—Hola, Claude. Es el Viajero.
Pascal sintió cómo los ojos inquietos de aquel tipo lo recorrían de arriba abajo. Por su gesto habría podido adivinar sus impresiones: «Vaya, es un chaval muy joven, demasiado. Y está muy delgado, no parece fuerte...».
Sin embargo, de la boca de aquel tipo solo salieron palabras amables:
—Bienvenido seas, Viajero. Adelante.
Los dos obedecieron y entraron en la catedral. Les sorprendió descubrir allí dentro a más de treinta personas, que se fueron apartando conforme ellos avanzaban, abriéndoles un pasillo cargado de respeto y solemnidad. Algunos incluso hacían reverencias a su paso.
Momentos así permitían a Pascal adquirir verdadera conciencia de la importancia de su rango. Era el Viajero. Su presencia traspasaba fronteras invisibles, su existencia se iba conociendo hasta los confines de la vida y la muerte. Pascal, a raíz de sus agitadas experiencias, no supo si eso era bueno o malo para él.
—Hola, Pascal y Beatrice.
Un anciano alto, de cabellos blancos y vestido con elegantes ropas medievales, se acercó hasta ellos. Besó la mano de la errante y dio un abrazo al Viajero.
—Por fin nos conocemos —anunció en tono protocolario—. Soy Constantin de Polignac, conde de Blois. Un placer.
A continuación, los hizo pasar a las dependencias de la sacristía para hablar más tranquilamente.
—Si hubiera sabido de vuestra visita con más antelación, habría organizado una fiesta en mi castillo —se disculpó el aristócrata—. Las que organizo son famosas. ¿Verdad, Beatrice?
—Sí, ya lo creo. Pero es que hemos venido hasta aquí para pedirte ayuda urgente.
El conde hizo un gesto con una mano repleta de sortijas, deteniendo las palabras de la chica.
—Lo sé todo, Beatrice. Las noticias vuelan. Sé cuál es el propósito del Viajero: rescatar a una joven llamada Michelle, atrapada por el hechizo prohibido.
Pascal no se pudo contener:
—¿La habéis visto? ¿Sabéis algo de ella?
Polignac negó con la cabeza, mientras los invitaba a sentarse en unos regios sillones de madera acolchados con terciopelo rojo, de elevado respaldo.
—No sabemos nada de la chica —reconoció con pesadumbre—. Aquí no llegan noticias de lo que ocurre en la Oscuridad —miró a los ojos a Pascal, procurando vislumbrar su interior a través de ellos—. Tu misión es arriesgada, Viajero. ¿Estás convencido de querer acometerla?
Así que era eso lo que aquel entrañable anciano escudriñaba con sus pupilas apagadas. Pascal no dudó.
—Lo estoy.
—Eso es fundamental. El mayor peligro del viaje que te dispones a emprender radica en la duda; la mayor parte de las batallas se han perdido por falta de convicción, no de recursos.
El chico prefirió no pensar que aquella afirmación tan categórica habría descartado al antiguo Pascal como Viajero.
—Dentro de la Oscuridad, más allá de esta Tierra de la Espera, te encontrarás con un mundo que se dispone en niveles de negrura —comenzó el conde—, con sus propias criaturas condenadas. Cuanto más desciendes, mayor es la ausencia de luz. Nadie sabe lo que hay en el epicentro de esa noche eterna, el Mal en estado puro. Lo que otros llaman el Infierno, a lo mejor. Pero mucho antes de llegar hasta allí, Michelle será insalvable. Nadie podría sobrevivir a aquellas profundidades. O, al menos, nadie podría volver —Polignac contuvo el aliento—. Dicen que el Mal atrae con su propia gravedad y, conforme te aproximas a su núcleo, una poderosa fuerza magnética te va absorbiendo sin que te des cuenta. Por eso tienes que moverte rápido mientras los servidores del Mal estén llevando a la chica por los primeros niveles. Ahí es donde un Viajero puede actuar con alguna posibilidad de éxito.
Aquella última expresión no le pareció a Pascal demasiado optimista, pero siguió escuchando.
—Poco más puedo decirte; nadie ha retornado de la oscuridad profunda para contarlo. Pero antes de facilitarte información adicional sobre los primeros niveles, lo que sí te puedo ofrecer es el emplazamiento de algo que te será útil en tu peligrosa empresa: el Cofre Sacro.
Beatrice y Pascal aguardaron, expectantes. ¿A qué se estaba refiriendo el noble?
—Antes de lanzarte a la noche —comenzó Polignac—, debes tener en tu poder tres objetos con facultades esotéricas, que tendrás que conseguir en el mundo de los vivos: una piedra que te indicará, como una brújula, la dirección en la que se encuentra el epicentro del Mal; una daga cuya poderosa aleación se fundió en una forja del Bien, capaz de dañar la carne muerta, y un talismán que convierte en imperceptibles los latidos de un corazón vivo, que te permitirá hacerte pasar por muerto en alguna situación que lo requiera. Porque no en todos los lugares la vida es bien recibida —el conde se tomó un respiro al concluir aquella sucinta descripción—. Los tres elementos se guardan en un oculto cajón de madera labrada conocido como el Cofre Sacro. En tu mundo.
