resultar mucho más complicado.
—¿Y no sería más sencillo obligarla a venir? Simplemente. Que cualquiera de esos hombres que la tienen vigilada la subiera a un tren o a un avión con destino Berlín.
El coronel negó con la cabeza.
—Necesitamos que coopere de una forma voluntaria. Es de la mejor forma que puede ayudarnos.
—Insisto: yo no soy el más indicado para que ella se preste a ayudarnos.
Marlowe levantó la cabeza como si lo señalase con la barbilla. Parecía sonreír por dentro, aunque no quisiera aparentarlo. Y no creía Bishop que ese asunto le resultase divertido.
—Robert, tendrás que salir mañana para Francia.
A Bishop no le costaría encontrar varios motivos para querer vengarse de Anna, pero la mujer a la que tenía que convencer para que regresase a Berlín con él también tenía motivos para odiarlo. Muchos. Para querer verlo muerto también quizá. Se marcharía mañana, y el encuentro no iba a ser el de dos antiguos amigos que se dan un abrazo o un beso por los viejos tiempos. Bishop se decía que no quería volver a Francia, que ahora era el momento para dejar el servicio por fin, lo que llevaba pensando desde hacía mucho tiempo. Que estaba muy cansado como para recorrerse media Europa en busca de una mujer a la que no le apetecía ver o, tal vez, no podía reconocer que se moría por ver de nuevo. Quería ir y no quería ir. Así de extraña era la vida. Anhelaba volver a verla pero también deseaba que sufriese, besar sus labios por fin y verla muerta al mismo tiempo.
El resto del día lo pasó recopilando documentos que quería repasar durante el viaje. El dossier de Anna, su foto de los archivos del MI5 Y la OSS, al principio de la guerra. Había otras dos carpetas. Una empezaba con la foto de un ingeniero alemán cuyo rastro había desaparecido. No estaba en ningún campo de prisioneros, y a Bishop le gustaría pensar que estaba muerto, pero cuatro testigos habían asegurado verlo pasear tranquilamente por las calles de Berlín, algunos decían que con la funda de un violín bajo el brazo, pero de esto último estaba convencido Robert Bishop que se lo decían después de que supieran que el hombre al que buscaban era aficionado a tocar ese instrumento y pensaban que así les darían una recompensa más fácilmente si al final aparecía gracias a la información que proporcionaban.
No era tan fácil encontrar un alemán que delatase a otro alemán, conque al ingeniero aeronáutico Franz Müller seguro que lo había visto mucha más gente, incluso se pasearía con tranquilidad por ciertas calles donde sabía que nadie lo iba a delatar. Se había convertido Bishop en la niñera de cuatro tipos a los que no conocía. Tres habían muerto ya, así que no debía de ser muy bueno cuidando de los demás. Pero tampoco resultaba fácil salvar la vida de alguien que no quería que lo salvaran.
Era de noche ya cuando el chófer lo devolvió a su casa, pero Bishop le ordenó que parase dos calles antes de llegar, en la puerta de un café. Le dijo buenas noches, señor, y confirmó la hora a la que lo iba a recoger mañana por la mañana para llevarlo a la estación. Demasiado temprano. Se acomodó Bishop en la barra del café y dio cuenta del primer trago. Poco después ya se encontraba con fuerzas para caminar de vuelta a su casa. No iba dando tumbos. Tres vasos de bourbon no eran bastante. Sentía un calorcillo agradable en el estómago y la vista se le había nublado un poco, lo suficiente para sentirse cómodo. No tenía ganas de acostarse. Esa noche no. No todavía. Caminaba por las calles de Berlín por las que todavía había gente. Ya estaba oscuro, pero aún era temprano. A Robert Bishop le gustaría decir que paseaba sin rumbo fijo, pero sabía exactamente hacia dónde lo llevaban sus pies. Media hora después se encontraba en la misma acera donde esa mañana había estado comprobando la identidad de un hombre muerto. Ahora estaba oscuro y una niebla espesa había bajado desde el cielo, como una capa de algodón que difuminara las luces de las farolas. Todavía había restos de sangre en el suelo, reseca, la misma sangre que todavía debía de estar pegada a la suela de sus zapatos. No había nadie en esa calle. No pasaban coches, ni gente. Era el lugar idóneo para un asesinato.
