El viajero (42 page)

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Authors: David Lozano

Tags: #Terror, Fantástico, Infantil y Juvenil

BOOK: El viajero
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El conde de Polignac le enseñó a empuñarla.

—Recuerda siempre lo de la convicción —le recomendó el sabio—. Con la misma entereza con la que debes caminar, tienes que sujetar el arma. Si te tiembla entre los dedos, la perderás y serás pasto del Mal.

De buena gana, Pascal les habría insistido a todos para que dejaran de intentar estimularle con amenazas. Él no funcionaba así.

—La daga combatirá por ti —añadió Polignac—. Vuestra relación a partir de ahora será una simbiosis vital: ella necesita una mano para poder desplegar toda su maestría en el combate, y tú necesitas de su sabiduría en el arte de la lucha cuerpo a cuerpo.

—No entiendo —Pascal prefirió aclarar las cosas, no quería novedades cuando fuera demasiado tarde—. ¿Es que esta espada lucha sola?

—Ella guiará tu mano —sentenció Polignac, solemne—. La forja ancestral de su afilada hoja ha derramado mucha sangre muerta. Tú limítate a agarrarla con energía y sigue sus impulsos. Eres el Viajero, eso te hará capaz de manejarla. ¿Preparado?

—¿Cómo?

Pascal no tuvo tiempo de preguntar más. Beatrice y el conde se apartaron para dejar paso a varios difuntos, que arrastraban una gran jaula de hierro ocupada por un fiero ejemplar de carroñero que se lanzaba contra los barrotes, rabioso. Pascal retrocedió, aterrorizado. Los gruñidos salvajes crecían con el eco de las bóvedas.

—No pretenderéis...

Nadie lo escuchaba. Cuando se quiso dar cuenta, estaba solo frente a aquel rudimentario armazón de metal convulsionado por los envites brutales de la bestia. En cuanto la fiera detectó a Pascal, su rabia aumentó de forma considerable, pero ahora no pretendía escapar, quería comer.

Pascal, sudoroso, levantó la daga. La hoja temblaba de forma patética.

—¡Con fuerza! —le gritó el conde—. ¡Sujétala con fuerza!

—¡Puedes hacerlo! —la voz dulce de Beatrice, siempre animándolo.

Pascal apretó su mano armada hasta sentir las uñas clavándose en su palma. Poco a poco, la daga fue recuperando firmeza. Después, una reconfortante sensación cálida recorrió su antebrazo.

—Ya —avisó con una entereza cuyo origen desconocía—. Adelante.

Pascal se veía en aquellos momentos como un gladiador en la arena del circo romano. Aunque en vez del pueblo vociferante a su alrededor, distinguía los rostros atentos aunque fríos de los muertos.

La portezuela de la jaula se abrió y el carroñero salió como una tromba, su cuerpo putrefacto moviéndose con torpeza frenética. Extendía sus brazos hacia adelante, mostrando unas uñas negras, largas y curvas como garras.

Los demás miraban, materializando la peor de sus pesadillas. ¿Y si fallaba? La posibilidad de una temible humillación aleteaba sobre él casi con la misma fuerza que el miedo a morir.

El carroñero, que ya estaba casi encima de Pascal, aceleró sus movimientos grotescos y ansiosos. El Viajero, a punto de retroceder de espanto, no pudo, sin embargo, pensar más. De improviso su mano, que seguía agarrada con fuerza a la empuñadura de la daga, empezó a trazar en el aire movimientos de una elegancia abrumadora y él, anonadado, se mantuvo en su posición firme.