Polignac se quedó en silencio. Era obvio que aguardaba una reacción a su información.
—Muchas... muchas gracias, señor —Pascal no sabía qué más decir; Polignac aún no había concretado cómo conseguir aquel tesoro.
El aristócrata rechazó aquellas palabras de gratitud.
—Ese será tu equipaje, Pascal —le confió—. No puedes afrontar un desafío semejante sin tales pertrechos, aunque primero hay que conseguirlos.
Pascal esperaba aquella precisión.
—¿Dónde se encuentra el cofre, señor conde?
El aristócrata completó entonces su explicación. Al poco rato, el Viajero rogaba a Beatrice que le enseñara cómo comunicarse con sus amigos vivos. Tenía que pedirles algo muy importante, algo esencial para aquella misión que estaba a punto de emprender.
* * *
Marcel Laville, con el auricular pegado a la oreja, terminó de marcar el número desde el teléfono de la sala de autopsias.
—Funeraria Théophile Lussac, dígame.
La voz que acababa de contestar a la llamada correspondía a la persona con la que el médico pretendía hablar.
—¿Olivier?
—Sí, soy yo.
—Hola, soy Marcel Laville. Veo que tu trabajo no entiende de horarios, ¿eh?
—Bien lo sabes —repuso el otro—, por eso llamas a estas horas. ¿Cómo estás, Marcel? Supongo que me llamas por lo de los chicos del parque, ¿no? Mañana recogeremos los cuerpos, ya te los quito de encima.
El forense, muy serio, calculaba sus palabras.
—Sí, es por eso. Verás... —comenzó—. ¿Recuerdas que me debes un favor?
—Claro. ¿Ya te lo vas a cobrar? Dime qué necesitas. Pero rápido, que ando un poco pillado de tiempo; mañana celebramos varios funerales.
—Pues... hemos tenido que hacer nuevos análisis a los cadáveres, y más pruebas. Casi era imposible la reconstrucción de los cuerpos, ¿sabes? Así que al final... los hemos incinerado aquí.
Se hizo el silencio al otro lado de la línea.
—Marcel, ¿habéis hecho eso sin autorización de la familia?
—Me temo que sí, Olivier. Pero ellos ya habían visto varias veces los cadáveres...
—Sabes perfectamente que los padres siempre insisten en un último encuentro de despedida; esto no les va a gustar.
—Por eso te llamo. Te llevas las cenizas, las colocáis en dos de vuestras urnas más elegantes, y... en fin, de ese modo podrán despedirse. Diles que nosotros corremos con los gastos de la incineración.
—Ya, pero...
—Ayúdame, me debes un favor. Hazles creer que esto ha ocurrido en otras ocasiones y, por favor, que no trascienda. Ya he tenido algún problema con mis superiores estos días.
—Así que no me vas a explicar lo que ha ocurrido en realidad.
—No merece la pena.
Marcel oyó cómo refunfuñaba su amigo.
—Dime la hora a la que has quedado con ellos —añadió el forense—. Yo también acudiré a justificar lo sucedido y a disculparme. Lo de las investigaciones policiales siempre impresiona, lo aceptarán. Si les explico que ha sido necesario para ayudar en la búsqueda del asesino...
—Bueno, de acuerdo —concedió Olivier—. Pero esto no puede volver a pasar...
—En todos los años que hace que me conoces, ¿ha sucedido alguna otra vez?
Marcel colgó el teléfono suspirando de forma sonora. Ya había terminado de recoger todos los destrozos del depósito de cadáveres. Nadie podía enterarse de lo que había ocurrido en aquel sótano. Nadie. Y mucho menos Marguerite, y eso que deseaba contar con ella en aquella guerra encubierta que mantenía amparándose en la vulgar apariencia de una investigación policial. Pero de nuevo hubo de recordarse que había en juego algo más que unas vidas jóvenes. Algo tan confidencial que no podía compartirlo con la detective.
El forense confió en que el penetrante olor a carne quemada se hubiese suavizado a la mañana siguiente, gracias al ritmo intenso de la ventilación automática, un mecanismo contra el hedor de la muerte que había evitado que la humareda se extendiese por todo el edificio.
A partir de aquel momento, para evitar una epidemia de no-muertos, él tendría que encargarse de las nuevas víctimas del vampiro principal. Hasta que lo atraparan. Confió en que eso ocurriera pronto.
* * *
Jules resoplaba, y eso que cada vez se le daba mejor subir aquellos últimos escalones empujando a Dominique. Pero la silla de ruedas pesaba lo suyo, y la bruja era demasiado mayor para ayudar en esos menesteres. Ya había colaborado bastante, desde luego.
Por fin estuvieron todos dentro de la buhardilla. El chico había cumplido también su parte del trabajo, y ahora el desván parecía mucho más acogedor y seguro. En la zona central, no obstante, la solemne presencia de la Puerta Oscura concentraba toda la atención de los recién llegados.