Miró Bishop las ventanas que a duras penas se distinguían al otro lado de la niebla. Cualquiera podía haber visto a al asesino, pero resolver el crimen no iba a ser tan fácil como ir llamando puerta por puerta para preguntar a la gente. Además, lo de menos para él era saber quién había rebanado el cuello de ese hombre. Sabía por qué, y eso era más que suficiente. Su misión era salvar a cuantos pudiera de esa lista, no detener a los culpables. Siempre habría alemanes radicales que se negaban a aceptar la derrota, tipos capaces de matar a compatriotas suyos a los que consideraban traidores porque estaban dispuestos a vender sus conocimientos, su experiencia y sus secretos al mejor postor o simplemente por una casa con jardín y una vida tranquila en Estados Unidos.
Escuchó unos pasos que se acercaban y se dio la vuelta. Se palpó la pistola bajo la chaqueta, pero no la sacó todavía. Era el ruido inconfundible de unos tacones sobre la acera. No es que no pudiera ser una mujer la que había acabado con la vida del científico que habían encontrado por la mañana. Podía ser una mujer tanto como un hombre. Pero Bishop no creía que fuesen a matarlo. Aún no. Pasó junto a él, muy despacio, y le dio las buenas noches, en inglés, pero con un acento alemán que no quería o no podía disimular. Al cabo de un par de pasos se detuvo y lo miró. Recortó la distancia que lo separaba de él y se dio cuenta Bishop de que a pesar del carmín, la sombra de ojos barata, el abrigo negro y las medias no era más que una chiquilla.
—Buenas noches —repitió—, ahora en alemán.
Él tenía las manos en los bolsillos, lejos de la pistola, y ahora ella estaba tan cerca de él que si sacase un cuchillo podría rajarle el cuello sin mucho esfuerzo. A lo mejor mañana alguien tendría que informar al coronel Marlowe de que Robert Bishop había aparecido muerto en la misma acera donde se encontró el último cadáver con unos versos horribles escritos guardados en una nota en sus bolsillos. «Todo aquel que sienta el espíritu alemán, a nosotros se unirá. Todo aquel que enarbole una bandera blanca, un puñal en el cuerpo encontrará». Qué ironía. Al final su nombre podía sumarse al de los tres hombres que habían matado sin que pudiera hacer nada. Su nombre, que ni siquiera estaba en la lista.
No es que el apego a la vida fuera una de las cosas que más lo distinguían últimamente, pero casi sin darse cuenta había retrocedido un par de pasos. Still, le dijo la muchacha, y su voz, igual que sus gestos, su piel o sus ojos no eran sino los de una niña. Miró la joven a un lado y a otro, para asegurarse de que nadie podía verlos, se llevó las dos manos a las solapas del abrigo y se desabrochó con habilidad profesional para mostrarle a Bishop su cuerpo desnudo. No lleva ninguna ropa debajo, tan solo las medias y los tacones. Sonrió al enseñarle su desnudez, la crema pálida de la piel, los pechos pequeños, naturales o porque aún no se le habían formado del todo, la mata de vello castaño entre sus piernas. Permaneció así unos segundos y sonrió, antes de contemplar ella misma su cuerpo y cubrirse un poco, como si se sintiera avergonzada o aturdida de repente, sin abrocharse el abrigo todavía. Miró a Bishop, esperando una respuesta, pero este sacudió la cabeza, enérgicamente, como si la reprendiera, y entonces ella se abrochó los botones del abrigo, sin poder contener un gesto de decepción. Volvió a mirarlo invitadoramente antes de terminar la tarea con el último botón, por si había cambiado de idea y al final se decidía a pasar la noche con ella. Antes de que se marchara, Bishop había puesto en su mano un billete después de buscarlo atropelladamente en su cartera. La obligó a cerrar su mano sobre él, la miró a los ojos y le dijo que se fuera. De nuevo lo miró, dispuesta a abrirse el abrigo otra vez, incluso sus dedos volvieron a tocar el primer botón, pero Bishop dijo que no con un movimiento de la mano.
La vio perderse en la niebla, y no pudo evitar ponerse a mirar otra vez las ventanas de los edificios cercanos. Tal vez alguien lo hubiera visto y estuviera ahora riéndose de él. Un agente de la OSS desorientado y medio borracho que se encuentra con una prostituta joven y hermosa en la calle y no es capaz siquiera de aprovechar la oportunidad. No podía ver a nadie en los edificios, pero a pesar de ello Bishop se tocó el ala del sombrero para saludar a quien lo estuviera viendo. Lo que de verdad le gustaría ahora era que estuviera allí el chaval que por la mañana estaba esperando para coger la colilla de lucky strike.