Nada pudo hacer la sorprendida criatura que se abalanzaba sobre Pascal, a pesar de la evidente diferencia de tamaños. El bruñido filo de la daga cayó sobre aquel cuerpo podrido, hiriéndolo con cuchilladas de una precisión quirúrgica, que seccionaban miembros limpiamente. El carroñero gemía de dolor mientras Pascal se crecía ante su inminente victoria, algo impresionado por la crudeza de unos golpes que en realidad él no dirigía. De hecho, el Viajero solo se dejaba llevar por los certeros impulsos del arma, tan mortífera que Pascal incluso empezó a sentir cierta compasión por la criatura. Tuvo que recordar que, de haber podido, aquel monstruo lo habría devorado en minutos.

A pesar de su extrañeza al verse actuando como una extremidad de la daga, el joven español se sentía flotar; en sus labios, el novedoso regusto animal de la victoria en aquel pulso cuerpo a cuerpo. Su ropa se veía salpicada de manchas, como muescas que atestiguaban su valor en la lucha.

La imagen del capitán Mayer, orgulloso, se abrió paso en su cabeza. Pascal se dejó llevar, la daga cada vez se movía con mayor comodidad.

El carroñero ni siquiera logró rozar a su presa antes de caer al suelo, demasiado herido para continuar en pie. Poco después, solo era un montón informe de carne descompuesta. Y Pascal se fundía como nunca con su condición de Viajero. Ensayando un aire altivo ajeno por completo a él, Pascal limpió la daga y la guardó en su funda. ¡Qué pasada!

Si lo hubieran visto sus padres, sus amigos, sus compañeros del
lycée
...

Pascal todavía no se creía lo que acababa de hacer.

Al final iba a ser verdad lo que decía Dominique: la entrada a la Puerta Oscura no le había otorgado nuevas cualidades, sino que había sacado a la luz algunas que ya existían dentro de él, aunque permanecían ocultas por años de retraimiento.

—Enhorabuena —el conde le daba un efusivo abrazo—. Ya estás preparado. Entiendes que teníamos que comprobarlo así, ¿verdad?

Después, Beatrice le dio un beso en la mejilla, y Pascal se odió por sonrojarse. Ella se había aproximado demasiado, tanto que el Viajero había sentido sobre su cuerpo las curvas de ella. Y eso le había excitado, lo que le avergonzaba en aquellas circunstancias. La inocencia, ahora lo confirmaba, podía resultar seductora.

Procuró centrarse en Michelle. Ella era el objetivo, el sentido de aquella aventura. El destino del viaje más peligroso que haría nunca.

Constantin de Polignac le dio el último de los objetos que constituirían su equipaje para la misión en el mundo de las sombras: la piedra transparente, uno de cuyos extremos brillaba de forma intermitente.

—Será tu brújula —dijo el noble—. La luz indica la dirección hacia el Mal. Así sabrás, en medio de la oscuridad, hacia dónde dirigirte. Y una vez hayas recuperado a Michelle, podrás retornar eligiendo el sentido contrario.

—Vale —Pascal cogió aquella pequeña roca, la estudió con detenimiento y la metió en su mochila, cargada con alimentos y agua—, muchas gracias.

—Tus amigos también te han enviado un mensaje —comunicó Polignac depositando en sus manos un papel arrugado.

Pascal se emocionó. Lo alisó antes de leerlo, disfrutando del tacto de aquel fragmento de su mundo. Solo habían escrito una frase. Reconoció la letra impulsiva de Dominique:
Confiamos en ti
.

Pascal descubrió lo mucho que pueden transmitir tres simples palabras. Y lo agradeció. Guardó aquel papel en uno de sus bolsillos para poder tocarlo en los momentos difíciles. Su contacto le hizo sentir que sus amigos estaban más cerca.

—Beatrice irá contigo —terminó el conde tras unos minutos de silencio, ante la mirada asombrada de Pascal—. Como espíritu errante, puede seguirte en lo oscuro y ayudarte a avanzar a buena velocidad.

El gesto tranquilo de ella hizo comprender a Pascal que ya lo habían hablado y que Beatrice estaba de acuerdo.