La Puerta Oscura, el último lugar en el que habían visto a Pascal con vida. Todavía no sabían nada de él. Miraron la hora, calculando el tiempo que su amigo llevaba en el Mundo de los Muertos. Cada vez que lo pensaba, Jules sentía una emoción muy especial dentro de él. Y eso que la presencia de aquel arcón enorme equivalía a tener en casa una puerta que podía conducir al mismísimo infierno.
¿Y al cielo también, fuera lo que fuera? Había todavía demasiadas incógnitas en el aire. Al menos, ese umbral misterioso confirmaba para los implicados, incluido el escéptico Dominique, que había algo más allá de la muerte.
Aquella afirmación trascendente constituía una repercusión esencial de la que nadie hablaba, pero que había supuesto para todos ellos una revolución que afectaba a sus creencias más profundas. Cuando las aguas volvieran a su cauce y la tranquilidad retornase, todos necesitarían un tiempo para asimilar lo ocurrido.
Una vez acomodados en aquella buhardilla repleta de bultos, Dominique inició su narración a Jules, detallando cómo habían acabado con los dos jóvenes vampiros un rato antes. En su voz se percibía un orgullo incrédulo. Todavía estaba asumiendo su participación activa en lo que había ocurrido.
—Alucinante —comentó Jules, boquiabierto, sintiendo un vértigo intenso—. Vampiros. Auténticos vampiros...
Poco después se quedaron en silencio, bajo el ambiente vetusto que evocaba aquel desván. Necesitaban recuperar un poco de serenidad, aunque fuera una calma contaminada por la naturaleza expectante de aquella noche.
Se sentaron en unos desvencijados sofás de tapicería setentera, buscando una apariencia de normalidad que maquillase la excepcional situación en la que se encontraban.
Dominique se dedicó a observar a Jules, sus ropas oscuras, demasiado amplias sobre un cuerpo algo demacrado. En esta ocasión, el gótico llevaba los ojos sin maquillar, sin esa sombra negra que resaltaba la blancura perfecta alrededor de sus pupilas. Hasta la fiesta de Halloween, apenas se saludaban en el
lycée
, pero ahora que se iban conociendo, le empezaba a caer bien a pesar de su apariencia extravagante. Jules había resultado ser un tipo majo, hospitalario, accesible. Parecía estar siempre en las nubes, absorto en sus propias fantasías. En cierto modo, tenía un toque soñador que le recordaba a Pascal. Buena gente, diagnosticó Dominique para sí, aunque en algún momento tendría que despertar a la vida real. Seguro que Jules rechazaría la invitación de una chica si había quedado con su grupo de colegas
frikis
. Dominique estaba convencido. Conocía aquel perfil que —tenía que reconocerlo— siempre había observado con cierta prevención en el
lycée
, como si su contacto fuese infeccioso y pudiera transmitirle algún tipo de conducta extraña. A Michelle, sin embargo, siempre la había considerado de modo distinto, una subespecie siniestra mucho más razonable, más aceptable.
Dominique sonrió para sí con aire de culpabilidad mientras reflexionaba sobre el trato de privilegio que siempre había dispensado a su amiga. Sabía que lo había hecho porque estaba buena, no podía negarlo, y además existía una amistad anterior.
Eso influía mucho.
—Deberías tomar el sol y engordar un poco —le recomendó Dominique a Jules deteniendo la vista en su semblante pálido y su perfil flaco—. Estás en los huesos.
Jules sonrió.
—Lo intento. No paro de comer, de verdad. Pero no hay manera de subir ni un gramo. En mi familia todos están muy delgados. En cuanto a lo del sol... mejor que no. Me quemo, me pongo rojo y después se me cae la piel a tiras. Yo no he nacido para broncearme.
Dominique asintió.
—Cuéntame algo de ti —le pidió después—. Intuyo que vamos a pasar muchas horas juntos.
La vidente también atendía a la conversación, aunque sin intervenir. Mientras las cosas no se pusieran feas, resultaba muy oportuno que se fueran conociendo mejor.
—¿Y qué quieres que te cuente? —respondió Jules manipulando una pequeña caja que había encontrado entre varios muebles.
Dominique se encogió de hombros.
—No sé. Lo que se te ocurra. Por ejemplo, ¿te van los video-juegos?
Jules le dirigió una mirada astuta.
—Me llevas a tu terreno —lo acusó—. Porque tú eres un fanático de los ordenadores, ¿verdad?
—Me gustan bastante, sí.
—Pues a mí no. Lo que me gusta son los juegos de rol, pero los auténticos. Con su tablero, sus dados de muchas caras...
—Y sus figuritas. Veo que eres un clásico —comentó el otro sin ironía—. ¿Qué tiene de malo jugar a través del ordenador?
—¡No es lo mismo! Ni siquiera ves a los demás jugadores. Lo real siempre es mejor que lo virtual.
Dominique se apresuró a defenderse de aquella crítica.