Siempre que se veía a Varney, era demasiado tarde.
—¿Dónde está la Puerta Oscura? —susurró el recién llegado con voz ronca, ignorando el lamentable estado de su discípulo—. El Viajero la ha cruzado de nuevo y necesito llegar a ella.
Delaveau bajó ahora sus ojos vidriosos, tenso.
—Lo siento, señor... No la he encontrado todavía... No he podido... Me dañaron...
El rostro del vampiro principal se contrajo de rabia. Alargó el brazo y su mano se cerró sobre el cuello del súbdito antes de alzar aquel miserable cuerpo de un tirón, arrastrándolo con brutalidad por la pared de huesos.
—No me has obedecido —las palabras de Varney brotaban de sus labios entrecerrados a trompicones, como lastradas por el peso de la aversión—. Te has dejado ver y no ha servido para nada. Me has fallado.
Delaveau lo miró con miedo; aquel ser poderoso podía curarlo o destruirlo definitivamente. Pero no tenía fuerzas ni para pedir clemencia, e intuyó su inminente ejecución. Los brazos del que acabara con su vida en el instituto lo acercaron a su boca abierta, a sus colmillos puntiagudos.
—Te arrepentirás para siempre —sentenció el monstruo sin apartar la mirada gélida de la criatura que él mismo había creado con su mordedura venenosa.
Los últimos ruidos que profanaron la paz nocturna de las catacumbas fueron los que provocaba el cuerpo de Delaveau al ser arrastrado. El antiguo profesor todavía no sabía lo que le aguardaba, dónde le estaba llevando su amo para castigar su desobediencia, pero fue consciente de que jamás volvería a pisar aquel mundo.
* * *
«Por fin la bruja da señales de vida», pensó Marguerite, medio dormida a aquella hora y aburrida de merodear por los alrededores del edificio donde Daphne realizaba sus sesiones de adivinación. La detective, escéptica hasta la médula, no entendía cómo alguien podía ganarse la vida con semejante actividad. ¿Tanto crédulo había? ¿Tan fácil era sacarle el dinero a la gente? Qué vergüenza aprovecharse de la incultura y la superstición...
Pero aún había algo más desconcertante. La vidente acababa de aparecer acompañada de nuevo por un chaval muy joven, que para colmo no era el del día anterior. Le resultó familiar. ¿Qué se traía entre manos aquella mujer tan extraña? ¿Cómo lograba atraer el interés de los adolescentes? Cuanto más investigaba, más sórdido le parecía todo.
Ahora Daphne acababa de entrar junto al chico desconocido en un coche rojo muy viejo. Sin perder tiempo, Marguerite volvió al suyo y se preparó para seguirlos, asegurando el vendaje de su rostro para que no le molestara al conducir. No podía permitirse perder aquella pista, que constituía la única línea de investigación prometedora del caso Delaveau.
Un momento... Ese muchacho...
Una brusca corazonada abrió una brecha en la memoria de la detective, que sintió un chispazo en su cabeza al caer en la cuenta de algo. Inquieta, Marguerite extrajo de su bolso una libreta donde apuntaba los detalles de los casos en los que había estado trabajando, entre otros el de la desaparición de Raoul y Melanie. No tardó en encontrar lo que buscaba.
Sí, ese era. Ahora lo recordaba. Alto, flaco, con ropas negras que contrastaban con su piel tan blanca... Aquel chico que acompañaba a la vidente no era tan desconocido. Se trataba de Jules Marceaux, ¡el anfitrión de la fiesta de Halloween!
¿Pero es que todos los invitados a aquella puñetera fiesta estaban implicados de algún modo en su caso?
No pudo pensar más, pues el coche de Daphne se alejaba con rumbo desconocido.
* * *
—Aquí es —confirmó Jules atendiendo al número que figuraba en una placa clavada en la valla, una verja metálica cubierta de óxido y medio devorada por la hiedra salvaje.
Daphne, al volante de su destartalado coche rojo, condujo hasta unos árboles y puso el freno de mano mientras apagaba el motor. Dejó las luces encendidas para ayudarse con su resplandor en medio de la noche.
Antes de salir del automóvil, dedicaron unos momentos a contemplar aquel edificio de dos plantas que iluminaba el coche. Se trataba de un viejo palacio del siglo xviI, cuyo aspecto abandonado producía un efecto disuasorio en cualquier posible visitante. No se distinguían otras construcciones cercanas.
—Hace mucho que nadie se pierde por aquí —comentó Jules observando el aspecto descuidado de los jardines y los cristales rotos de las ventanas superiores—. Pero hay que reconocer que se trata de un caserón muy chulo. Ideal como mansión encantada, desde luego. Cualquier director de fotografía mataría por poder rodar aquí una peli de fantasmas...
Hablaba sin parar porque estaba asustado.
—¿Seguro que la dirección que os dio Pascal era esta? —dudaba Daphne, ajena a los comentarios de su acompañante—. No creo que un cofre haya sobrevivido a los saqueos de los vándalos que suelen asolar este tipo de edificios.