Aunque agradecía no embarcarse solo en aquella aventura, se vio obligado a procurar liberar a la chica de aquel peligroso compromiso cuando ella ni siquiera conocía a Michelle:

—Beatrice, no quiero que te arriesgues por mí...

Ella esbozó una de sus sonrisas de inocencia infantil.

—Recuerda que eres el Viajero —advirtió—. El Mundo de los Muertos no quiere prescindir de ti como vínculo con el mundo de los vivos. Te acompaño como refuerzo, nada más.

«Vaya», pensó Pascal. Aquel razonamiento quitaba mucho romanticismo al asunto.

—Está en lo cierto —coincidió Polignac—. Suena duro, pero hay mucho más en juego que Michelle. De hecho, según cómo veas el panorama, tu obligación es volver. Aunque sea sin la chica.

Aquella premisa dejó a Pascal sin palabras.

—¿Volver? —consiguió formular—. ¿Volver sin Michelle?

Constantin de Polignac ofrecía un gesto incómodo. Resultaba evidente que había procurado postergar todo lo posible aquella cuestión. Pero había llegado el instante de hablar claro.

—Entendemos lo que sientes por ella —comenzó—. Pero tu vida es mucho más valiosa.

—Pero yo no puedo dejarla allí y regresar...

—Eso no es amor, es egoísmo —matizó el noble con tristeza—. Eres el Viajero. No puedes pensar solo en ti, muchos vivos y muertos dependen de tu existencia. En cambio, ¿quién depende de Michelle?

Beatrice se mantenía en un discreto segundo plano, sin atreverse a intervenir en un tema tan delicado.

—Llegado el caso, la pérdida de Michelle será dolorosa, pero de consecuencias muy limitadas —concluyó Polignac—. Lamento parecer tan calculador, pero de algún modo, como uno de los muertos más ancianos, debo velar por todos los habitantes de este mundo. Y tú deberías hacer lo mismo por los del tuyo.

—Igual no hace falta llegar a eso... —susurró Beatrice.

—Ojalá sea así —deseó Polignac—. Pero, por si acaso, Pascal debe tener claro cuál es su deber.

Pascal no contestó.

Los tres subieron a una de las torres de la catedral para asomarse a la inmensidad de aquel espacio negro, surcado por senderos de luz pálida. Pascal pensó que, en el mundo de los vivos, sin aquella belleza cósmica, el paisaje desde allí también tenía que ser muy hermoso.

—Os dirigiréis a aquel extremo —informó el conde señalando una zona donde se terminaban los caminos brillantes—. Más allá comienza la región del Mal, separada de la nuestra por el Umbral de la Atalaya, una gran puerta amurallada vigilada por la Orden de los Centinelas. Tu condición de Viajero constituye tu salvoconducto para poder cruzarla. Como sabes, en cuanto tus pies pisen tierra oscura, el límite de siete jornadas al que te hallas sometido se detendrá hasta tu retorno a la Tierra de la Espera.

Pascal comprobó su piedra-brújula. Su brillo confirmó las palabras del aristócrata: el Mal se encontraba en aquella dirección.

—Así como Caronte y el Can Cerbero custodian la entrada al Mundo de los Muertos desde la dimensión de la vida, la Orden de los Centinelas se encarga de proteger los pasos internos entre las diferentes regiones de nuestro reino. En el caso del Umbral de la Atalaya, es el acceso cerrado que impide que las criaturas condenadas a vagar por las tierras del Mal lleguen hasta nuestra zona, la Tierra de la Espera —Pascal asintió, concentrado—. Los Centinelas son los garantes del equilibrio dentro de los distintos sectores del Mundo de los Muertos. Velan sin descanso los únicos pasos que existen entre las regiones.

—Cada criatura muerta tiene asignado un lugar en este mundo en función de cómo fue su vida, un lugar que debe respetar —aclaró Beatrice—. Solo en la Tierra de la Espera hay posiciones transitorias, hasta que se recibe la llamada del Bien... o se es capturado por el Mal.