—Igual nadie ha tenido narices de meterse ahí dentro hasta ahora —susurró Jules, cuya pasión por el terror estaba perdiendo fuelle conforme adquiría conciencia de que se disponían a entrar en la desasosegante construcción.
La bruja le miró.
—Cómo cambia todo con respecto a las películas, ¿verdad?
Jules asintió, sin despegar los ojos de aquella fachada de piedra ennegrecida que tenía un macabro encanto. Una cortina bailaba levemente desde el interior de una ventana rota. El típico detalle insignificante que convierte una escena apacible en la antesala de lo amenazador.
—Ya lo creo, Daphne —convino—. Lo que pasa es que a mí me gusta el miedo, pero en la ficción, ¿sabes?
—Pues esto es la vida real —la bruja se mostró implacable, no podían retroceder—. Y no nos queda más remedio que entrar.
Ambos salieron del coche, y a los pocos metros pudieron empujar el portalón de hierro forjado que conducía a los jardines. El antiguo engranaje gimió al tiempo que cedía la verja.
Los dos se habían detenido ante la puerta abierta, sin osar poner un pie en aquella propiedad perteneciente al pasado. La sensación de que eran observados desde el interior trepó por sus cuerpos, provocándoles una inquietud incómoda.
—Es normal lo que estamos sintiendo —adujo Daphne—. El ser humano también es intuitivo. Y sabemos que en la casa hay una presencia.
A Jules se le puso la piel de gallina. Su perfil desgarbado mostraba una novedosa rigidez.
Caminaron hasta llegar a la entrada principal, cuyas hojas de madera, atascadas por la suciedad, se resistieron al principio a ceder el paso. Cuando lograron acceder al interior de la casa, encendieron sus linternas, cuyos haces les permitieron descubrir una escalinata de mármol que conducía al piso superior.
La bruja se disponía a ascender por aquellos peldaños, pero Jules la detuvo:
—Pascal dijo que el cofre se encuentra en el sótano —le susurró mirando con desconfianza hacia todos lados, como si esperase la aparición de fantasmas por los rincones.
La vidente asintió, cambiando la dirección de sus pasos hacia la escalera que llevaba a la planta inferior. Nada rompía el silencio. Jules quería largarse de allí, tenía la impresión de que más tarde no sería tan fácil. Aunque todavía le daba más miedo quedarse solo, por lo que acompañó a Daphne en su avance.
Fue pisar el primero de aquellos peldaños descendentes y la calma se quebró, astillándose en mil gritos que mutilaron el silencio. Un viento frío comenzó a correr por aquellas dependencias provocando violentos portazos, sonido de cristales rotos y el contoneo sinuoso de cortinajes polvorientos.
Jules, perdiendo el control, se dio la vuelta, pero Daphne lo detuvo tomándolo del brazo.
—Aguanta —le dijo—. No podemos irnos sin el cofre. No te dejes llevar por el miedo, eso es lo que pretende el ente que habita esta casa. Piensa en otra cosa, no atiendas a los fenómenos que se están produciendo.
—Eso se dice fácil... —la voz de Jules temblaba, su tez lechosa estaba húmeda de sudor.
Reanudaron su camino. Poco a poco se iban aproximando al sótano. Allí abajo, una puerta acristalada golpeaba contra el marco, impulsada en su giro por los constantes remolinos de aire que iban formándose. En uno de aquellos arrastres, alcanzaron a ver en el cristal el pavoroso reflejo de una mujer ahorcada mirándolos con una hostilidad virulenta.
Aquello fue demasiado. Jules huyó peldaños arriba sin que, en esta ocasión, la vidente pudiera evitarlo. De hecho, lo intentó, pero una fuerza invisible le impidió actuar empujándola por las escaleras. Daphne cayó pesadamente, sintiendo el dolor repentino de los bordes de los escalones clavándose en su cuerpo, aunque por suerte estaba muy cerca del piso y solo sufrió algunas contusiones. Quedó tendida en el suelo, lo que aprovechó para recuperar la respiración. Estaba sorprendida; dada su condición de médium, no esperaba en aquel espíritu una reacción tan violenta. Se empezaba a asustar.
¿Y Jules? ¿Dónde estaba Jules ahora?
* * *
Dominique aguardó con el teléfono pegado a la oreja. Era un poco tarde, pero conocía los horarios de la familia Rivas y sabía que podía llamar.
—¿Sí?
El chico reconoció la voz, era la madre de Pascal. La conocía bien por la cantidad de veces que había acudido a la casa de los Rivas. Dominique, de hecho, era considerado de la familia, incluso había veraneado con ellos.
—Hola, Brigitte. Soy Dominique.
—Hola, ¿qué tal estás?
—Muy bien, gracias. Oye, has hablado esta tarde con Pascal, ¿verdad?
En eso habían quedado; Pascal debía preparar su coartada antes de partir hacia el Más Allá.
—Sí —contestó la mujer sin sospechar nada—, me ha llamado para decirme que no vendría a dormir porque estáis preparando un trabajo en casa de un amigo vuestro del
lycée
. Ya tengo el teléfono de ese chico. Por lo visto, vais a estar varios días muy metidos en eso, ¿no? ¿Y qué tal? ¿Estáis aprovechando el tiempo?