El Viajero, poco a poco, iba entendiendo cómo funcionaba todo. Estaba el mundo de los vivos... y el de los muertos, y dentro de este existía una especie de feudos, de territorios limítrofes entre sí, cuyos habitantes debían ceñirse a sus propias fronteras, siempre vigiladas por autoridades misteriosas.

—Los carroñeros son criaturas del Mal, ¿no? —se atrevió a plantear el chico en medio de sus cavilaciones—. Sin embargo, se mueven por vuestra zona.

Beatrice hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

—Determinados seres oscuros tienen autorización para acceder a la Tierra de la Espera —respondió—. Son híbridos, está en su propia naturaleza.

—Y eso, ¿por qué? —insistió él.

—Nadie lo sabe con certeza —intervino Polignac—. Es la tradición. Siempre ha sido así, desde el comienzo de los tiempos. Los ancestrales oráculos afirman que la ley se instauró para que, hasta el último momento, un espíritu pueda ser tentado por la Oscuridad. Y todos los seres respetan esa tradición. Con la antigüedad se adquiere el rango sagrado.

Pascal guardó silencio antes de volver a formular una pregunta. Consideraba que, si iba a arriesgarse en aquella aventura, tenía derecho a saberlo todo.

—La Tierra del Mal, la Tierra de la Espera —empezó—. ¿Y dónde está, entonces, la Tierra del Bien?

Polignac y Beatrice compartieron un gesto cómplice, como si hubiesen esperado esa pregunta acerca de la tercera región del Mundo de los Muertos.

—En esta dimensión, no —el conde se encogía de hombros—. No se puede llegar a ella si no se es llevado. Nada más se sabe.

Se hizo un nuevo silencio, que los tres aprovecharon para reflexionar.

—¿Qué has decidido? —Polignac, cuya impaciencia lo había llevado a romper aquel mutismo, miraba ahora a Pascal de modo inquisitivo—. Supongo que eres consciente del privilegio que se te ha otorgado al convertirte en Viajero.

¿Privilegio o condena? Pascal se dio cuenta de que, de no haber sido por su inoportuna entrada en el arcón de los Marceaux, Michelle no habría sido secuestrada. Lo invadió una tristeza amarga, pero se abstuvo de manifestarla.

—Estoy esperando tu respuesta, Pascal —la voz del noble llegaba cargada de un respeto teñido de ternura.

Pascal, en medio de su angustia, comprendió que no había mala intención en Polignac. La única pretensión del noble era abrirle los ojos a todos los obstáculos que pudieran surgir por el camino, y se había reservado el más peliagudo para el final.

El chico no apartaba la vista del horizonte de oscuridad. Allí la muerte no se fundía con la vida, la devoraba. Tocó su daga, requería aquel calor.

—De acuerdo —el tono de Pascal, que continuó oteando la lejanía, sonó distante, vencido—. Si las perspectivas son muy extremas, daremos media vuelta y regresaremos sin Michelle.

Pascal supo que no sería capaz de hacerlo. Antes sucumbiría al Mal para acompañar a su amiga. No perdía nada; volver sin ella sí habría supuesto un auténtico infierno. Aunque fuese un pensamiento egoísta impropio del Viajero.

Poco después, Constantin de Polignac contemplaba las figuras de Pascal y Beatrice alejarse hacia las sombras.

Todos los presentes en aquella catedral seguían con sus pupilas muertas a la pareja, sumidos en un mutismo sobrecogedor. Hacía falta mucho valor para dirigirse hacia el Mal.

—Que no tenga que elegir —susurró el noble, a quien Pascal no había conseguido engañar—. Por favor, que no tenga que elegir.

CAPITULO XXXIV

LAS primeras impresiones que tuvo Jules de la recién llegada fueron que aquella imponente mujer no estaba dispuesta a andarse con rodeos, y que había sufrido una importante agresión en la cara que no había llegado a desfigurarla de puro milagro.

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