—Sí, todo va bien. Pero nos queda mucho todavía, la verdad. Pascal me ha pedido que os llamara porque a lo mejor mañana comemos aquí para empezar antes. El ahora está ocupado con Jules, en el trastero, buscando un ordenador viejo que necesitamos. Ya sabes que con mi silla de ruedas no puedo ayudarlos...
—Claro —ella pensó unos instantes; por la voz se notaba que debía de estar preocupada con otros asuntos—. Bueno, dile a Pascal que me mande un mensaje mañana con lo que decidáis, ¿vale? Pero si al final no viene a comer, que no se le olvide que mañana le toca dormir en casa de la abuela. Mi madre ya está mejor, pero todavía no queremos que pase la noche sola.
—Claro, se lo diré.
Con eso contaban para ganar una velada más: Pascal ya había hablado con su abuela para que le cubriese las espaldas en caso de que no llegara a tiempo de acompañarla durante aquella segunda noche. La anciana mujer se había mostrado encantada ante aquella complicidad con su nieto favorito.
Dominique se disponía a despedirse cuando la mujer lo interrumpió:
—Y preferiría que antes se pasara por casa —añadió—. Seguro que os queda tiempo suficiente para terminar ese trabajo, ¿no?
«Qué pesadas son las madres», se quejó para sus adentros Dominique mientras gestaba la siguiente maniobra para mantener el plan.
—No te creas —defendió el chico la tapadera, acariciando con malicia el móvil que Pascal le había entregado antes de irse al Mundo de los Muertos—, lo hemos dejado para el final y ahora vamos muy apurados. No sé si Pascal tendrá tiempo de ir a veros mañana antes de acudir a casa de su abuela. Pero no te preocupes: si mañana nos cunde, acabaremos de una vez el trabajo, y pasado lo tienes comiendo en casa. Es que nos queda ya tan poco...
Dominique empleaba en su voz una inflexión insistente destinada a vencer las últimas reticencias de Brigitte. Como la notaba impaciente por otras cuestiones, sabía que alargar la conversación jugaba a su favor.
En efecto, los titubeos de la madre de Pascal sucumbieron ante la necesidad de ella de terminar la conversación.
—De acuerdo —concluyó—, pero no os acostumbréis a trabajar así; debéis organizaros mejor la próxima vez.
—Claro —ahora Dominique experimentaba con el tono maduro, responsable—, muchas gracias, Brigitte. Verás qué nota sacamos en la exposición oral.
Sería fácil cumplir el encargo del mensaje. Otra cuestión era cómo ganar tiempo en caso de que su amigo continuase en el Más Allá vencida la noche del día siguiente —si es que tal hecho no suponía la imposibilidad del retorno de Pascal, trágica alternativa que se negó a contemplar—, pero de eso se preocuparían en su momento. Bastante tenían ya.
Lo único que no podrían camuflar de ningún modo sería un fracaso en la misión de Pascal. Dominique no quiso ni imaginarlo, después de tantas mentiras. Sería incapaz de volver a mirar a la cara a Brigitte si alguien se veía obligado a comunicarle que jamás volvería a ver a su hijo.
—Portaos bien, ¿eh? —terminó la mujer antes de colgar—. Ya sé que no hace falta que os lo diga, pero...
—No te preocupes. Estamos demasiado ocupados, no tenemos ni ganas de pensar en otras cosas.
Lo bueno de mentir por Pascal, se dijo Dominique mientras apagaba el aparato, era precisamente el carácter tan tranquilo de su amigo. Pascal jamás había dado problemas en casa, iba bien en los estudios, no bebía ni fumaba... La clara ventaja de la falta de iniciativa en una persona así era la imposibilidad de meterse en líos, algo que se cumplía al cien por cien en el caso de Pascal. Sus padres, acostumbrados a ello, nunca se mostraban desconfiados. Y como Dominique todavía gozaba de mejor fama...
El chico, sonriendo, se dispuso a llamar a su casa. También tenía que hablar con su familia. ¡Vaya montaje!
De vez en cuando, dirigía miradas vigilantes a la claraboya y a la puerta de las buhardillas.
«A ver si llegan ya Daphne y Jules...», pensaba. «¿Habrán conseguido cumplir la misión? Ojalá sea así, la vida de Michelle depende de ello.»
Michelle.
Llevado por sus intensos sentimientos hacia su amiga, se imaginó por un momento como el Viajero. Quizá en aquel otro mundo no habría necesitado la silla de ruedas; habría podido sentir de nuevo el peso de su cuerpo sostenido por las piernas, recordar el sólido impacto de sus pisadas en el suelo avanzando sin necesidad de ayuda.
Recordar lo que era estar de pie.
Pero, por encima de cualquier otra cosa, lo habría dado todo por ser el Viajero para poder participar en el rescate de Michelle en primera línea, no como ahora, solo en la retaguardia sin más cometido que esperar, como un soldado tullido apartado del frente.